.
El Balcón del Muro en Cieza, vista nocturna.
Por entonces aún se velaban los difuntos en sus propias casas, ¿se acuerdan?; incluso, cercana ya la hora de sacarlo con los pies para adelante, y habiendo dificultades para bajar el féretro por las escaleras o el ascensor de su edificio, se exponía el cuerpo presente, adornado en su ataúd, en el propio portal de la comunidad. Y en la puerta, alineados los deudos (solo los hombres y vestidos de negro), tomaban el pésame. Pero si era verano y el sol cascaba de forma inmisericorde, se cambiaban a la acera de enfrente, a refugiarse en la sombrica de las cinco de la tarde. Las mujeres, mientras tanto, se quedaban rezando el rosario en la casa o se iban delante a coger sitio a los banco de la parroquia. Había, pues, su organización y su costumbre para estas cosas también.
Por los ochenta estuvo unos años de párroco en el Convento Don Juan Fernández, que fue el cura que les echó el agua a mis tres hijas. Antes que él, y siendo sacristán «el Perlo», había estado Don José Lafuente, quien ofició mi boda a finales de 1980. Me acuerdo que este hombre de Dios llevaba los cuatro dedos de una mano parejicos de largos, pues siendo joven había trabajado en una imprenta y se los cercenó accidentalmente por las puntas la guillotina. A Don José lo trasladaron luego a Santiago el Mayor, en Murcia, pedanía que se hallaba pasando las vías según se iba por la carretera de Algezares (ahora ya, con el ferrocarril soterrado, han dejado eso muy hermoso y con mucha anchura).
Las sillas para los velatorios eran del Asilo y las repartía un motocarro a la «casa mortuoria»; de manera que no había más que ver un montoncico de sillas de tijera en una puerta, para decir con seguridad: «ahí en esa casa hay muerto». Aunque antes de que el Ángel de las Mantas se inventara lo del coche y los altavoces, cosa que choca mucho a la gente que llega a Cieza de otros lugares, estaba el sistema de la campanilla, ¿recuerdan?; un muchacho se paraba por las esquinas zurriendo una campanillica y la gente le preguntaba: «Nene, ¿pos quién s’ha muerto?», y el muchacho le daba toda la repalandoria referente al finado. (Sobre esto último no me dejará mentir mi amigo José Antonio Carrillo, el laureado entrenador de atletismo, fundador del «Club Atleo», y nuestro mejor embajador ciezano por el mundo, pues según me ha contado él mismo, en su niñez llegó a ejercer, entre otros oficios, el referido de la campanilla de los muertos.) Por los años de que les hablo, sin embargo, ya se perdería la costumbre antigua de desplazarse los curas a sacar el muerto de la casa, que si se trataba de un señorito o gente de perras, acudía un nutrido clero con todo su boato; pero si el difunto era de la clase pobre, solo iba «cura, sacristán y monaguillo».
Don Juan Fernández era un cura muy activo y siempre se estaba inventando algo para mejorar la Parroquia de San Joaquín, para que acudieran los jóvenes, para implicar más a la feligresía y para dar atractivo a la labor pastoral. Yo por aquel entonces era técnico en el tema de sonido y aparatos electrónicos, de manera que tenía hecho un caminico desde la tienda de Ortuño, en la Plaza de España, donde trabajaba, hasta la sacristía del Convento, pues día sí, día no, requería el cura de mis servicios. Fue el tiempo también en que se empezaron a utilizar los micros inalámbricos, cosa que a Don Juan le pareció lo más indicado para recibir los muertos en la puerta y que todos oyeran claro las palabras de su responsorio.
En los entierros rara vez se usaba el coche fúnebre, de manera que la caja salía de su casa a hombros y, tras la ceremonia religiosa en la iglesia correspondiente, partía de la misma manera camino de «los cipreses». Cuando el óbito se había producido en el campo (cosa no muy habitual, pues las familias campesinas solían tener una habitacioncica alquilada o una casica compartida en el pueblo, bien para vestirse de boda, bien para pasar una enfermedad, o bien para morir), había que traer el fiambre por cualquier medio para velarlo en dicho domicilio. A propósito, en tiempos de mi abuelo joven, años treinta o por ahí del siglo pasado, contaba que, regresando del pueblo una vez a deshoras de la noche por un problema familiar que había tenido (subía andando por el Rincón de Mula), vio a alguien bajar hacia Cieza con una mula cogida del ramal; la regla del campo era que en cuanto oscurecía, no se saludaba a nadie, más mi abuelo, Joaquín del Madroñal, dándose cuenta por el bulto y por los andares de quién se trataba: un vecino de la Herrada, le preguntó el motivo del desplazamiento; y el hombre, muy triste, respondió: «¡válgame Dios, Joaquín!, pos que me s’ha muerto la Pascualica y la llevo p’al pueblo en el serón» (la Pascualica era su esposa y el nombre es invento mío).
El cura Don Juan, en su equipo para el buen funcionamiento de la parroquia, había encargado llevar la contabilidad a mi amigo Juan Bernal Hortelano, que estará hoy en el cielo de los hombres buenos (Juan sabía bien de números, pues había sido contable en la tienda de tejidos de Pepe Golondrina, en la calle Angostos, quedándose después con el negocio a medias con Juan Antonio Ballesteros), y un tesorero, el entonces director del Banco Bilbao Vizcaya. De manera que, con el visto bueno del contable, yo tenía que presentar las facturas de mis trabajos realizados en el Convento en dicho banco, y el mentado tesorero de la Parroquia de San Joaquín, más agarrao que las aldabas como buen banquero, me las pagaba refunfuñando. No así mis servicios como técnico en la casa del cura, que vivía en el pisico parroquial anexo al Asilo, donde también acudía yo a menudo para instalar o reparar algún electrodoméstico; que en esos casos el hombre se pasaba por la tienda cuando iba o volvía del Instituto, donde daba clase, y aflojaba la cartera religiosamente.