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La naturaleza nos mira; los árboles tienen ojos y nos observan. (Fotografías ©Joaquín Gómez Carrillo)
¿Ustedes no se alarman un poco de ver lo que está pasando? Estamos dejando de mirar la vida, de observar, de contemplar, de dialogar, de jugar, de conocernos personalmente y de comprender el mundo en su estado natural; estamos dejando tantos momentos, para centrarnos en lo virtual, en el embuste de una pantallita que nos da lo que creemos necesitar, pero que no puede sustituir nunca a las relaciones verdaderas. Estamos dejando de leer una novela, un poema de amor, por mirar la red social; y estamos dejando de decir te amo al oído, por escribirlo en un whatsapp.
Ya nuestras abuelas decían «¡a dónde vamos a llegar!». A ninguna parte —digo yo—, pues somos perecederos como la hierba y nuestra existencia solo tiene una meta, y hasta una finalidad: el hoyo. Así lo expresó Jorge Manrique en sus «Coplas a la muerte de su padre»: «…Partimos cuando nacemos,/ andamos mientras vivimos,/ y llegamos/ al tiempo que fenecemos;/ así que, cuando morimos,/ descansamos.». Es la ley del caos, que rige en el universo y hasta en la última célula de nuestro cuerpo. Nosotros no somos más que piojicos en un astro mediano, la Tierra, que gira alrededor de una estrella mediana, el Sol, al cual le queda media vida útil y está situado a las afueras de una galaxia cualquiera, la Vía Láctea. Somos pulgoncillos que bullen y guerrean unos contra otros por religión, por dinero, por política, o «por un trozo más de tierra», como dijo Espronceda; somos la plaga de este precioso planeta. Pero tenemos la vida, que a su vez esta conlleva la muerte. Y como todo lo real es efímero, el ser humano ha inventado, quizá desde la prehistoria, otros mundos, otras vidas, otras existencias, acogiéndose a una pléyade de dioses; y ya, en las ultimísimas décadas, ha creado la virtualidad en las pantallas, y hasta la inteligencia artificial en los ordenadores, la cual nos va a sobrevivir y no tendrá fin, pues progresará hasta dominar el mundo, como aquel ordenador, el «HAL 9000», de la novela «2001 Una odisea espacial», de Arthur C. Klarke, llevada al cine por Stanley Kubrick, que se rebeló y tomó el control de la nave espacial.
Pero ahora los móviles son como parte de nuestra capacidad mental, de nosotros mismos; son como el noveno lóbulo cerebral, en la mano, en el bolsillo; unas veces nos ayudan a resolver problemas, haciéndonos más fácil la vida, y otras nos anulan, nos emboban y nos privan de ver la realidad tangible. Todo está en el móvil: lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo interesante y lo pernicioso. Y por si faltaba, además de porno a gogó, cosa que lo podían limitar los gobiernos (¿no estaba limitado el «Canal plus», solo para los que pagaban?, pues igual), pero no les da la gana y prefieren una juventud viciada a unos jóvenes con valores que tengan claros los límites de la honestidad y el respeto), además —digo—, con el móvil hallamos la desinformación a todos los niveles en las redes sociales, las opiniones embusteras, la publicidad engañosa. Todo entra por el móvil, que se lo regalan a los críos antes de que lean «El Principito».
¿Se acuerdan cuando había que apagar los móviles al entrar a los hospitales? Ahora ya, está el cirujano operando y contestando un «guasa». Miren, un día que iba yo en autobús desde el aeropuerto de Malpensa (Milán, Italia) hacia la ciudad de Lugano (Suiza), por una autopista cuajada de tráfico y conduciendo todo el mundo «a la italiana» (conducir «a la italiana», según dicen los suizos, es olvidarse de las señales de tráfico, de las normas de circulación y exhibir cada uno el poder de su «macchina»), se puso el conductor a escribir mensajes en el móvil, sujetando el volante con el codo, ¡a ciento veinte! No pasan más desgracias porque el Señor es bueno. Ahora también están empezando a regular el uso del móvil en los colegios desde la administración, y no dejando la cosa para la lucha continua del profesor, «¡nene guarda el móvil!, ¡nena deja el móvil de una vez…!». No sé en misa, pero siempre se ha dicho aquello de que «no se puede estar repicando y en misa»; quizá haya que cambiarlo y decir que «no se puede estar “guaseando” y en misa», o «no se puede estar viendo los “megustas” que te han puesto en la foto que colgaste tomando cerveza en la piscina, en bañador y con esa panza, y en misa».
Desde luego, cuando no se puede estar con el móvil en la mano es conduciendo; ahí debería ser más dura la ley y más estrictos los agentes de la autoridad. Hay que reconocer que muchas personas sufren cierta «incontinencia» del móvil, no se pueden aguantar, tienen que estar constantemente mirándolo, consultando si le ha entrado un «guasa», si tiene una llamada perdida o si le han escrito algo por el chat del méssenger. Hablar con «el manos libres» es otra cosa; los coches modernos llevan el sistema Bluetooth, con lo cual tu móvil se conecta automáticamente a tu coche en cuanto entras en él, y a partir de ese momento, puedes coger cualquier llamada desde un botoncico del volante y mantener una conversación telefónica mientras conduces (¡sin tocar ni mirar el móvil!, que puede estar guardado en el bolso).
Donde debería estar prohibido entrar con el móvil es a los museos; debería ser obligatorio dejarlo consignado en la portería, en el mostrador de la entrada. A los museos, sobre todo a los grandes museos, a los más importantes museos, solo se debería entrar con los sentidos del cuerpo y del alma (salvo discapacidad). Mi profesora de arte de la Universidad (la asignatura se llama: «El privilegio de la mirada») dice que los cuadros hay que observarlos al natural. No es lo mismo verlos por internet en el móvil, que enfrentarse a una «anunciación» de Fra Angelico, pintada sobre tabla con polvo de oro; o contemplar de frente el «autorretrato» de Durero, otro óleo sobre tabla, que «lo pintó según su figura a la edad de 26 años». Saquemos, pues, la vista de las pantallas de los móviles y miremos la realidad natural del arte y de la vida, porfa.