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Entre la foresta, el «Puente de Alambre», sobre el río Segura a su paso por las huertas de Cieza
Mi abuela Josefica, para escuchar Lucecita en la radio, se reunía con su vecina de enfrente, la Hermenegilda; así comentaban entre ellas, reían, soltaban alguna lágrima y creaban ambiente y emoción. Por entonces mi abuela aún poseía una de aquellas radios grandes, de madera de ébano, filos de pan de oro y una especie de malla dorada en la parte superior del dial por donde salían las voces; ella, recuerdo, le había hecho unas «sayas» de tela de flores con volante, abiertas por la mitad como las cortinillas de un teatro en miniatura.
Ya se habían inventado las radios a pilas cuando aquello, y hasta tenían en muchas casas la televisión, en blanco y negro, claro, y con una sola cadena, que se podía ver desde el oscurecer hasta las doce de la noche, cuando ponían el himno nacional y a dormir (por el día emitían carta de ajuste). Pero mi abuela, con no poco esfuerzo económico, había adquirido unos años antes, y de segunda mano, aquella radio tan vistosa con dos botones grandes, uno a cada lado, y cuatro teclas color marfil en el centro: el botón de la izquierda era para darle voz y el de la derecha para cambiar de estación moviendo la aguja roja tras el cristalito del dial; las teclas eran para seleccionar las ondas: onda media, onda larga, onda corta y onda pesquera (no llevaba la opción de sintonizar frecuencia modulada); aunque lo tenía siempre en la onda media, pues la larga no servía para nada, la pesquera no tenía utilidad alguna para ella y en la corta apenas se cogían por la noche unos pitidos que parecían una pelea de gatos.
Lo de la radionovela Lucecita con la vecina Hermenegilda fue ya a principio de los setenta, que mi abuela había empezado a modernizarse y hasta utilizaba una lavadora de aquellas de turbina, en la que era necesario meter la ropa casi lavada para que diera vueltas; luego dejaba caer la goma del desagüe al sumidero del patio, sacaban las prendas y las escurrían a mano retorciéndolas antes de subir a tenderlas en los alambres del terrao. También se había comprado tiempo atrás una plancha eléctrica Philips, pero utilizaba mayormente la de carbón, con brasas de la lumbre, para no darle a medrar mucho a la Eléctrica del Segura, de Joaquín Payá, o evitar que saltasen los plomos, cuya cajera de china, al lado del contador de la luz, llevaba puestos tan solo dos pelicos de cobre, que si abusaba un poco se fundían.
Ni que decir tiene que la radio era la joya de la casa; mi abuela la encendía pulsando un clic al «elevadorcico» que había debajo (la radio tenía su estante de madera en la pared). Lo de los elevadores, o estabilizadores, era obligado ponerlos entonces en los aparatos de radio y en las teles, pues la corriente, de 125 voltios, venía con altibajos, y por las noches el foco del techo se ponía con la luz amarilla como la de un eclipse. Por supuesto, desde que se le daba al botón del encendido hasta que empezaba a escucharse la radio, daba tiempo a rezarse a gusto un padrenuestro y dos avemarías, porque como funcionaba con «peras», estas tenían que calentarse, cosa que no ocurría en las radios a pilas, pues ya andaban a transistores y la cosa era inmediata.
El invento del transistor, a primeros de los sesenta, fue un hito grande en la electrónica y ello dio lugar a que las radios marcharan ya con corriente continua, o sea, que bastaban unas pilas; por lo tanto se podían escuchar en las casas del campo, sin electrificar aún por aquel tiempo, que la gente se tenía que alumbrar con un candil o con piedras carburo. Antes de dicho invento, los aparatos iban con lámparas o válvulas electrónicas, de las que había ideado Edison, que fue un tío que inventó muchas cosas, entre ellas la bombilla, para sacar a la humanidad de la penumbra en que vivía desde la noche de los tiempos. Por eso aquellas viejas radios, que semejaban cajas de las maravillas, solo andaba con corriente alterna, con los raquíticos 125 voltios que producían las centrales hidroeléctricas de Cañaverosa, del Menjú o del Solvente (las tres de Joaquín Payá), incluso del saltico del Cauce, donde el Molino del Lavero, que facturaba los kilovatios con la razón comercial «Santo Cristo».
Algún tiempo después (mi abuelo Joaquín ya hacía años que le había vendido la burra a un gitano y no sólo criaba telarañas el pesebre de la cuadrica, sino que habían arrancado del suelo de la casa el pasillo de cemento con marcas para que entrara y saliera el animal y habían puesto piso fino), ella, mi abuela, dejó que le instalaran un pequeño frigo, donde solía meter la carne que le compraba a La Manchega, el pescao que traía de la Plaza o unos quinticos Mahou, pues le gustaba tomarse uno en la comida o en la cena (él, mi abuelo, sin embargo, prefería un trago a gallete de la redoma, con vino de cal Bullas); y hasta desechó el infiernillo de petróleo con torcida de algodón para cocinar, que soltaba un tufo a demonios, y compró una cocinita de gas butano con dos fuegos, que colocó sobre el poyo de azulejos rojos del fogón de leña.
Lucecita quizá fue una de las últimas radionovelas, con unos actores buenísimos, que mi abuela escuchó tarde tras tarde en aquella hermosa radio a lámparas, en compañía de su amiga Hermenegilda, que a veces tenía que salir a la puerta y llamarla (¡Hildaaa, venga, das’usté prisa, qu’está empezandooo!). Pues poco tiempo después, fueron los del Chuchubeo y le colocaron un televisor, que también, en parte, funcionaba con lámparas y, desde que se le daba el clic al estabilizador hasta que salía la imagen en pantalla, se podía rezar un credo. Para entonces ya funcionaba la UHF, que era lo que luego se llamaría «la Segunda cadena», aunque ella se picaría entonces a las telenovelas y quedaría la radio «silenciosa y cubierta de polvo…», como el arpa del poema de Becquer.
Pero cuando eso, ya se habían dejado de fabricar aquellas cajas de las maravillas, pues con el invento del transistor —como les decía—, un chismecico chiquitico, no más grande que un garbanzo y con tres paticas nada más, se fabricaban todo tipo de radios: desde las pequeñicas, portátiles, que cabían en un bolsillo, hasta las más grandes, que se podían escuchar en las casas de los campos, y eran una ventana sonora al mundo, por donde entraba la actualidad de las noticias (el «parte», a las 10 de la noche), los programas de discos dedicados, como el de Radio Andorra, «...emisora del Principado de Andorra», en Andorra la Vella, y, sobre todo, la música moderna; ahí, por ejemplo, estuvo el fabuloso programa «Para vosotros jóvenes», de Carlos Tena. Y la sociedad cambiaba poco a poco.