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La elegancia de la jacaranda
El veintiocho de mayo tenemos un compromiso: ir a votar, no lo olviden, a los concejales que formarán el nuevo ayuntamiento de Cieza y a los parlamentarios autonómicos de la Asamblea Regional. El voto, aquí en nuestra actual monarquía parlamentaria, no es obligatorio, pero es muy necesario; la participación en democracia es fundamental. Tengan en cuenta que salir, saldrán; votemos o no, habrá unos resultados, por lo tanto es preferible que en esos resultados esté expresada nuestra voluntad de cada uno de nosotros. Si nuestra opción es la ganadora, pues miel sobre hojuelas; si no lo es, también tendrá un papel importantísimo: el de la oposición. ¡Ay, qué sería de unos políticos en el mando sin oponentes que controlen, vigilen y critiquen, su acción de gobierno…!
Existen regímenes autocráticos en los que también se vota, como aquí cuando el general Franco, que convocó un par de referendos a lo largo de los cuarenta años que gobernó, pero sin valor democrático alguno, pues en estos casos no se tiene en cuenta la oposición, se la borra de diversas formas del mapa político (caso de Guinea Ecuatorial, Nicaragua o Cuba, por poner ejemplos que nos resultan conocidos y cercanos).
En nuestro país, y ya haciendo algo de historia, en 1947, se votó en referéndum la «Ley de Sucesión de la Jefatura del Estado»; participaba toda la población, mujeres y hombres mayores de 21 años; el resultado, de antemano, iba a ser que sí. Con dicha ley España se constituía en un «reino sin rey», pero con la potestad del Jefe del Estado de proponerlo a las Cortes cuando él quisiera, pues le tenía echado el ojo al niño Juan Carlitos, mientras el Borbón padre (Don Juan) trinaba de rabia en Portugal, sin poder cruzar «la raya». Luego, en 1966, mediante otro referéndum, fue «aprobada» por el pueblo la «Ley Orgánica del Estado»; de nuevo fueron convocados a las urnas todos los españoles (mujeres y hombres) mayores de 21 años; ni que decir tiene que el resultado sería sí, o sí. Recuerdo que algunos, por lo bajini, decían: «Si votas sí, es para que siga; y si votas no, para que no se vaya», pero casi nadie se atrevía a votar no. Había mucho analfabetismo en la población y mucha gente no se enteraba de la película; las personas iban con su sobrecico en la mano y el miedo en el cuerpo.
Ahora, en tiempo real, hoy en día, gozamos de democracia plena, con todo un abanico de opciones para todos los gustos e ideologías, desde la derecha extrema hasta la extrema izquierda. Todos mienten un poco, no se los coman de vista (mentirijillas mitineras, dejémoslo ahí) y todos prometen mucho (promesas electorales, no hagan demasiado caso). Ustedes voten con el corazón o con la cabeza, como mejor les venga; incluso pueden votar al buen tuntún, al que menos rabia les dé; el caso es que participen y metan los sobres en las urnas; lo importante son los sobres, pues en caso de que ningún partido sea merecedor de su confianza, voten con los sobres vacíos; eso se contabilizará como «voto en blanco», que es como un tirón de orejas a los políticos. (Hay una novela de José Saramago, «Ensayo sobre la lucidez», en que la población de un país imaginario votaba una y otra vez en blanco y eso sacaba de quicio al gobierno.) Lo que no deben hacer es meter las papeletas con marcas, tachones o añadidos, eso no, porque se contará como voto nulo, y lo nulo no va a ninguna parte.
Pero, volviendo a lo de atrás, aún les digo más: todo arrancó (la vigente democracia, me refiero) con otro referéndum, el de la «Ley para la Reforma Política», aprobada por aquellas viejas Cortes, aún franquistas, por aquel búnker de quinientos y pico procuradores, que solo se fiaban del recién estrenado rey porque era un producto de Franco y de Suárez porque era falangista. Y aquello, aquel increíble referéndum, en diciembre de 1976, cuando el viejo general llevaba tan solo un añico criando malvas, constituyó la vaselina perfecta para pasar de una dictadura a una democracia sin romper ni quebrar la ley. Después, al año siguiente, en junio del setenta y siete, no sé si se acuerdan bien, fueron las primeras elecciones libres desde los tiempos de la II República, que en realidad sirvieron para elegir «cortes constituyentes», aunque por lo mismo que decíamos antes: que todo se hiciera sin salirse de la ley, no se les llamó de esa manera.