Covadonga (Asturias), bellísimo lugar de culto mariano |
Roma era imperio de la ley por antonomasia. Las legiones del césar conquistaban pueblos y naciones y después clavaban un poste en sus límites advirtiendo del derecho romano. Al que se pasara un milímetro, le serían aplicadas las leyes imperiales y sería juzgado y condenado por el poder de Roma. El derecho romano era tan minucioso e importante, que hoy en día se estudia todavía en nuestras universidades.
A Cristo no le mataron los judíos. Durante siglos se ha estigmatizado a este pueblo, disperso por el mundo en la diáspora, con el odioso sambenito de que ellos “mataron a Jesus”. Mentira podrida. Le condenaron y le mataron los romanos, a resultas, eso sí, de la denuncia religioso-política del Sanedrín y del gobierno títere de Herodes, que ostentaba un poder político parecido a un “presidente de una comunidad autónoma”, como un Jordi Pujol, vamos, salvando las distancias, claro, pues que se sepa, Herodes Antipas no fue imputado por el cobro de comisiones ni se llevaba los sacos de denarios a Andorra. De modo que la autoridad política de este rey carecía de la competencia para juzgar y ejecutar lo juzgado, ya que los romanos eran muy suyos y eso pertenecía en exclusiva al poder dimanante del imperio.
Pilatos tenía experiencia en el cargo; ya había estado en otras provincias ejerciendo con dignidad y se las sabía todas. Judea era una provincia difícil por su acrisolada religiosidad y el arraigado nacionalismo de sus gentes (no en vano habían escrito el Antiguo Testamento de la Biblia y se autodenominaban “pueblo de Dios”. Mas a Pilatos se la traían al pairo las rencillas y las controversias de la casta farisea. Él era el prefecto, el gobernador imperial; él representaba al césar y tenía poder para aplicar el derecho romano. Y bajo sus órdenes estaban las fuerza armadas.
Cuando le fueron con la acusación de que el Nazareno decía ser “rey de los judíos”, a Pilatos le entró la risa floja (‘estos son tontos’, pensó), pues él tenía “ojos y oídos” infiltrados en aquella sociedad y sabía perfectamente que Jesús no era un nacionalista levantisco ni mucho menos un terrorista de los que pretendían sacudirse el “yugo” de Roma por las bravas. Pilatos conocía que Cristo era un hombre de bien y que en sus prédicas no restaba un ápice de las obligaciones de todo ciudadano con respecto a la metrópoli. El gobernador de Judea sabía que en cierto momento, el acusado había aconsejado públicamente “entregar al cesar lo que era del cesar.” Así que según la ley de Roma, no se le podía culpar de “usurpador” del poder establecido. La acusación era una memez, una patraña, que ocultaba más bien las ampollas que la nueva doctrina del “Hijo del carpintero” producía en la conservadora casta sacerdotal.
Sin embargo, Pilatos, zorro viejo, pensó: ‘me conviene llevarme bien con estos fulanos para mantener la “pax” de Roma en esta región’. Pues pensaba jubilarse con el reconocimiento de su buena gestión al frente del cargo. Entonces ideó: ‘mandaré que lo azoten, a ver si con eso se conforman estos mendas, que me tienen más que harto’. Y ordenó a sus soldados que llevaran a cabo el castigo. Los soldados, no el personal civil judío, aplicaron con sangriento rigor militar el castigo del látigo, hasta dejar a aquel muchacho de treinta y pocos años hecho un “eccehomo”.
Y eso fue lo que dijo el gobernador a los denunciantes y otras gentes de la misma cuerda que se habían aglomerado ante su residencia oficial: “¡Ecce homo!” (aquí tenéis al hombre), en espera de que sintieran algo de compasión y se diesen por satisfechos. Pero no; voces camufladas en la multitud comenzaron a pedir la pena capital. El prefecto romano no daba crédito. ‘¿Tanta inquina –pensó– le tienen a este desgraciado, que además yo sé que es inocente...?’ Y entonces, para nadar y guardar la ropa, no fuera a ser que alguien le llevara el soplo al “divino Tiberio”, el hombre más poderoso del mundo en aquel momento, tuvo una idea brillante: se jugaría de forma legal una última carta en favor del Mesías.
“¿Queréis que suelte a Jesús o a Barrabás?”, seguro de que se impondría el sentido común y no elegirían al conocido delincuente, pero le salió el tiro por la culata. “¡A Barrabás!”, gritaron a voz en cuello como energúmenos. No “los judíos” en general, ni una representación del pueblo judío, sino algunos sacerdotes y una chusma vocinglera de ocasión, de esas que hacen mucho ruido. Entonces Pilatos, contrariado por haberse visto “forzado” a prevaricar, se lavó las manos públicamente y se tomó además una sutil venganza contra los acusadores: mandó colgar sobre el madero donde crucificaron al inocente un cartel en tres idiomas (latín, griego y arameo), que ponía: “Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum”.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 24/03/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
No hay comentarios:
Publicar un comentario