Monumento al donante y, al fondo, el Pico de la Atalaya |
Recuerdo que era por la mañana, entre las diez y las once; con la sala de espera abarrotada de gente y todo el mundo conversando en plan mercado (no en plan iglesia, que es como se debe hablar en los centros médicos, sino en plan mercado, ¡hala!); por los altavoces rogaban silencio a menudo, pero que si quieres a Ros, Catalina. Hasta que por fin, después de tres cuartos de hora con la cagaíca de la paloma en la mano, nos llamó la enfermera. Entonces un médico que no apartaba la cara del ordenador, dijo con desgana: “A ver...”, y le puso al hombre la palomina sobre el antebrazo para comprobar qué pasaba. No pasó nada, pues el hombre no tenía alergia a las cacas de las palomas porque había estado toda su vida en contacto con las aves de corral. Mas el alergólogo, o lo que fuera aquel jovenzuelo que estaba mal sentado en el sillón de detrás de la mesa, nos dijo que pidiéramos nueva cita y que le que lleváramos un higo. “Vamos a probar con el higo”, concluyó, mirando el ordenador como si tuviera envisque.
Luego, en el departamento de citaciones estuvieron escrutando las pantallas de los ordenadores cual si buscaran liendres, pero nos comunicaron que no quedaban huecos y que debíamos estar al tanto en un par de meses, cuando se abriera de nuevo la agenda. Para entonces, con suerte, volveríamos a regresar con el higo, a ver si el hombre, que llevaba toda su vida junto a las higueras y subiéndose a ellas a coger brevas con un cesto de pleita, presentaba alguna reacción alérgica a este fruto, o al árbol que maldijo Jesús cuando iba camino de Galilea con más hambre que el que se perdió en la isla y no halló un mísero higuico que echarse a la boca. (En realidad, el hombre, días después, hubo de gastarse las perricas en otro galeno de paga, más avezado por cierto, que le solucionó el problema en un pispás, pues la cosa al parecer se la producía un medicamento de los que estaba tomando; se lo retiró y “muerto el perro, se acabó la rabia”).
Pero no estoy por la labor de criticar aquí el poco tino de aquel facultativo que tanto le absorbía la pantalla de su ordenador; ni el que le hiciera al hombre aportar sustancias extravagantes y “sospechosas” con el fin de sacar en claro la causa aquellos sarpullidos; ni, por supuesto, que no supiera estar sentado en el sillón de su consulta. No. Sin embargo pretendo llamar la atención sobre el tiempo que en general nos obligan a gastar los médicos con las citas. ¿Es que no se podría adoptar otro sistema para no hacer perder tantas horas de trabajo a la gente? ¿Es que no podría haber otra manera más racional para dar las citas de las consultas y de las pruebas sin que el sistema laboral se vea tan perjudicado? A ver, considero que hay pacientes jubilados, parados, en la baja, o que no tengan nada que hacer por otras causas, y les dé igual pasarse las mañanas enteras “de médicos”. ¡Pero hombre!, hay quienes trabajan y eso se debería tener en cuenta; el trabajo hay que respetarlo. ¿Cómo queremos que este país progrese, si no ponderamos el trabajo? Una de las causas de la caída del imperio romano, aparte de por no conocer el número cero, fue porque tenían en muy poca estima el trabajo (¡que trabajen los esclavos!, decían; y cuando ya no había esclavos porque sus legiones habían dejado de guerrear, conquistar naciones y someter pueblos vencidos, se derrumbó el imperio).
Bueno, pero ciñéndonos al tema; también está el asunto de los acompañantes necesarios de los pacientes, perdiendo un montón de horas en sus empresas, bien para llevar una cagaíca de palomo, bien el higo o lo que sea. El caso es que tú les dices: “¿me pued’usté dar la cita por la tarde, o a primera hora, o a última, que es que me viene mu mal salirme del trabajo a media mañana...?” Pero no hay nada que hacer, te ponen la cita a las 11’50. Entonces tienes que abandonar el puesto de trabajo en el momento que más actividad hay, al menos un cuarto de hora antes para te dé tiempo a desplazarte y aparcar el coche, que no es fácil; llegas a la consulta y, cuando se asoma la enfermera, le enseñas el volante y ella te dice que ya te llamará. Pero dan las doce y media y la una y todavía no has entrado porque la cosa va lenta. Luego, cuando te toca por fin, resulta que el médico apenas te mira, porque en realidad estás bien; lo que pasa es que son citas de revisiones protocolarias y tienes que picar billete cada poco tiempo. (Ni que decirse tiene que cuando vuelves a la empresa, después de buscar aparcamiento con el coche, han pasado dos horas desde que te fuiste, o más; a veces sólo para un trámite de puro protocolo).
La cuestión es que hay que acudir a los médicos cuando hace falta, pero también hay que trabajar, y eso alguien debería ponerse a pensar en hacerlo compatible.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 31/10/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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