Hubo un tiempo en que algunas palabras incluían otro significado más pleno |
Por aquel tiempo en Cieza, jamás habíamos escuchado decir la palabra “inmigrante”, porque nadie de otro país y de otra cultura venía a buscar la vida entre nosotros; todo lo contrario, muchos de los de aquí y de España entera tenían que marcharse al extranjero por necesidad, para escapar de la sombra de la estrechez económica o de la cruda miseria, y éstos eran los “emigrantes”, nuestros emigrantes, a los cuales aludía aquella canción de Juanito Valderrama, que era todo un himno a la añoranza, la cual ponían noche tras noche en el programa de radio “de España para los españoles”, que se emitía desde Barcelona para la diáspora de compatriotas que se hallaban lejos de casa y de los suyos, y no por placer.
Mas había una palabra por todos conocida en Cieza, y que tenía un sentido pleno para muchos cientos de familias trabajadoras: la “conserva”. Era una palabra que significaba trabajo, salario, economía, ahorros para el resto del año, etc. Echar la conserva en la fábrica de los Martinejos (frente al Capitol), de los Guiraos (en el Camino de Madrid y en la Estación) o en la Ciezana (en el Camino de Abarán), era salir para adelante. Echar la conserva era una frase entendible y familiar para cientos de mujeres ciezanas, pues Cieza aún mantenía algunas industrias con gran plantilla de obreros, como Géneros de Punto, Manufacturas Mecánicas de Esparto y, sobre todo, las mencionadas conserveras. Luego, con la tecnología más moderna del momento, pondrían en marcha la “Cooperativa”, en Barratera, visitada por los entonces príncipes Juan Carlos y Sofía, la cual industria de conservas hortofrutícolas daba trabajo a muchísimas personas. De modo que este era un pueblo trabajador y con trabajo. Otra cosa era la precariedad en la contratación, pues un servidor echó tres veranos en Los Guiraos y le cotizaron tres días, ¡uno por temporada!)
Pero la vida cambia y algunas palabras han quedado en desuso, dando cabida a otras nuevas. Aparecieron los inmigrantes: los hispanoamericanos andinos, con su estampa india y su habla caramelosa; los marroquíes, con sus chilabas, sus babuchas en chancleta y sus costumbres religiosas y sociales que les impiden la plena integración entre nosotros; o los chinos, con su reinvento de las tiendas de productos de baja calidad, que están haciendo tambalear las reglas del comercio. Inmigrantes todos, que han cambiado el paisaje humano de este pueblo, bastantes de los cuales ya se han hecho españoles, y aunque ustedes los vean con aspecto extranjero, tienen su carné de identidad y son ciezanos de pleno derecho; aunque manden los críos a la mezquita y sigan llevándose a las hijas preadolescentes a Marruecos para casarlas por conveniencia familiar. Pero están aquí, llenando nuestras calles y dispuestos a ocupar los escasos puestos de trabajo que ofrece la agricultura, y a beneficiarse de los derechos sociales, sanitarios y económicos, los cuales pagamos entre todos.
Sin embargo, y a pesar de que muchos de nuestros jóvenes, bien formados y altamente cualificados, han de emigrar a otros países porque esta sociedad nuestra, precarizada y anquilosada desde hace años, es incapaz de ofrecer alternativas, no utilizamos ya el término “emigrante”, pues quizá nos parece anticuado y nos recuerda un tiempo gris, una época de burras con serón de pleita y cagarrutas de cabras por las calles de tierra. Ni tampoco nos acordamos de aquel ambiente fabril de mujeres casi corriendo por la calle y comiéndose un bocado de pan, con el baby o el delantal debajo del brazo, para engancharse en cualquiera de las fábricas, incluida la “de los Ajos” en el Maripinar, cuyas trabajadoras, entre las que estaba mi madre, la Paca del Madroñal, caminaban cuatro veces al día bajo los olmos gigantes del Puente de los nueve ojos.
Hoy en día hemos olvidado ya lo que era en Cieza la conserva, del tomate, del albercoque, del melocotón... Se nos están borrando de nuestra memoria olfativa aquellos olores especiales a las frutas hacinadas en montañas de cajas de madera, que había que cargar y descargar a mano de los camiones, y a los procesos de triado, calibrado, deshuesado, enlatado y cocido. Y ya, de la fábrica de conservas de la Estación, donde cobrábamos en sobres sepia, como los que cualquier político que se precie jura no haber percibido jamás, solo queda un testigo mudo: la chimenea, ¡perfecta!, construida en su día con ladrillo moruno por un hábil artesano que almorzaba pan y sardina, la cual ningún arquitecto moderno se atrevería hoy en día a levantar sin meterle hierro y hormigón por un tubo. Y ahí está, triste y sola en mitad de un erial, afeada por una estúpida escombrera que nadie es capaz de limpiar desde hace años, y olvidada de todos como la palabra “conserva”, que significaba pan, trabajo y vida para este pueblo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 19/07/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Vaya artículo, yo no he olvidado la palabra conserva, ni la olvidaré nunca, esa palabra permitió que mi familia subsistiera después de la triste pérdida de mi padre, yo todavía era una niña y ya me puse el delantal, y con él, pasaba mis veranos juntando, como decimos por aquí, para seguir mis estudios, primero en el instituto Diego Tortosa, donde una de mis profesoras, a la que nunca olvidaré, me empujaba a seguir adelante, y posteriormente en la universidad donde emprendí mi carrera, mi carrera pagadita a la conserva de mi pueblo.
ResponderEliminarHoy, desvinculada de ese mundo laboral, pero siempre orgullosa de haber pertenecido a él, sólo puedo agradecerte desde aquí que nos haya hecho recordar algo tan importante como la palabra"conserva", gracias en parte a ella, hoy soy una mujer trabajadora que luchó por un puesto digno de trabajo.
Un saludo y gracias por este artículo tan entrañable
Muchas gracias María por tu comentario.
ResponderEliminarUn saludo.