Bultos de esparto cociéndose en el agua putrefacta de una balsa |
La semana anterior hablábamos de los sonidos propios que genera cada sociedad y cada cultura en determinadas épocas, y advertíamos la diferencia entre los ruidos que nos acompañan en la actualidad a los ciezanos y aquéllos otros del recuerdo. Pero no son menos significativos también los diferentes olores que impregnan la atmósfera de los pueblos y ciudades, incluidas sus gentes que los habitan, con el paso de las décadas.
¿A qué huele Cieza en el presente? Bueno, pues lo mismo que cualquiera otra ciudad moderna: un poco a las mierdas y a los meados de perros cuyos dueños incumplen las normas de forma impune, un poco a jardines regados al amanecer; un poco a la brisa nocturnal de las huertas de la orilla del río, un poco a orines de algunos jóvenes borrachos que se pierden el respeto a sí mismos en la madrugada; un poco al aire de los pinos que baja del monte, un poco al pringuerío de las tascas festeras en la Plaza de España y a la suciedad con que se viola el entorno natural del Paseo Ribereño con el “concurso de arroces”; o un poco al escape tóxico de los vehículos y un poco a pan recién hecho en las panaderías, a café del desayuno en los bares o al perfume que llevan puesto las mujeres.
¿A qué olía Cieza en el pasado? Muy distinto; no me lo podrán negar ustedes. Principalmente, al olor de los pobres. Pero tengan en cuenta que hubo un tiempo en que todo el pueblo olía a esparto cocido, pues además de las abundantes industrias del ramo, había muchas carreras de hiladores en el extrarradio, en donde los hombres andaban del revés, y se hacía lía prácticamente en todas las casas (¡hasta en las de los señoritos!: la hacían las criadas en sus ratos libres para ayudarse frente el exiguo salario que recibían de éstos). El hacer lía era un trabajo a domicilio, en el que el empresario aportaba la materia prima: el esparto, por unidades de arroba, y el trabajador (todos los componentes de la unidad familiar, incluidos los hijos desde que empezaban a servir para algo) confeccionaba el producto, que igualmente se entregaba por peso para evitar la sisa.
Y ya, el colmo del pestuzón a agua de esparto que invadía hasta el último rincón del pueblo, era cuando “sacaban” las balsas de cocer éste, que igualmente las había en los alrededores del núcleo urbano: en Bolvax, en el Camino de Abarán, en la Arboleja, en la Fuente del Ojo, en los Casones, en la Ermita, y otras muchas algo más separadas de la población, como las de la carretera de Mula, las de Ascoy o las de la Rambla del Judío. En dichas balsas, tras estar 30 ó 40 días sumergidos los bultos de esparto, había que sacarlos a las costillas chorreando el agua putrefacta, con una peste a perros muertos que se incrustaba en los poros de la piel de aquellas pobres personas y no podían luego quitársela de encima ni frotándose con piedra pómez. De modo que ese era el olor dominante de Cieza: a esparto cocido.
Pero también había otros olores no menos pestilentes, a los que la población estaba acostumbrada y ya casi no los echaba al ver. Pues no olvidemos la presencia de los animales dentro de la población, tanto de las bestias de carga (en muchas de las casas con suelo enlosado había un pasillo de cemento con formaciones rugosas desde la puerta de la calle hasta la del corral para la entrada y salida de las burras), como de otros muchos animales que se criaban en los corrales: conejos, gallinas, cabras, cerdos, etc. Por su parte, los cabreros conducían a diario sus rebaños por las calles, dejando a su paso un rastro de cagarrutas en el suelo, y en el aire un fuerte olor caprino y un tufo demoníaco a feromonas de macho cabrío.
Mas de vez en cuando era obligado soportar otra terrible hediondez: en las casas donde aún no llegaba la red del alcantarillado se tenían que vaciar los pozos negros de los retretes cuando estaban llenos hasta arriba. Esto se hacía de madrugada por disposición del ayuntamiento, y se encargaban de ello algunos hortelanos, los cuales criaban las mejores lechugas y los mejores tomates. No obstante, la insoportable fetidez de los excrementos humanos se filtraba con la brisa por las rendijas de las puertas y ventanas intoxicando el aire de los sueños.
Además debemos tener presente que aquella sociedad carecía de cuarto de baño, no utilizaba los geles de ducha perfumados ni los desodorantes y se mudaba el hato como mucho una vez por semana, ya que las mujeres tenían que cargar con el lío de ropa para ir a lavar a la Fuente o a la orilla del río (algunos, algo más preocupados por la higiene corporal, se iban los sábados a los Baños de Posete con el mudaíco y salían de allí resplandecientes). Pero como casi todo el mundo olía igual, ese no era el problema.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 31/08/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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