En Cantabria, año 2011, cerca de Santillana del Mar |
La última noche de aquel maravilloso viaje que hicimos a Cantabria, Mari, nuestras tres hijas y yo, en el verano de 1995, llovió. Nos había acompañado un tiempo excelente y sólo el chirimiri dulce de las mañanas refrescaba el aire de agosto y potenciaba el verdor de la hierba y el olor a heno de las vaquerías. Mas la noche antes de levantar las tiendas en el camping de Laredo y poner rumbo a Cieza, comenzó a llover de madrugada como si no hubiera llovido nunca. Primero se hizo el marasmo y dejaron de oírse las olas de la playa y el agitar de las hojas en las copas de los árboles, luego notamos las primeras gotas esturreadas contra las lonas de las tiendas de campaña, hasta que arreció un aguacero persistente. Fue una sensación única, casi de bienestar; una emoción que nuestras hijas aún no conocían: el sentirse arrebujado en la suavidad tibia del saco de dormir, mientras la lluvia caía, incesante y pródiga, sobre techo impermeable de nuestras tiendas de montaña.
Como los viajes los hacíamos disfrutando siempre del camino, habíamos calculado salir de Laredo tempranico, sin prisas. Mas mi preocupación era cómo meter todo con cierto orden en el R-19 y escapar bajo aquella lluvia... Luego tomaríamos la autovía del Cantábrico hasta Torrelavega, donde habíamos de coger la nacional N-623, la cual, atravesando la bonita localidad de Puente Viesgo, recorre el valle del Pas aguas arriba, hasta que se empina en interminables rampas y encumbra la meseta por el puerto del Escudo a una altitud de mil y pico metros. (Aún no estaba construida la magnífica autovía A-67, que va de Palencia a Torrelavega, que en la actualidad es el mejor acceso a Cantabria, la cual atraviesa la cordillera a base de túneles y enormes viaductos, uno de los cuales lleva el nombre de Cieza, por avistarse desde arriba el municipio homónimo al nuestro).
Después, bordeando el fantástico Embalse del Ebro, bajaríamos hasta la ciudad de Burgos, donde siempre nos gustaba detenernos, a la ida o a la vuelta, para comer, pasear y comprar algunos productos típicamente castellanos, amén de visitar su catedral gótica con su estampa inconfundible de torres pinchosas al cielo.
Luego volveríamos a parar y relajarnos en Lerma, villa de gran valor histórico y lugar apropiado para detenerse el caminante (desde el medievo fue importante estación de paso de la trashumancia ganadera de la Mesta por la Cañada Real Burgalesa hacia tierras extremeñas). Nosotros, aquel día, subiríamos por sus calles empedradas de pequeños cantos rodados, hasta el palacio ducal, frente al que se extiende una gran plaza de casi siete tahúllas de superficie. Y contemplaríamos la tumba de uno de los personajes de la España decimonónica, contestataria y guerrillera: el Cura Merino, quien tomándole el gusto al trabuco, logró pasar a la leyenda negra fabricada por los franchutes, a los cuales hizo mucha pupa durante la invasión napoleónica y el reinado títere de “Pepe Botella”.
Por Somosierra, recuerdo que nos pillaría un tomentusco de rayos y truenos, con el cielo más negro que el tizne (Mari conducía, pues en nuestros viajes siempre le tocaba a ella cruzar Madrid) y tuvimos que soportar una retención de casi una hora por causa de un accidente múltiple en la autovía. Después, todo fue perfecto hasta ver el Pico de la Atalaya.
Pero el día anterior a nuestro regreso a Cieza y a la lluvia pacífica de la última noche en Laredo, habíamos estado en Bilbao. Era domingo pero la ciudad vizcaína presentaba un aspecto hostil: el ayuntamiento no tenía banderas, sin embargo a un tiro de piedra había una de más de veinte metros cuadrados con los lemas batasunos de chantaje, terrorismo y extorsión. Solo en mitad de la plaza del Teatro Arriaga se izaba una icurriña constitucional, mientras que varios furgones policiales permanecían repletos de maderos, temerosos y protegidos por las rejillas metálicas. Al medio día apareció alguna gente en una plaza donde colocaron un mercadillo filatélico y nos sentamos a tomar unos pinchos, pero antes de las dos nos quedamos solos; ¡ni un alma por la calle! Eso sí, todas las farolas, todos los escaparates, todas las puertas, todas las papeleras y todo por doquier en la ciudad estaba sembrado de pegatinas y pasquines que nadie se atrevía a tocar y que ponían: “¡Aldaya, paga!”. Una de mis hijas devolvió y nos largamos a Castro Urdiales.
Mas en este bello pueblo de Cantabria comprobé que existía la mayor concentración de vehículos con matrícula de Bilbao que jamás había visto, y cuando pregunté por el particular, me respondieron: “Los bilbaínos, en cuando pueden, huyen de territorio comanche”.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 01/06/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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