Palencia, agosto-2011 |
En el primer viaje que hicimos a Galicia con nuestras tres hijas, allá a principios de los noventa, nos instalamos en el cámping “As Cancelas”, que ocupaba un bello recinto aterrazado en una suave colina junto a Santiago de Compostela. Sepan ustedes que en Galicia, normalmente, no hay terreno llano: allí, o se sube o se baja. Y no les digo nada de los pedazos de viaductos que sortean los valles, cuyas juntas de dilatación en forma de peines metálicos con revestimiento de caucho producían un tremendo “¡tacatán!” al pasar sobre ellas con el coche a toda pastilla.
Desde el cámping se podía ir caminando hasta la mismísima Plaza del Obradoiro, pero preferíamos llevarnos el R-19 y dejarlo por allí cerca para no regresar luego de noche pisando babosas negras, que a Mari le daba tanto repelús. Allí estuvimos tres días: el primero lo dedicamos a recorrer Santiago, el segundo a visitar las Rías Bajas y el tercero lo pasamos en La Coruña. (La cuarta noche, antes de partir para Asturias, llovió lo que no está escrito y gozamos la emocionante experiencia de hallarnos los cinco a buen cobijo bajo la lona de la tienda de campaña).
Dentro de Galicia los desplazamientos eran una maravilla, pues ya había una magnífica autopista de peaje que la cruzaba de norte a sur; mientras que el resto de vías, más lentas, nos permitían ir contemplando paisajes de ensueño entre vaquerías y prados verdes. Una de las cosas que me llamó mucho la atención es que el campo está muy poblado; hay casas hasta por encima de los montes. A lo mejor es que durante años la gente fue construyendo donde le venía en gana, como pasa de un tiempo acá en la huerta de Cieza, que en pagando la multa (si te pillan), puedes hacerte una casa como quieras y donde quieras. Pero eso en Galicia forma parte de su encanto: digamos que había un “ordenado desorden” urbanístico en los espacios rurales, o al menos a mí me lo pareció entonces.
Nada más bajar a la ciudad y visitar la impresionante Catedral del Apóstol Santiago y hacernos un puñado de fotos junto a los monumentos y lugares más emblemáticos y tomarnos unas raciones de marisco y de riquísimo pulpo a la gallega, nos metimos a una tienda de souvenires a comprar algunas cosuchas (aún tengo en el mueble de casa el típico botafumeiro bañado en plata, como recuerdo de aquel viaje). Yo había dicho a Mari y a mis hijas Ana, Verónica y Victoria: “ya veréis como nos topamos con alguien de Cieza por aquí” (ellas se rieron, pues en realidad parecía que nos hallábamos lejísimos del centro del mundo, que siempre es la propia casa de uno), y, efectivamente, cuando nos encontrábamos en la caja para pagar los regalos adquiridos, le digo a Mari: “mira quien tienes ahí delante de ti”; pues dos puestos más avanzados en la cola estaba nada menos que su vecina de toda la vida. “¡Anda!, Maruja, ¿qué haces tú aquí...?” “¡Anda!, Mari, y vosotros, ¿qué hacéis por aquí también...?” Ya se sabe que el mundo es un pañuelo y que muchos son los caminos llevan a Santiago de Compostela.
Al otro día nos fuimos hasta la Ría de Vigo y cruzamos por el inmenso puente colgante Rande, de kilómetro y medio de largo (el mayor puente atirantado del mundo en el momento de su inauguración en 1978). Casi cien metros por debajo se veían regresar del Atlántico algunos pesqueros rezagados, navegando entre infinidad de mejilloneras. Luego cruzamos hacia la Ría de Pontevedra, pasando por la localidad de Marín, donde está la Escuela Naval y donde se rodaron películas como “Cateto a babor” por Alfredo Landa.
En la ciudad de Pontevedra visitamos la casa donde vivió Valle Inclán y descubrimos Mari y yo las bondades del albariño al maridarlo con un buen pescado para comer. A la tarde visitamos el Monasterio de San Juan de Poio y costeamos hasta Sanxenxo para dirigirnos después a la península de O Grove y la isla de La Toja, allí compramos el jabón de tocador con el mejor aroma del mundo y contemplamos con extrañeza kilómetros de fondo marino al descubierto por la marea baja (la isla, a la que se entra a través de un largo puente, había dejado de serlo por unas horas).
Al día siguiente nos embocamos a La Coruña y paseamos por la gran Plaza de María Pita, donde está el ayuntamiento más espectacular de España (en aquel palacio consistorial se celebró el primer consejo de ministros de la democracia, el 30 de julio de 1976, cuando todos éramos muy jóvenes y Adolfo Suárez y el Rey, casi unos pipiolos).
Las ruinas del petrolero Mar Egeo aún se hallaban vergonzosamente embarrancadas frente a la Torre de Hércules, patrimonio de la Humanidad. Y allí arriba, sobre el promontorio verde junto a los acantilados, el vetusto faro romano de piedra, ¡imponente!, que con sus 68 metros de altura sigue partiendo los vientos y administrando leyendas de naufragios. Nosotros nos trajimos muchas fotografías de La Coruña y una reproducción pequeñita en terracota de esta obra milenaria que es la Torre de Hércules.
Y ya para comer nos refugiamos en uno de los muchos restaurantes del casco histórico de esa bellísima ciudad, y, como a nuestras hijas se les llenaron los ojos con la ensaladilla rusa, el camarero les sirvió unos generosos platos (en el norte de España se como mucho y bien). Pero después de escarabajearla un poco y descubrir que ésta llevaba bajocas en su composición, dijeron las tres al unísono que no querían comérsela. De modo que Mari y yo recordaríamos luego con los años que jamás nos habíamos dado una panzada tan grande de ensaladilla rusa como aquel día en La Coruña.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 24/11/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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