Chinica del Argaz, en Cieza |
Parece ser que al hombre no le iban mal las cosas y recogía bastantes dádivas de sus conciudadanos. Cuentan que el ciego, mientras oía el alegre tintineo de las monedas al caer al platillo, solía zurrir una guitarra y medio entonar alguna copla. Pero un día, lleno de contento como decíamos, y mientras se prestaba gustoso a ser objeto de la virtud de la caridad en la plaza de la villa, se aventuró a repetir como un simple estribillo sin impor-tancia los siguientes versos:
“¡Tres mil reales.......
tengo en un cañar...!”
En esto que fue escuchado por un ladronzuelo que iba por allí a la pillada, al cual le apodaban Ratinto. De modo que a la tarde éste lo siguió sin ningún problema y supo dónde tenía el ciego el escondrijo. Y en cuanto el invidente se marchó, comprobó que efectivamente, allí entre la hojarasca del suelo había un saquito con nada menos que tres mil reales de vellón, los mismos que cambiaron de dueño en un santiamén.
Al día siguiente, el ciego, que no se fiaba de nadie, ni mucho menos de los bancos (¡cuan inteligente era a la luz de los tiempos que ahora corren...!), por lo que prefería tener su dinero escondido, se llegó hasta el lugar del cañar. El pobre Irancio tomaba todas las precauciones a su alcance, que no eran otras que la escucha: se iba deteniendo a cada paso para cerciorarse de si alguien le seguía o estaba por allí, y a cada instante se paraba por el más leve ruidillo, y aun venteaba como los podencos los olores que traía o llevaba el aire de un lugar a otro. Así que cuando tuvo conciencia de hallarse en completa soledad, destapó como todos los días el escondrijo, el cual halló vacío. Esto le produjo al desdichado un hondo pesar; pero como la necesidad y las penas hacen sabios a los hombres, ideó una estratagema para intentar poner remedio su desgracia.
Al día siguiente, en el mismo lugar de la plaza, aparentando alegría como si no le hubiese ocurrido nada, y mientras rascaba las desafinadas cuerdas de su guitarra, Irancio se puso a cantar de forma insistente los siguientes versos:
“¡Tres mil reales
tengo en un cañar,
y otros tres mil
que voy a llevar...!”
Lo oyó el ladronzuelo, que se había sentado muy cerca y observaba con los dientes largos como le goteaban al ciego las monedas al platillo. Y, confiado en que el infeliz aún no habría descubierto el hurto, se dijo: ‘pondré de nuevo los tres mil reales en su sitio para que él no sospeche nada, y cuando deje los otros tres mil, me llevaré los seis mil.’
Así lo hizo el pillastre de Ratinto, con lo cual el pobre ciego recuperó su dinero perdido y, por supuesto, ya no volvió a dejarlo más en el cañar
©Joaquín Gómez Carrillo
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