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Mi nieta Paula y yo, el 5/12/12 |
Cuentan los viejos que había una vez un país relativamente próspero, emergente, que se suele decir ahora, donde todos los hombres y todas las mujeres habían ido olvidando poco a poco el sentido principal y más noble de su boca.
Recordaban muy bien que, además de para comer y degustar sabrosos manjares y exquisitas bebidas, la boca también servía para hablar, comunicarse, leer libros en voz alta o prometerse amor eterno los enamorados.
Los sabios y eruditos tenían por seguro que su boca era el instrumento idóneo para pronunciar conferencias en público y decir frases inteligentes, de esas que luego adornan los relatos literarios. Los hombres de negocios sabían que mediante el diálogo salido de sus bocas podían cerrar tratos y llegar a acuerdos comerciales con los que obtener pingües beneficios. Mientras que los amantes conocían sobradamente por experiencia que sus bocas eran las rosas de fuego del placer y con eso les bastaba.
Pero había algunos que no entendían qué hacía su boca en mitad de la cara, y entonces la utilizaban para ingerir o fumar drogas, además de para hablar calumniosamente o mentir.
Los predicadores de las iglesias manejaban a la perfección el verbo de su boca para persuadir las almas alejadas del buen camino. Los políticos, en cambio, tenían por costumbre usar la boca para prometer en vano, pues así era su naturaleza. Mientras que los gaiteros y demás instrumentistas de aire se conformaban con que sus bocas sirvieran para soplar. Y aún los beatos daban gracias a Dios por haberles concedido la boca para los rezos.
Mas había también personas con diferente ideología o distinta pasión por un equipo de fútbol, o con distante punto de vista sobre la realidad cotidiana, que utilizaban la boca para oponer acaloradamente sus razones y a veces hasta para reñir. De modo que estas personas creían que su boca estaba hecha para mantener posturas enconadas y hacer valer su voluntad elevando la voz, cosa que a menudo acababa siendo perjudicial para la buena convivencia de todos. Pues por la boca, no sólo muere el pez, sino que en ocasiones comienzan las guerras.
Cuentan finalmente que la sociedad de aquel pequeño reino (pues éste se hallaba gobernado por un rey de verdad, no como los de la baraja) llegó a enfermar de intransigencia, de ira, de soberbia y de intolerancia, por la simple causa de haber olvidado sus habitantes la función principal que la naturaleza humana tenía reservada a la boca de las personas sensatas.
Mas entonces fue cuando se produjo un maravilloso descubrimiento que vino a salvar el país de las desavenencias y trajo la paz y el amor fraterno a la sociedad. Ocurrió que una niña pequeña llamada Paula reveló a su abuelo la más bella de las ideas cuando ambos estaban jugando en su casa el día de Nochebuena.
–La boca sirve para perdonar –dijo ella con la suya inocente.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 22/12/2012 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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