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En Cieza hubo un tiempo en el que se olía a esparto cocido por las calles. Y no sólo por causa de las balsas que había cerca del pueblo (en la Arboleja, en el Camino de Abarán, en Bolváx, en la Fuente del Ojo, en el Toledillo, o en la Ermita, que cuando sacaban de ellas los “bultos” de esparto, a cuestas y chorreando agua putrefacta, cuya fetidez se les metía a los trabajadores en los poros de la piel y no se la podían quitar luego ni frotándose con un estropajo, entonces se contaminaba todo el aire de respirar en varios kilómetros a la redonda), sino también porque en casi todas las casas del pueblo, la gente se dedicaba a hacer “lía” como remedio de las estrecheces económicas de la época. ¡Hasta en las casas de los señoritos se hizo lía!, pues las mozas que les “servían” a éstos a tiempo completo, aprovechaban sus ratos de descanso para meterse en un patio, en una buhardilla o en un rincón y hacer una madejica de lía con que complementar su mísero salario, que casi era de “la comida por la servida”.
En Cieza hubo un tiempo en el que se olía a esparto cocido por las calles. Y no sólo por causa de las balsas que había cerca del pueblo (en la Arboleja, en el Camino de Abarán, en Bolváx, en la Fuente del Ojo, en el Toledillo, o en la Ermita, que cuando sacaban de ellas los “bultos” de esparto, a cuestas y chorreando agua putrefacta, cuya fetidez se les metía a los trabajadores en los poros de la piel y no se la podían quitar luego ni frotándose con un estropajo, entonces se contaminaba todo el aire de respirar en varios kilómetros a la redonda), sino también porque en casi todas las casas del pueblo, la gente se dedicaba a hacer “lía” como remedio de las estrecheces económicas de la época. ¡Hasta en las casas de los señoritos se hizo lía!, pues las mozas que les “servían” a éstos a tiempo completo, aprovechaban sus ratos de descanso para meterse en un patio, en una buhardilla o en un rincón y hacer una madejica de lía con que complementar su mísero salario, que casi era de “la comida por la servida”.
Pero el trabajo de hacer “lía” en las casas era sólo una minúscula parte de todo el entramado industrial de la espartería, actividad que durante años llegó a adquirir tal desarrollo en Cieza, que no tenía parangón en otra parte del mundo. Entonces existió en este pueblo una forma de enriquecerse para algunos y una manera de trabajar hasta dejarse la piel para la mayoría; existió un argot especial en el habla de los ciezanos, que todos entendían y practicaban, y, en definitiva, existió aquí un modo de vida que el viento se llevó: el de la vida en torno del esparto.
Mas la cadena de esta gran industria de transformación empezaba con el aporte de la materia prima: el esparto natural, nacido de las atochas en los montes de todo el término de Cieza, el cual debía de ser recogido por los “arrancaores” o esparteros para ser secado en las tendidas y llevado posteriormente a las balsas, donde era cocido por inmersión durante 30 ó 40 días y luego puesto de nuevo al sol para su blanqueado. Finalmente era transportado en carros a la industria, donde se “picaba”, “rastrillaba” e “hilaba” por los “hilaores”. Aunque una parte era destinada a la confección de “lía” en las casas o a otras labores, como la realización de “cofines” para las almazaras o la fabricación de estropajos.
Cuando “salía la romana” en cualquier paraje de Cieza (el Madroñal, la Herrada, el Armorchón, los Losares, la Sierra de la Cabeza, la Sierra de Benís, el Picarcho...), centenares de hombres acudían muy temprano, incluso algunos se habían desplazado la noche antes, pues su único medio de locomoción era el coche de San Fernando, y habían dormido en el sitio envueltos en una manta. En el lugar de la romana (literalmente, la balanza con la que se pesaba todo el esparto arrancado durante la jornada), estaba el empresario, o su encargado que velaba por los intereses de éste, quien ponía las condiciones y el jornal: tan sólo unos céntimos por kilo. (Algunas veces se pretendía pagar el trabajo tan miserablemente, que los hombres hacían “porra” y no se querían enganchar y había que llamar a la Guardia Civil).
Allí se repartían las zonas del monte y las “buchas” a los esparteros, y se comenzaba la faena del arrancado a toque de corneta. Entre los trabajadores que tomaban parte, los había afortunados, que llevaban un burro de carga, y los había en su mayoría “haceros”, que sólo contaban con la fuerza de sus brazos, teniendo que transportar a cuestas los haces hasta el lugar de la romana. Si éstos últimos daban con un buen “vallejo” de atochas y arrancaban dos haces, entonces tenían que cargarlos “a remuda” (primero avanzaban un trecho con uno, lo dejaban y volvían a por el otro, y así sucesivamente, pues “la romana” podía quedar bastante lejos, según conveniencia del empresario, y había que atravesar montes y barrancos).
Como en todos los trabajos, los había muy hábiles en el oficio y se decía de ellos que eran “esparteros largos”, y los había que desarrollaban menos: eran “los broceros”. Pero todos conocían perfectamente la técnica del arrancado del esparto. El espartero diestro llevaba en su mano izquierda el “palillo” (un estilete metálico de unos veinte centímetros de largo con el que se ayudaba en el arranque). El hombre, al acercarse a la atocha calculaba con la vista por qué parte iba a coger el “repelón” y el ángulo con el que iba a tirar de él “arrodeándolo” en el “palillo”; esto lo hacía echando el pie a la base de la atocha par evitar en lo posible la extracción de “raigón”.
Los “repelones” de esparto arrancado, sujetos por sus colas, los iba cumulando el espartero en su mano izquierda hasta que no le cabían más: esto era una “abarcaúra”; entonces la depositaba en el suelo y cuando tenía dos o tres “abarcaúras”, las juntaba en una “maná”. La “maná” era ligada con “la maja” (un “mechón” de esparto anudado por las colas para conseguir doble longitud). A la maja, el “arrancaor” no le hacía nudo alguno, sino un retorcido llamado “garrón”.
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Cuando el espartero había arrancado una buena cantidad de manadas, con una soga fuerte de esparto verde “emparejaba” el haz. Éste lo hacía “casando” bien las “manás” por sus “cabezas” para que no se le “pariera” durante el camino, después se lo cargaba a las costillas arrodillándose en el suelo.
Luego, el romanero, de parte siempre del empresario, si podía, le haría trampa en la pesada: era el primer eslabón de la cadena del negocio del esparto, el cual llegaría a tener tal valor, que se convertiría en materia prima codiciable y digna de ser robada de noche en el monte.
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..Y aún ahora parece que sigo oliendo; sigo oliendo a las balsas y también al olor de "la lia" que solían hacer las mujeres mayores en los portales de sus casas..... Dicen los expertos de la infancia son los que mejor se graba y los que nunca se olvidan..
ResponderEliminarMe encanta esta entrada, como también me encanta cada cita semanal