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Quizá se podría pensar que el título de este artículo no es más que una pregunta retórica, de ésas que no hace falta contestar por ser conocida de antemano la respuesta. Pero no es así. Si supiéramos a ciencia cierta por qué arden los montes, tendríamos conciencia exacta de cuáles son los medios para evitarlo, si es que se pueden poner. De modo que no es una pregunta retórica, sino una pregunta dramática.
Sierra del Oro, pulmón de Cieza |
Es lo mismo que preguntarse por qué mueren las mujeres a manos machistas. ¿Sabemos la respuesta? ¿Alguien sabe por qué siguen siendo asesinadas las mujeres? ¿Ustedes lo saben? Si los sesudos sociólogos, psicólogos y otros expertos en tan terribles delitos, tienen la respuesta, ¿por qué no se la cuentan al oído a los políticos y demás autoridades, judiciales y del orden público, para que éstos pongan todos los medios en prevenir tan execrable terrorismo social? Yo se lo digo: porque lo mismo que los científicos de los laboratorios no saben aún con certeza el porqué se desencadenan los tumores cancerosos, tampoco los otros saben por qué en determinado momento un fulano, con el demonio del odio en el cuerpo, apuñala y mata a una mujer. ¡Dramático!
Pues lo mismo pasa con los incendios forestales que arrasan con uno de los más preciados bienes que poseemos: nuestro patrimonio natural, al que pertenecen los bosques, los paisajes y el mismo suelo, que tras convertirse en tierra quemada y perder la capa vegetal que lo protege, corre el riesgo de desertizarse al quedar expuesto a la erosión de la meteorología.
De manera que, al margen de la condena que las leyes prevean para el individuo que ha pegado fuego a la Sierra del Molino en Calasparra y la Sierra de la Palera en el término de Cieza, y aparte de mi deseo de que caiga sobre él la peor maldición gitana, hay que plantearse seriamente y con humildad las causas de que todos los años sean calcinadas grandes extensiones de masa forestal en España, muchas veces con pérdida de vidas humanas y siempre con un gran coste económico. Pues hay razones evidentes y los poderes públicos deberían considerarlas.
Una de ellas es que la vida ha cambiado mucho en tres o cuatro décadas. De modo que ante un cambio social, se requiere un cambio de mentalidad. Ahí está la clave de todo. Ahora hay que tener en cuenta otros fac-tores que antes no existían y hay que estudiar el problema bajo otras consideraciones que afectan a la realidad actual. Es decir, se debe prevenir esta lacra de los quemabosques contando con otras circunstancias nuevas. No basta, pues, con tener muchos retenes de bomberos, aunque son necesarios; ni muchos medios técnicos, aunque son importantísimos. No basta con hacer cortafuegos en las montañas, aunque a veces son convenientes; ni llevar a cabo “cicatrices” paisajísticas a los lados de las pistas forestales, pues la mayoría de las veces sirven de poco o nada. No basta con las rigurosas prohibiciones a los agricultores de efectuar quemas en sus fincas, aunque siempre es mejor prevenir que curar.
Miren, el monte ya no es lo que era. Primero por condiciones naturales: ya no hay ganados que coman los pastos, los cuales llegado el estío se convierten en yesca; ya no hay leñadores que aprovechen las ramas secas y las piñas de los pinos, lo cual provoca cantidades ingentes de materia combustible; ya no hay personas “buscavidas” que rocen y arranquen matojos y arbustos para los hornos de cocer pan, de las yeseras, de las caleras o de las tejeras, lo que da como resultado el que el monte esté asfixiado con una espesa capa de matorral y broza seca. Por el contrario, se han confeccionado desde los despachos de la capital innecesarias listas de especies arbustivas y de matojos a proteger (¿quién en su sano juicio cree que alguien, hoy en día, va a ir al monte a cortar tantos espinos como para poner en peligro de extinción la especie? ¡Absurdo!)
Por otra parte, y derivado de lo antedicho, el monte se ha vuelto más vulnerable también por condiciones sociales. ¿Quiénes visitaban el monte antes a diario? Yo se lo digo: gente que vivía de él; personas para quienes el monte era su medio de vida; hombres y mujeres con conocimientos prácticos de la naturaleza. De forma que aunque no había prohibición de hacer fuego y cualquiera encendía su lumbre para asar su tocino o su sardina, o para calentarse las manos en invierno, difícilmente se producían incendios. Aquellas personas tenían conciencia y conocimiento sobre la montaña y sus peligros. El monte estaba animado por gente interesada en preservarlo.
¿Qué accesos tenían antes los montes? Yo se lo digo: senderos de mulas o trochas de pastores y leñadores. Nadie podía adentrarse en los montes a la pata la llana, si no era con esfuerzo y por necesidad. Por el contrario, ahora hay pistas que permiten recorrerlos en cualquier clase de vehículo. Ahora cualquiera puede acceder cómodamente a los montes, que salvo excursionistas ocasionales se hallan solitarios. De modo que los malapersonas lo tienen fácil, hay que reconocerlo: un tipo con una moto y un mechero puede producir varios focos en poco tiempo y largarse. Pues también hay que tener en cuenta que el vicio y la inclinación a hacer el mal, en general, ha aumentado con las “libertades” sociales y la creciente inmoralidad. Reconozcámoslo, es nuestra propia sociedad la que produce y propicia el que cada vez haya más fulanos con el corazón engangrenado que ejercen violencia contra las mujeres y más indeseables con la mente endemoniada que pegan fuego a los montes.
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