Bajo el Puente de Hierro había unas piedras en la orilla del río, donde las mujeres, arrodilladas como en acto de contrición, lavaban la ropa sucia de toda su familia. |
¡Un acierto, qué duda cabe, el proyecto municipal de recuperar el antiguo lavadero de la Fuente del Ojo, patrimonio del pueblo!
Les confieso que redacto con ganas este artículo, porque después de tantas veces que he lamentado en mis escritos la desidia humana que dio lugar a que se destruyera por completo aquel emblemático lugar de la historia reciente de nuestro pueblo, hoy les puedo anunciar desde aquí un atisbo de esperanza: Parece ser que quieren reconstruir lo que fue el Lavadero Público de Cieza. Cruzo los dedos y espero que no cometan barbaridades arquitectónicas y que se ciñan a reproducir aquel edificio tal como era, o casi. No será la misma Fuente de entonces, desde luego, pero incluso nosotros, los que fuimos, tampoco somos ya los mismos.
No sé si recordarán que a principios de abril de este año (Jueves Santo, para más señas) publiqué el artículo “¡Vamos a la Fuente!”, donde hacía una descripción del lugar y de aquella bonita costumbre, que el viento de los cambios se llevó, de acudir andando a la Fuente del Ojo los Viernes Santo por la tarde, cuando dejaban desbordarse el agua de las pilas (pues estaba el “Señor muerto” y no se podía lavar), mientras la gente de todas edades, alegre y espaciosa, improvisaba en los alrededores el bullicio pacífico de una romería civil.
Pero en éste les quiero hablar más bien de aquellas mujeres que tenían que salir de sus casas, al menos una vez a la semana, para ir a lavar a la orilla del río, a los entradores de las acequias, a las balsas, a las regueras de paso del agua y, principalmente las que vivían en el pueblo, a la Fuente del Ojo, situada en mitad de un fértil olivar, junto a los losados naturales que trepaban hacia los Casones.
pues cuando construyeron el Lavadero Público, en el último cuarto del siglo XIX, aún no había agua corriente en las casas: ésta, para beber, fregar los cacharros o asearse en un lebrillo, se tomaba de las diversas fuentes públicas (la del Chorrillo, la de las Morericas, la de la Cuesta de la Villa, etc.; la última que existió estaba en la calle Ello, detrás del Cine Galindo, ¿se acuerdan?), y aún antes, de personas que la repartían con cubas por la calle. De modo que las mujeres de entonces no tenían más remedio que echarse el lío a la cabeza (una sábana anudada por las cuatro puntas, con la ropa dentro) y colgarse el caldero del brazo, e irse a realizar la faena del lavote a donde fuera. Algunas, con gran dominio del equilibrio, eran capaces de caminar la ida y la vuelta con el barreño de cinc sobre la cabeza, asentado sobre un pequeño rodete de trapo.
pues cuando construyeron el Lavadero Público, en el último cuarto del siglo XIX, aún no había agua corriente en las casas: ésta, para beber, fregar los cacharros o asearse en un lebrillo, se tomaba de las diversas fuentes públicas (la del Chorrillo, la de las Morericas, la de la Cuesta de la Villa, etc.; la última que existió estaba en la calle Ello, detrás del Cine Galindo, ¿se acuerdan?), y aún antes, de personas que la repartían con cubas por la calle. De modo que las mujeres de entonces no tenían más remedio que echarse el lío a la cabeza (una sábana anudada por las cuatro puntas, con la ropa dentro) y colgarse el caldero del brazo, e irse a realizar la faena del lavote a donde fuera. Algunas, con gran dominio del equilibrio, eran capaces de caminar la ida y la vuelta con el barreño de cinc sobre la cabeza, asentado sobre un pequeño rodete de trapo.
Bajo el Puente de Hierro, que hasta principios de los cincuenta, lo era de hierro de verdad, había una zona de lavado: unas piedras grandes y pulidas en la orilla de la corriente, ante las cuales las mujeres se arrodillaban como en acto de contrición. En verano daba gusto el agua, y éstas se metían descalzas, arremangándose las piernas, mientras los chitos que las acompañaban se capuzaban en cueros vivos. Pero en invierno no sacaba espuma el jabón y las manos se tornaban rojas de frío, ateridas como zompos y llenas de sabañones.
En las acequias de la huerta, que hasta no hace muchos años eran cursos de agua a cielo abierto, había entradores o lugares descuajados en los quijeros donde las mujeres de las casas cercanas podían hacer la colada. Mas otras que vivían en lugares apartados del campo, para ir a lavar en cualquier época del año a una balsa, reguera o manantial, debían desplazarse andando largos trechos, cargadas con la ropa sucia de toda la familia como Cristo cargó con nuestros pecados.
En el lavadero público de La Fuente, que ahora quieren rescatar del olvido, sin embargo, con sus dos pilas corridas a lo largo y su pila transversal o “aclarador”, con el abundante caudal de agua que fluía del manantial del Ojo, tibio en invierno y fresco en verano, donde incluso algunas se podían bañar; con su luz eléctrica para poder lavar de noche las picadoras de esparto y otras trabajadoras del turno de día, y con su guarda que vigilaba el buen funcionamiento, las mujeres de Cieza acudían en toda estación del año para cumplir con la dura tarea que, por ser mujeres y ser pobres, tenían encomendada desde antes de nacer.
Allí la faena del lavado se desarrollaba en todas sus fases: primero “arremojaban” en aquella agua clara que fluía, y que después movía un molino y regaba cientos de tahúllas de oliveras, o era utilizada para llenar las balsas de cocer esparto. A continuación “enjabonaban” con una pastilla grande de jabón, que la mayoría de las veces era casero, fabricado con las heces de las almazaras. Seguidamente “restregaban” a puño y pulpejo hasta blandear los entresijos de las fibras, y “golpeaban” las prendas contra las losas de piedra. Después “echaban en polvos” en los calderos y barreños. Luego “apuraban”, y “metían en azulete” la ropa blanca. Finalmente “aclaraban” y escurrían “retorciendo” la ropa; y, limpia ya como los chorros del oro, la extendían sobre los “losaos” de piedra para que se secara, si era de día y lucía el sol.
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