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Plaza Pueblo Sharagüi, Cieza |
Bien, yo de lo que quería llamarles hoy la atención es del asunto, cada vez más enconado, de Cataluña, aunque no pienso entrar aquí en política, que es muy aburrida (los políticos generalmente son muy aburridos. Miren, un político, en general digo, actúa siempre bajo dos principios: llegar al poder y mantenerse en él; luego, bien es verdad que los hay inteligentes, responsables, trabajadores, leales, etc., y también los hay trepas, marrulleros, gandules, tontos, etc.; pero sean del color que sean y tengan las aptitudes que tengan, en su mayoría, repito, tienen fijado su horizonte en llegar al poder y, una vez llegado, en mantenerse en él, cosa bastante aburrida).
Vale, pues Cataluña es una comunidad histórica con una arraigada identidad propia. Mas Cataluña no es un país, no es un estado y no es una nación. Hoy por hoy no es nada de eso (mañana, Dios dirá), otra cosa son los adornos semánticos (podemos decir, por ejemplo, que Murcia es un reino, porque en realidad lo fue, y que “sólo Asturias es España y lo demás es tierra conquistada”, etc. Pero Cataluña, eso sí, desde hace siglos, posee una identidad política, lingüística y cultural propias, de las que los catalanes se sienten legítimamente orgullosos (ustedes y yo también nos sentimos orgullosos de ser murcianos, ¿o no?, aunque tengamos menos diferencias de identidad con los de Albacete, ¡qué le vamos a hacer...!).
Bien, pues hay que partir de que cualquier catalán merece ser respetado en su identidad y en su diferencia. Todos somos españoles (no sólo españoles futboleros, que invocan un patrioterismo circunstancial utilizando la bandera nacional en vano), y dentro de nuestra identidad nacional española común, cada región, cada comunidad autónoma y cada municipio de este país tienen legítimamente derecho a proclamar su trayectoria como pueblo y a que le sean reconocidas y respetadas sus diferencias.
De acuerdo, eso es la teoría; incluso, eso es el espíritu de la Constitución Española, en la cual se puede hacer válido el “...aquí cabemos todos o no cabe ni dios”, que dijera Víctor Manuel; pero, ¿y en la realidad? En la dura realidad están los políticos, dando caña siempre para arrimar el ascua a su sardina, si con ello logran que se cumpla una de sus dos máximas: llegar al poder o, si ya han llegado, mantenerse en él. Luego está el pueblo, la gente corriente como ustedes o como yo, que, conformándose con una democracia imperfecta de listas cerradas como mal menor, no anhela otra cosa que vivir lo mejor posible, trabajar, progresar, disfrutar, tener libertad, buena educación, buena sanidad, acceso a la cultura, seguridad, etc., y, por supuesto, sentirse respetado en su identidad, ya sea como catalán, como murciano, como gallego, etc.
Yo he viajado por Cataluña y jamás me he sentido discriminado, ni por razón de la lengua ni por otra circunstancia. Pero sí he visto el esfuerzo de los políticos para que esa “probable” discriminación entre catalanes y resto de españoles se materialice, como en el hecho de eliminar en las ciudades y carreteras cualquier rotulación en español, el crear un problema lingüístico (que no lo había) en la educación, en el comercio, en los cines, etc.; he visto el esfuerzo para poner las cosas de tal forma que exista un desentendimiento real, una ruptura social; para que cualquier español no catalán se llegue a sentir “extranjero” en esa parte de España.
Pero como ya digo que el pueblo llano, por lo general, no entra en esas cicaterías políticas, tengo una anécdota preciosa, que les voy a referir: Un día, en pleno Valle de Arán (Lérida), donde no se podía sintonizar una sola emisora de radio en castellano ni una cadena de televisión que no fuese en catalán (a pesar de que mayoritariamente se oía hablar en español en la calle y de que los araneses tienen reconocido un tercer idioma, que es la lengua de oc), escuché vocear lo siguiente en una esquina de Viella: “¡El afilaooor, señora...! ¡Haaa llegao el afilaor...! ¡Se afilan los guchillos, las estijeras, las hachas de cocina...!”
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