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Cuando regresaste del otro lado del sueño profundo, inmediatamente recompusiste la situación en la memoria y hallaste una especie de contento porque sentías de nuevo quien eras. Incluso, con la sensación momentánea de que todo había pasado, disfrutaste la leve alegría de haber ganado una batalla en favor de la vida.
Te habían puesto delante de la cara un tubito por el que salía aire enriquecido con oxígeno para espantar mejor las borias de la anestesia, al tiempo que intentaban comunicarte la primicia de que todo no había sido nada. Y tú recordaste entonces la preocupación de días atrás y la zozobra de tener que ocultar por obligación lo que te pasaba.
A decir verdad, ya estabas acostumbrado a las pruebas médicas; es más, estabas familiarizado con ellas: analíticas, radiografías, electros, ecografías, espirometrías, resonancias, endoscopias, escáneres… Aunque, eso sí, con absoluta discreción siempre: nada de palique en las salas de espera, que todo el mundo quiere enterarse de lo que tienes y de lo que no tienes. A ti, en cambio, te hacían pasar por otra puerta y, con todo el respeto y los honores del mundo, se cebaban en ti durante horas. No quedaba rincón de tu cuerpo, del derecho y del revés, que no trasteasen con sus dedos y sus aparatos del demonio los galenos. Luego, sonrisa amplia, apretón de manos y despedida, pues a pesar de que cumplías años, estabas como un rey.
Pero esta vez fue distinto. Esta vez, el director del equipo médico, te puso los papeles sobre la mesa. ¡Malo!, pensaste. Cuando uno tiene que sentarse delante del especialista y éste comienza a poner los papeles sobre la mesa, algo pasa. Tú esperaste una eternidad compuesta por una hilera de segundos hasta que el director, levantando la vista de los papeles, te comunicó que había aparecido algo. “Aquí se ve algo”, dijo, y señaló una manchita con la punta del portaminas. Después te explicó que la cosa tenía toda la pinta de no ser nada, y te aseguró que en cualquier órgano del cuerpo puede formarse un nódulo, y que un nódulo no es más que el producto de un conjunto de células que, habiendo sufrido un ligero cambio, comienzan a reproducirse y a copiarse a sí mismas, por lo que las otra células del órgano, las que son normales, las aíslan y las encierran con una membrana. Pero que eso no quiere decir que todo cambio sufrido por tales células sea de naturaleza maligna. Y entonces el hombre esbozó en su cara el dibujo de una sonrisa profesional, y seguidamente comenzó a explicarte la decisión inmediata de intervenir, sin más citas diferidas y sin listas de espera, como tiene que sufrir el resto de los mortales.
Luego fue el ingreso y la preparación y las explicaciones; y la introducción de vías intravenosas y la extracción previa de sangre, por si acaso; y la colocación de sueros de distinto tamaño y composición; y a continuación, el rodar de la cama por un pasillo largo hasta los ascensores, el traspasar puertas con el letrero de “prohibit passar”, tras las cuales se barruntaba cada vez más el filo de los bisturíes. Y entonces, el cambio de cama en una salita donde todo era ya de color verde: el verde de la sábana, bajo la cual te refugiabas, en cueros como tu madre te trajo al mundo; el verde de las batas de los cirujanos, y el verde acuoso y brillante de los ojos de una de las doctoras del equipo anestesista. Y el verde, por qué no, de la esperanza.
Entonces, en la antesala de la verdad, con una especie de gorro verde en la cabeza y las calzas de plástico en los pies, te dejaron a solas unos instantes. Era la última oportunidad para la reflexión. Y en ese momento fue cuando percibiste la nada que somos, ¿estás en lo que te digo? Tú, con el rol de los poderosos, de los elegidos por estirpe y nacimiento, de los designados para gobernar naciones, te sentiste allí tremendamente insignificante: un cuerpo desnudo y septuagenario bajo una sábana verde esterilizada. De modo que tú, un hombre como cualquier hombre en esos instantes, tuviste ganas de orinar. No importaban ya los toisones de oro, las medallas de Carlomagno o el mismísimo título de Rey de Jerusalén. No. Tú, sereno, con la serenidad que se puede tener ante las puertas de una operación cuyo resultado puede ser incierto, sólo pensaste que tenías ganas de aliviar la vejiga.
Después, tras otro cambio de camilla en el interior del quirófano, te hallaste rodeado del equipo que te iba a realizar la intervención. No podías ver sus caras, pues iban todos cubiertos con gorros y mascarillas, no obstante fue la doctora de los ojos verdes la que te anunció que ibas a traspasar la barrera del sueño sin darte cuenta. Y así ocurrió.
Luego fue la voz de la misma doctora, la primera que oíste, guiándote para salir de la niebla: “¡Majestad, Majestad…! ¡Despierte, Majestad!”
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Cieza y cielo |
Te habían puesto delante de la cara un tubito por el que salía aire enriquecido con oxígeno para espantar mejor las borias de la anestesia, al tiempo que intentaban comunicarte la primicia de que todo no había sido nada. Y tú recordaste entonces la preocupación de días atrás y la zozobra de tener que ocultar por obligación lo que te pasaba.
A decir verdad, ya estabas acostumbrado a las pruebas médicas; es más, estabas familiarizado con ellas: analíticas, radiografías, electros, ecografías, espirometrías, resonancias, endoscopias, escáneres… Aunque, eso sí, con absoluta discreción siempre: nada de palique en las salas de espera, que todo el mundo quiere enterarse de lo que tienes y de lo que no tienes. A ti, en cambio, te hacían pasar por otra puerta y, con todo el respeto y los honores del mundo, se cebaban en ti durante horas. No quedaba rincón de tu cuerpo, del derecho y del revés, que no trasteasen con sus dedos y sus aparatos del demonio los galenos. Luego, sonrisa amplia, apretón de manos y despedida, pues a pesar de que cumplías años, estabas como un rey.
Pero esta vez fue distinto. Esta vez, el director del equipo médico, te puso los papeles sobre la mesa. ¡Malo!, pensaste. Cuando uno tiene que sentarse delante del especialista y éste comienza a poner los papeles sobre la mesa, algo pasa. Tú esperaste una eternidad compuesta por una hilera de segundos hasta que el director, levantando la vista de los papeles, te comunicó que había aparecido algo. “Aquí se ve algo”, dijo, y señaló una manchita con la punta del portaminas. Después te explicó que la cosa tenía toda la pinta de no ser nada, y te aseguró que en cualquier órgano del cuerpo puede formarse un nódulo, y que un nódulo no es más que el producto de un conjunto de células que, habiendo sufrido un ligero cambio, comienzan a reproducirse y a copiarse a sí mismas, por lo que las otra células del órgano, las que son normales, las aíslan y las encierran con una membrana. Pero que eso no quiere decir que todo cambio sufrido por tales células sea de naturaleza maligna. Y entonces el hombre esbozó en su cara el dibujo de una sonrisa profesional, y seguidamente comenzó a explicarte la decisión inmediata de intervenir, sin más citas diferidas y sin listas de espera, como tiene que sufrir el resto de los mortales.
Luego fue el ingreso y la preparación y las explicaciones; y la introducción de vías intravenosas y la extracción previa de sangre, por si acaso; y la colocación de sueros de distinto tamaño y composición; y a continuación, el rodar de la cama por un pasillo largo hasta los ascensores, el traspasar puertas con el letrero de “prohibit passar”, tras las cuales se barruntaba cada vez más el filo de los bisturíes. Y entonces, el cambio de cama en una salita donde todo era ya de color verde: el verde de la sábana, bajo la cual te refugiabas, en cueros como tu madre te trajo al mundo; el verde de las batas de los cirujanos, y el verde acuoso y brillante de los ojos de una de las doctoras del equipo anestesista. Y el verde, por qué no, de la esperanza.
Entonces, en la antesala de la verdad, con una especie de gorro verde en la cabeza y las calzas de plástico en los pies, te dejaron a solas unos instantes. Era la última oportunidad para la reflexión. Y en ese momento fue cuando percibiste la nada que somos, ¿estás en lo que te digo? Tú, con el rol de los poderosos, de los elegidos por estirpe y nacimiento, de los designados para gobernar naciones, te sentiste allí tremendamente insignificante: un cuerpo desnudo y septuagenario bajo una sábana verde esterilizada. De modo que tú, un hombre como cualquier hombre en esos instantes, tuviste ganas de orinar. No importaban ya los toisones de oro, las medallas de Carlomagno o el mismísimo título de Rey de Jerusalén. No. Tú, sereno, con la serenidad que se puede tener ante las puertas de una operación cuyo resultado puede ser incierto, sólo pensaste que tenías ganas de aliviar la vejiga.
Después, tras otro cambio de camilla en el interior del quirófano, te hallaste rodeado del equipo que te iba a realizar la intervención. No podías ver sus caras, pues iban todos cubiertos con gorros y mascarillas, no obstante fue la doctora de los ojos verdes la que te anunció que ibas a traspasar la barrera del sueño sin darte cuenta. Y así ocurrió.
Luego fue la voz de la misma doctora, la primera que oíste, guiándote para salir de la niebla: “¡Majestad, Majestad…! ¡Despierte, Majestad!”
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