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Después de los romanos, todo ha sido decadencia.
¿Dónde nos quedamos en el artículo anterior? Ah, sí, en que José Bonaparte, alias «Pepe Botella» por su afición a pimplar tintorro, medio reinaba en media España con el medio apoyo de la mitad de la población española que no luchaba en la Guerra de la Independencia. Los españoles siempre hemos sido así: gozamos de una dicotomía de pensamiento endémica, por eso inventamos La Tarara (rescatada por Federico García Lorca en su librillo «Canciones»), donde unos decían que sí y otros decían que no. ¿Y mientras tanto, qué? Pues mientras tanto, y ya desde la invasión francesa en 1808, había media España organizada, resistiéndose ante los gabachos con las armas y con las instituciones (la «Fernandina»), y la otra media resignada al gobierno impuesto por monsieur Napoleón (la «Josefina»). ¿Y los Borbones? Los Borbones, tocándose los cordones: padre, hijo y madre, además de Godoy que cerraba el triángulo ¿amoroso?, tan ricamente en el país galo, bajo la «protección-tutela-arresto» del jodío Napoleón, esperando que escampara por aquí.
En España, las instituciones reacias al hermanísimo de Napoleón y los partidarios del monarca borbónico, habían creado una Regencia para gobernar el reino en nombre del Fernando VII y declarar formalmente la guerra contra el invasor franchute. Entonces fue cuando pensaron hacer una Constitución monárquica (ya llevaban cuatro años de lucha), para que la jurase el rey cuando volviera de su «medio exilio, medio cautiverio o medio retiro de aquí me las traigan todas» (¡a cuerpo de rey estaba el pájaro!) en su residencia de Valençay (Francia), un pedazo de chateau considerado «…uno de los lugares más bellos de la Tierra», al decir de la escritora George Sand, que aparte de llevar pantalones, cosa mal vista en la época (era una mujer), escribió un montonazo de novelas.
Bueno, las Cortes de Cádiz, en 1812 y siendo el día de San José aprobaron entonces lo siguiente: «El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación» (artículo 13º de la mentada Constitución, «La Pepa»). ¿Qué les parece? ¿Se puede promulgar algo más bonito?: El Gobierno ha de tener por cometido, por objeto, por empeño, por política, por tarea, el hacer feliz a la Nación española; ¡madre mía!, eso es para enmarcarlo con letras doradas y mandarlo a la Moncloa. Pero es que antes, en el artículo 1º, habían definido qué era la Nación (¿ustedes, hoy en día, tienen claro qué es nuestra Nación, ante tanto lenguaje nacionalista, separatista, secesionista, «antiespañolista» y trilero, de la política actual?), y escribieron: «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». ¡Buaf, qué impresionante!, España se extendía por ambos hemisferios de la esfera terrestre (no se ponía el sol en sus territorios) y todos los habitantes de esas tierras eran españoles, que todos juntos formaban una sola Nación (como ocurrió con el famoso «Edicto de Caracalla» en el año 212 de nuestra era, que otorgó la ciudadanía romana a todos los habitantes del imperio; desde luego, ¡qué gente más lista eran los romanos!). Pero, ¡hay!, ¿cómo era aquello que dijera el Cid Campeador en la Jura de Santa Gadea, «¡Dios qué buen vasallo si oviese buen señor!»? Pues eso, que los constitucionalistas de Cádiz, preocupados por la vuelta del rey Fernando VII, y este lamiéndole el ojete a Napoleón en Francia, más a gusto que el Tío de la pita.
En fin, se acabaría la Guerra de Independencia española, con ayuda de los ingleses (qué raro, ¿no?), y las tropas francesas, que ya supieron lo que era morder el polvo al principio, en la Batalla de Bailén, comenzarían a retirarse arramblando con todo lo que pillaban y destrozando lo que podían. Les aconsejo al respecto que lean el librico de mi amigo Paco Salmerón, historiador ciezano con bastantes libros en su haber: «La retirada francesa de Andalucía, violencia, expolio y robo de l’Armée du Midi en Espagne por los caminos de Andalucía y Murcia en 1812». De manera que volvería el Borbón (para sus incondicionales, «el Deseado»), racaneando para no jurar la Constitución. Y no la juró, el muy filius meretrici: la derogó por decreto y restableció la monarquía absoluta, ¡toma ya! ¡Seis años de absolutismo!: el conocido como «Sexenio absolutista» ¡Si no queréis caldo, tres tazas llenas!
En el tema de la coyunda, que todo hay que decirlo, el «rey Felón» tuvo hasta cuatro mujeres; de las tres primeras no logró descendencia, se morían las pobrecicas (con la segunda logró una niña, que falleció siendo bebé). Hasta que se casó por cuarta vez con su prima María Cristina de Borbón (gorda como un tonel, según los retratos de la época) y en tres años le hizo tres hijas (¡a todo correr, buscando el muchachico!), y entonces el que se murió fue él, el rey. Menos mal que ya había promulgado la Pragmática Sanción, en contra de la Ley Sálica, para que pudieran reinar las mujeres en el trono de España y evitar que reinase su hermano Carlos (los hermanos y los tíos Carlos siempre han estado a la que salta por enganchar el trono español, de ahí las guerras Carlistas, que fueron varias).
La reina Cristina de Borbón entonces tuvo que hacer de Regente de su primogénita Isabelica, que ascendió a ser reina de España, a la muerte de su padre, cuando aún no tenía tres añicos de edad la criatura: hablamos ya de Isabel II. (Como a la madre le había parecido poco parir tres zagalicas, se casó otra vez y tuvo siete hijos más, ¡hala!).