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Real sitio de Aranjuez, donde se organizó el Motín que hizo abdicar a Carlos IV en su hijo Fernando VII
En artículos anteriores, y hablando de los Borbones, habíamos dicho que Carlos III fue de lo mejorcico que pasó por el trono español, siempre sin perder de vista la época y el atraso en que se hallaba entonces la Nación; cada cosa en su contexto. También apuntamos la importancia histórica que tuvo el Conde de Floridablanca (José Moñino y Redondo, murcianico ilustre donde los haya), que ejerció de Secretario de Estado, tanto con Carlos III como con su hijo Carlos IV. Eran los tiempos de la Ilustración, del conocimiento, del poner la atención en la cultura, en las ciencias. El murciano le propuso al rey fundar ciertas instituciones científicas en Madrid y Carlos III dijo: «Vale Pepe, no se hable más» (el rey era campechano, como buen Borbón); entonces el monarca llamó a su arquitecto favorito, que no era otro que Juan de Villanueva, para que construyera un edificio chulo con destino a ser «Real Gabinete de Historia Natural». En los alrededores este mismo arquitecto ya había diseñado el «Real Jardín Botánico» y el «Real Observatorio Astronómico», ¡una preciosidad!; a ese conjunto se le denominó la «Colina de las Ciencias». ¿Y saben cuál fue el uso posterior y actual de este fabuloso edificio que mandó hacer Carlos III por iniciativa de nuestro paisano, el señor Pepe Moñino? Pues ahora después se lo digo.
Pero antes veamos qué pasó con Carlos IV y el traidor, desleal, bellaco, pérfido, indigno, conspirador y felón de su hijo Fernando. Pues pasó que tras el Motín de Aranjuez, orquestado por el príncipe y sus seguidores, el rey, viendo la cosa mal parada, dijo: «Toma nene, quédate con el trono de España y haz de tu capa un sayo», o sea, abdicó y se fue a Francia (¿les suena lo de poner un rey español tierra de por medio? Claro, mismamente lo que hizo Alfonso XIII cuando se proclamara la II República, que pasó por Cieza, a deshoras de la noche y «con el rabo entre las piernas», para embarcar en Cartagena rumbo a Marsella). Entonces —decíamos—, en 1808, entró a reinar Fernando VII, y lo primero que hizo fue quitarse de en medio a Manolo Godoy, que era el hombre de confianza de su padre Carlos IV y mucho más de su madre María Luisa de Parma (¡Goya era genial pintándoles el alma en las caras de los retratos que les hacía en palacio!); sin embargo la política de Estado estaba envenenada por el francés (me refiero al chulito de Napoleón Bonaparte) y el nuevo rey, tonto l’haba por demás, cayó en la celada: tuvo la torpeza de presentarse en Bayona con la esperanza de ser respaldado por el emperador franchute. Nada más lejos de la intención de Bonaparte, que ya había metido sus tropas en España con el pretexto de que iba de paso a dar leña a Portugal.
Ya en suelo francés el rey español, y acordándose los gabachos de la carcelada que le pegó Carlos V a Francisco I tras la Batalla de Pavía (eran otros tiempos y el primer Austria español los tenía bien puestos), engancharon a Fernando VII y lo metieron preso. Napoleón le dijo: «¡Anda tontucio, devuelve la corona a tu padre!», cosa que Fernandico, con las orejas gachas, hizo sin rechistar. Pero era una estratagema premeditada, pues Carlos IV estaba dispuesto y de acuerdo en renunciar allí mismo al trono en favor del emperador de Francia (¿se puede ser más cobarde y sinvergüenza?); y esto con la Guerra de la Independencia ya en marcha y la sangre de los «Fusilamientos de la Moncloa» sacralizada por Goya. Pero miren, mientras estas triquiñuelas, traiciones y cambalaches ocurrían en el alto nivel de la Corona y parte de los españoles ya luchaban a brazo partido con los soldados franceses, el entramado de la Administración del reino de España, de los virreinatos en América y del resto de territorios españoles de ultramar, seguía funcionando según el engranaje perfecto de las leyes; no hay más que echar un vistazo al más grande archivo de documentación que existe en el mundo: el «Archivo General de Indias», que está en Sevilla.
Bueno, pues al tontera de Fernando VII lo recluyeron en el Castillo de Valençay (Francia) durante los 6 años que duró aquí la Guerra de la Independencia, mientras que a Carlos IV, a su consorte María Luisa y a Godoy (no había dos sin tres; la propia reina, al parecer, pidió en Bayona que fusilaran a su hijo Fernando, no por usurparle la corona al marido, sino por lo que había hecho padecer a su amado Godoy), les dieron protección y «manutención» para que vivieran como reyes un exilio dorado, primero en el país galo y luego en Roma. ¿A cambio? A cambio del suculento trono español, que Napoleón cedió a su hermanico mayor José Bonaparte, un picapleitos que le gustaba empinar el codo más que a dios las misas, y que cuando probó el vino español, veinte veces mejor que el francés, se puso morado; de ahí que le apodaran «Pepe Botella». Mientras tanto y con media España en armas (la otra media se había resignado a aceptar a José I como rey), se creó un «Consejo de Regencia de España e Indias» y una «Junta Central Suprema», que asumió los poderes de gobierno y de dictar leyes, la cual llegó a presidir nuestro paisano Moñino, marqués de Floridablanca.