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Escorredor de una acequia, mediante el cual desaguar esta para efectuar trabajos en ella
El hombre se descalzó los pies y, remangadas las perneras del pantalón hasta por debajo de las rodillas, se metió en la reguera y comenzó a volver la «pará» con el legón. No hacía luna aquella noche, solo miríadas de estrellas y algunos luceros cuajaban la bóveda del firmamento; y la lengua del agua, avanzando en la tabla, apenas se veía bullir entre las verdolagas y los monetes del panizo. Era la costumbre entonces, el regar los maizales por la noche, con el sereno, para que las matas, aún tiernas y altas (aunque «escopadas» con la corbilla), pero cargadas ya de mazorcas, no las tumbara el empuje del solano del medio día o el levante de la tarde. Mas de aquello hace bastantes años, cuando el tiempo, bien recordaremos, como un reloj, cambiaba el último día de la Feria y empezaba a hacer fresco por las noches, obligando a echarse por encima la sabanica para dormir.
Hemos pasado ya el equinoccio de otoño hace un chorro de días y nos sigue machacando la calor sin tregua. La Tierra, en su rodar en torno al Sol, pasa cada año natural por cuatro puntos ciertos, astronómicamente exactos: los dos solsticios y los dos equinoccios, los cuales determinan el cambio real de cada una de las cuatro estaciones. Otras fechas, como Nochevieja o el Año Nuevo, son convencionales, puestas ahí por los hombres; en nuestro caso, por los matemáticos jesuitas que diseñaron el calendario gregoriano (mandado hacer por el papa Gregorio XIII), el más perfecto que existe. Aunque en realidad, lo suyo sería que el año natural empezara y acabara en uno de los cuatro puntos mencionados, da igual cual fuere. De hecho los republicanos de la revolución francesa diseñaron una nueva medición del tiempo, y el año suyo empezaba el 22 de setiembre, y así estuvieron hasta que llegó Napoleón y se proclamó emperador de Francia, que mandó volver a dejar el tiempo como estaba (para reconciliarse con la Iglesia también, pues París «bien valía una misa», como dijera el otro).
El hombre, se fue hasta el ribazo, pues se había abierto un ratonero en la «atochá» y se oía roncar el agua (esto era por la acción de los topos, unos roedores pequeñitos a los que no les gusta la luz y minan el bancal por debajo). Atacó el orificio a tientas, con un palo, y luego se sentó en el lindero, junto al lugar donde había dejado las esparteñas. Oía el agua bajar por la reguera, un canalillo de tierra poblado de lastón en sus orillas, entre el cual proliferaban los caracoles «zampencos». Había echado una «pará» de agua sacando el tapón de la acequia. Entonces los tapones eran de palo: un pequeño tronco atado con una cadena o una soga, que se ajustaba al agujero arrimando alrededor un poco de cieno. Era la Acequia de los Charcos, bajo cuyo quijero el hombre cultivaba una pieza de la señorita (en aquel tiempo aún había señoritos y medieros).
Los equinoccios, como el de otoño, que fue utilizado por los «cortacuellos» franchutes como inicio de su año republicano, cuyo mes primero le llamaron «vendimiario» (¡hay que fastidiarse!), son las fechas en que el sol cae a plomo sobre la línea equinoccial, que no es otra que el ecuador terrestre; por tanto, en esos dos días (el 22 de marzo y el 22 de setiembre, en nuestro calendario católico Gregoriano) tienen la misma duración el día y la noche en ambos hemisferios de la Tierra; fíjense si son importantes esos dos puntos por los que pasa el balón de nuestro planeta, rodando sin parar por los carriles invisibles de su órbita. (¡Si es que el Universo es perfecto, más que un reloj suizo!). A propósito, los revolucionarios de la «liberté» parisina, no se quedaron solo en el diseño de los años, que los hicieron de 12 meses de 30 días cada uno, y los 5 o 6 días restantes los ponían al final como «días sueltos», sino que además mandaron que el día fuese de 10 horas y las horas de 100 minutos, etc. (aún hay por ahí en los museos relojes fabricados para tal uso).
El hombre era joven entonces. Había cavado él solo las dos tahúllas para sembrar panizo. La señorita se mostraba complacida, pues su tierra había pasado de estar yerma a encontrarse perfectamente cultivada. Luego, a la cosecha, en otoño avanzado, casi llegando al solsticio de invierno, recibiría la mitad del maíz en panochas; ese era el trato: los amos poseían la tierra y los medieros la trabajaban por el sistema de aparcería. Ese fue el trato hasta que se despertara la codicia de los señoritos, que entonces cambiarían las cosas a peor para los pobres: la señorita mandaría plantar árboles frutales en la pieza, los cuales el hombre cavaría y cuidaría, pero cuyos frutos serían íntegros para la dueña; solo sobre los cultivos de suelo los medieros podrían seguir tomando el 50% de los esquilmos. Eran tiempos malos todavía.
Ya no hay otoño, dicen; pasamos del largo y abrasador verano al crudo invierno; el equinoccio es tan solo una mención en los noticieros de la radio, cuando anuncian el día, la hora, el minuto y el segundo, en que el planeta cruza, veloz como una exhalación, el punto donde el Sol pasa sobre el ecuador. Todo está cambiando en lo relativo al clima y los panizos, si es que aún hay hortelanos que los siembran y los cosechan de forma parecida a la tradicional, es posible que no granen y maduren en las fechas que lo hacían antes, cuando el otoño definía su frontera con el verano y los cultivos de temporada tenían sus días marcados para desarrollarse, dar el fruto y acabar.