INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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8/10/23

El hombre y el niño

 .

Paisaje agreste de la Sierra del Oro, donde se puede ver la Casa del Madroñal y, más a la derecha, entre la pinada, la caseta del guardalíneas.

Esas cosas se saben; no sé cómo, pero algo te lo dice (mi madre solía tener a veces intuiciones fuertes y entonces daba por seguro el acontecimiento de algo sin que hubiera ocurrido todavía, o al menos sin que ella tuviera noticia de que estaba ocurriendo en ese instante; era una especie de saber misterioso el suyo, como el de la «tía Pichicha», que decía la gente). De modo que yo fui consciente de que aquella era la última vez que le daba de comer por mano. Luego ya, unos días más a la espera cierta, en los que todo fue más o menos caótico, cuesta abajo, rápido, hasta el final del final.

Aquella noche el hombre tuvo una rara idea, un capricho, una veleidad si cabe; pensó vivir él una emoción nueva con el niño. Pues el niño estaba entonces descubriendo el mundo y el padre se complacía en enseñárselo (el antiguo Dios del Génesis también se complugo mostrándole a Adán todos animalicos que había hecho de alfarería fina para que Adán no se sintiera solo en el Paraíso; entonces este, según reza la Biblia, les puso nombre a todos, y así es como se llaman: león, paloma, cordero, pájaro, serpiente...).

Le había preparado un platico de arroz como a él le gustaba; después se lo di, cucharadica a cucharadica, medio incorporado en la cama. Él lo tomaba voluntario, como otras veces en las que había tenido baches importantes de salud y yo le había dado el alimento por mano; esta vez aún le faltaba un poco para su hora y obedecía el dictado de la vida. Un rato antes se lo había cocinado con el punto que a él le gustaba, y, mientras se lo iba dando, yo le hablaba como si estuviera convencido de que todo era pasajero y que tornaría una vez más la recuperación. Pero en realidad, ya postrado en su cama, había empezado para él el principio del fin a pasos largos y todos lo sabíamos con desoladora certeza.

«¡Qué ocurrencia tienes!», dijo la madre, que era lo mismo que mostrar su desacuerdo con la idea de llevarse al niño de noche por aquellos andurriales del monte. Pero ella era mujer hecha para la sumisión al hombre y quedó en la casa con la rumia de su preocupación. Cuando el niño creció, el hombre hacía que lo acompañase en muchos momentos; entonces, ante otras personas, declaraba como explicación evidente: «…mi “tocayo”, o mi “secretario”», pero eso sería cuando ya anduviera el muchacho pisando la adolescencia. Sin embargo, aquella noche no tendría más de tres o cuatro añicos, cuando a él se le «ecapuruchó» el llevarse a la criatura para que aprendiera a diferenciar un graandioso cielo estrellado de unos pobres fuegos de artificio.

Ya no le haría más de comer, ni le cortaría la carne a trocitos o le desmenuzaría el pescado en su plato, librándole de las espinas; ya no le pincharía más la ensalada con el tenedor, ni le llenaría la cuchara, ni le pondría la servilleta, ni le sostendría el vaso del agua para que bebiera. Todo eso lo intuí aquel día, aunque él casi apuró el platico del arroz y mostraba ánimos para avanzar un poco más, un trecho incierto, soportando el peso enorme del largo camino: pesan los años, pesa la desilusión, pesa la desesperanza, pesa la decrepitud del cuerpo, pesa la vecindad de la hora en que habrá de agotarse la vida. Una vez, recordé en esos momentos, él me llevó en la bicicleta, sobre un asientito que colocaba atornillado al cuadro de esta, entre sus brazos; me cruzó el río a cuestas por un vado en que se veían las piedras, me vigiló para que no me pasara nada mientras cavaba la tierra de una señorita y, a la sombra de un albaricoquero, me dio de comer sopitas de pan untadas en un huevo frito: las mojaba en la yema amarilla y me las introducía en la boca como se le da su pitanza a un pajarico (creo que no tengo otro recuerdo más primigenio).

Ella luego diría «¡lo sabía, lo sabía!», pues su intuición era ciencia. El hombre había caminado entre altos pinos fantasmales y por sendas flanqueadas de coscoja y lentisco, hasta llegar al límite del término (unos mojones de piedra basta indicaban el final de un municipio y el comienzo de otro). Buscó un puntalillo desde el cual se oteaban, allá a lo lejos, las luces del otro pueblo y esperaron largo rato, padre e hijo, sentados sobre las atochas. Arriba, la Vía Láctea partía en dos la bóveda celeste con sus miríadas de trillones de soles. Nuestro Sol, una estrella corriente, ni joven ni vieja, se halla en un brazo abierto de la espiral galáctica, en las afueras, en el arrabal del gran remolino sidéreo, y, desde nuestra perspectiva diminuta, de seres insignificantes, de motitas de polvo cósmico, vemos el «canto» de nuestra galaxia como si fuera un reguero de leche derramada en el cielo sin Luna de la noche.

La cuesta abajo final tuvo fondo por fin, cuando la hija diría: «ya hemos descansado todos». Él, en los pocos días que siguieron, se dejó vencer por el precipicio y renunció al alimento sólido, luego al semilíquido, y luego a cualquier cosa que acercáramos a sus labios; se pasaba las horas con los ojos cerrados, desentendiéndose del simple latir, del cansado latir, del leve latir de la llama de una velica apagándose. Lo afeité doce horas antes y supo que lo estaba haciendo yo; esas cosas se saben; supe que él lo sabía, y supe que era la última vez que lo afeitaba. Más tarde emitió una queja, sólo una, y conocí que no fue como las otras quejas (no sé por qué, pero lo supe), esta era por la consciencia nebulosa de que todo había llegado a ser nada. Luego, dando las seis de la mañana en los relojes, dejó de respirar. Le limpiamos las lágrimas de sus ojos para cerrárselos, pues supo con enorme pena que abandonaba el mundo (faltaban 90 días para que cumpliese un siglo, el 11 de octubre de 2023).

En el otro pueblo era San Cosme y San Damián, y, allá a lo lejos comenzaron los fuegos artificiales: primero subían los cohetes como diminutas antorchas, que terminaban en el punto cero de su aceleración vertical; después, a los bastantes segundos, se oían las explosiones, amortiguadas por la lejanía, pero aumentadas, sin embargo, por el silencio de la noche y la paz del monte. Al regreso a casa, dormido el niño, rendido por el cansancio, se escabullía por la espalda del hombre cuando lo llevaba a cuestas; pero él lo sujetaba con mimo, como si fuera un haz de margaritas que se amustian. Él conocía bien los senderos y las trochas, conocía cada pino, cada peña, cada sabina, cada quebrada. Bajando una pendiente pedregosa, el hombre resbaló con sus esparteñas y cayó hacia atrás. El niño recuerda, en uno de los recuerdos de su memoria profunda, que la madre lloraba, por atajarle la sangre de su cabecita a la luz del candil y por lo que pudiera haber pasado. «¡Qué ocurrencia has tenío!», decía la pobre. 
©Joaquín Gómez Carrillo   

 

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Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"