INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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1/7/23

El pan nuestro

 .

Cuando cambiaron los tiempos ya nada sería igual a lo que fue

Por aquel tiempo las mujeres del campo todavía amasaban el pan y lo cocían en el horno. Era una faena que se realizaba una vez por semana, tratándose de una tarea exigente, agotadora y un tanto engorrosa; quizá por eso se decía «el amasijo»: «¡hoy estoy de amasijo!». Máxime en pleno verano, con las calores; y todo recaía siempre en la mujer, que además no podía dejar de afrontar el resto de quehaceres domésticos, como cuidado del averío y el orden de la casa.

Un día —recordamos— llegaron los tres muchachos, procedentes del otro lado de la montaña. Venían de un paraje solitario, alejado de núcleos urbanos y caseríos rurales, por lo que su mundo social era muy reducido. Las familias entonces, en aquellos entornos separados y carentes de las comunicaciones que hoy en día tenemos por habituales, tendían al autoabastecimiento: comían de lo que criaban, de lo que cultivaban, de lo que obtenían de la tierra o de los animales. El padre de los muchachos, Román, había vivido allí siempre y pensaba lo mismo que pensó su padre y este, que su abuelo. La vida no cambiaba de una generación a otra; o si lo hacía, no afectaba a lo esencial, a lo tradicional. Se araban los barbechos y se sembraba el trigo por Todos los Santos; se segaba por San Juan y se trillaba por Santiago; se llevaba luego el grano al molino y con la harina se amasaba el pan.

Los chicos —nos dimos cuenta la primera mañana que fueron a la escuela— habían sacado el ceño de la madre, la Cirila; eran de gesto serio, pero mirada limpia; de actitud callada y con el signo de la honradez grabado en la frente. Román, el padre, había buscado, en uno de los barrios pobres del pueblo, una casa grande, antigua, algo destartalada y vieja, pero que tuviese puerta de carruajes y cuadrica, pues en modo alguno deseaba desprenderse de su mula y del carro, que estaba nuevo —argumentaba él—, fabricado por los aperadores unos años antes, con los adrales pintados de amarillo y de color ocre los radios de las ruedas, con sus varales bien herrados, sus bolsas de robusto tablero colgante con cadenas, sus dos gobenes y sus cuatro mozos; y bien alpargatados los batanes del torno y engrasados los cubos del eje.

La Cirila, en la casa del otro lado de la montaña, amasaba unos panes grandes como ruedas de molino y, antes de meterlos al horno, les hacía mediante su navaja un cuadrado, inscrito en el círculo, y una pequeña cruz griega en el centro. Entonces, todo lo relativo al pan, se realizaba con unción: se persignaba uno antes de partirlo, se besaba este si, por descuido, caía un trozo al suelo; y hasta los mendigos que iban de puerta en puerta lo pedían «por Dios», de ahí que se les llamase «pordioseros». La Cirila y Román, una noche, ante el rescoldo de la lumbre, aceptaron que la vida iba a cambiar y decidieron marchar al pueblo. No pasarían necesidad, pensaron; él echaría peonadas en los riegos nuevos: escardando los huertos o cavando lobadas, pues eran los años de la agricultura emergente, cuando a esta incluso se le  empezó a dar un carácter innovador, competitivo; y cuando los nuevos empresarios agrícolas hasta creyeron que podían sacrificar el bien común en favor de su interés propio: contaminaban el aire de respirar quemando cientos de neumáticos en sus fincas para espantar la helada, o despejaban las nubes del cielo a cañonazos para evitar la lluvia sobre sus árboles. Ella, la Cirila, por su parte, haría lía; «al menos pa’l pan», dijo la pobre.

El pan, una vez instalados en su nueva morada urbana, la madre empezó a tomarlo de un repartidor que pasaba siempre a media mañana por la calle de arriba, tocando el claxon de su furgonetica para que las mujeres salieran con sus bolsas de cañamazo bordadas a punto de cruz. «Ahora comeremos pan del pueblo», decidió la mujer cuando acabaron con los panes que habían traído del campo en el traslado. Era un alivio para ella, pues allá, al otro lado de la montaña, el amasijo comportaba una actividad extra, sumada a todas las demás tareas, que no eran pocas para cualquier mujer del campo. Recordó: la noche antes preparaba la creciente con una porción de masa que guardaba en harina del último amasijo. La deshacía con sus manos en agua caliente y formaba una pequeña «masa madre», con cuatro puñados de harina, en un lebrillo de barro, lañado por el lañador.

A los hijos, la madre los apuntó a una escuela privada; le habían dicho que era lo mejor, que allí desasnaban de lo lindo a los muchachos, y estos venían con atraso. Ya se sabía lo que pasaba en los campos alejados, que la cosa de la escolarización, los padres la iban postergando; se les hacía cuesta arriba abandonar el lugar en beneficio de las criaturas, que andaban enganchadas a la rueda del trabajo desde que tenían uso de razón. No habían conocido otro hábitat que aquél, donde nacieron abuelos y bisabuelos, donde salía el sol todas las mañanas y se ponía todas las tardes. Pero aquellos eran otros tiempos más pretéritos, y más precarios, aunque las generaciones antiguas no echaban de menos nada. Los cambios y las necesidades se presentarían a lo largo de los sesenta.

Cuando los tres muchachos vieron en la mesa el nuevo pan que la Cirila había comprado al repartidor de la furgoneta, decidieron no comerlo; estaban acostumbrados al que ella amasa en el campo y dijeron no. La mujer recordó: allí cernía la harina con el cedazo, vertía la creciente y una gran olla de agua tibia a la artesa y hacía la masa; luego esperaba que esta, bajo la masera y el tendido, se hinchara con la curvatura de un vientre de mujer encinta. Entonces heñía los panes con sus manos, y, cuando «hacían ojos» en la tabla, los metía, uno a uno, con la pala en el horno, que ya había caldeado a base de espinos y chaparras. ¡Una fiesta, recordaban ellos, el comer aquel día el pan oloroso, tierno, recién cocido, fruto de la tierra y del trabajo de la mujer y el hombre!

A la noche también se echaron para atrás: querían comer «su pan», decían los muchachos. «¡Queremos el pan nuestro!», sin dar su brazo a torcer. Sentarse a la mesa era vivir un duelo. De modo que al tercer día, la Cirila, llorando y sin haber pegado ojo en toda la noche, dijo: «¡Román, engánchame la mula al carro, que me voy al campo a por la artesa, el ceazo, la cernera y la tabla del pan». Luego, arremangados los brazos, amasaría sus panes y los llevaría al horno más cercano para que se los cocieran. Y ya, cuando la madre tomó un pan, todavía caliente, se santiguó, lo partió y lo dio a comer a sus hijos, volvió la alegría de vivir a la mesa y a la casa.
©Joaquín Gómez Carrillo

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Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"