INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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29/7/23

Ecología, agua y acequias

 .

Desembocadura en el río Segura del escorredor de la acequia Andelma, en la zona de la Chinica del Argaz; se nota que todavía queda un buen tramo de dicha acequia a cielo abierto. Pero se nota mucho más el que la gente incívica e irrespetuosa con los cursos de agua no tiene reparo alguno en arrojar inmundicias y plásticos a la acequia. Esta fotografía es de hace una semana, pero llevo años pasando por allí y siempre compruebo el triste espectáculo. Ese basurero flotante, procedente del escorredor de la mentada acequia, con las crecidas, el río se lo va llevando hasta el Azud de Blanca, o, en el peor de los casos, hasta Guardamar del Segura. Más es renovable esta basuraleza; el río la arrastra de vez en cuando y la acequia la aporta continuamente.

Mi abuelo Joaquín llenaba la cántara chata en la orilla del río para beber cuando estaba cavando los mandarinos clementinos del huerto de su señorita en el Fatego. «¡Agua corriente no daña diente!», se decía de antiguo. Pero entonces había una ecología práctica, natural, y todas las personas entendían las reglas para aprovecharse y servirse de la naturaleza y, en consecuencia, para cuidar de ella. Nadie se tenía que parar a pensar y estudiar cómo hacer frente a los recursos naturales; el cuidado del agua, en particular, se aprendía desde pequeñico viendo a los mayores, lo  mismo que se aprende a hablar oyendo a otros. Ahora muchas cosas han cambiado, y la falta de respeto en general ha cundido también en lo particular del respeto al agua. Todo era muy sencillo: el campo estaba habitado por familias campesinas, que en relación a los cursos de agua lo tenían muy claro: en las acequias de arriba («Don Gonzalo» y «El Horno», por las márgenes izquierda y derecha del río, respectivamente) estaban los «entraores» para el lavote y el fregote, o abrevar a los animales, y las acequias de abajo («La Andelma» y «Los Charcos», por las mismas mentadas riberas, respectivamente) se preservaban, limpias y pobladas de peces, para tomar el agua para de beber.

Mi abuelo, que para no sudar su gorra negra se cubría la crisma con un pañuelo blanco cuando cavaba de rodillas bajo las ramas de los naranjos, tomaba una sendica de pescadores que había por medio del cañar y bajaba hasta la orilla del río con su cántara chata, a la que le había hecho un tapón de recincho de esparto y le tapaba el pitorro con un palico. El agua del río bajaba tan limpia y tan ecológicamente de calidad, que se podía beber a placer. El agua del río era una buena, así como lo era el agua de las «acequias de abajo». Mi padre, en Perdiguera, cuando trabajábamos la taullica que había adquirido bajo la Casa de la Campana, me decía algunas veces: «Nene, coge la cántara y ve a la acequia d’abajo y tráete agua;  pero ten cuidaico cuando t’abuces pa llenarla, no vaya a ser que te caigas». Así que, yo niño, tomaba mis precauciones y ponía los pies sobre los paramentos de piedra de la brenca donde colocaban la rafa para regar una pieza de ciruelos que estaba más alta que la acequia.

Entonces en los campos y en la huerta tradicional de ambas riberas del río no existía gente urbana o urbanita, solo vivían familias campesinas y hortelanas que conocían bien la tradición; y la tradición era norma, que se trasmitía de generación en generación; la tradición era respeto. Pero ya todo ha cambiado; ahora los campos están poblados de personas urbanas que han olvidado la tradición y han llevado consigo modos urbanos de vivir. Miren cómo está el pueblo, pues igual se ha trasladado al campo. Cada lugar donde hay contenedores para depositar basuras, es un punto negro de suciedad, un atentado al paisaje y al medio ambiente, un triste espectáculo de residuos de toda clase esturreados. Ya ven la suciedad que gozamos en el pueblo (aquí, frente a mi ventana, tengo los contendores de la Avenida Federico García Lorca, que no hay dios que limpie el entorno de alrededor de ellos desde hace yo no sé los años), pues la misma y multiplicada en los contenedores de los campos.

Mi abuelo también tomaba sus precauciones: cuando descendía por la trocha de pescadores, agarrándose a las cepas de las cañas, llevaba la cántara atada con una soguica de esparto; de esa manera él la dejaba caer hábilmente en un remansillo, donde algunos solían echar volantines para pescar barbos, y la sacaba rebosante de agua limpia y clara. Luego la ponía a la sombra del limonero grande, donde ésta, por el «efecto botijo», «resudaba» a través de los poros del barro y refrescaba el agua. Ahora eso no es posible; hay que tener cuidado con el agua que se bebe, que la gente no cuida la orilla del río y le puede dar a uno una cagueta.

¿Por qué han tenido que canalizar de obra o entubar las acequias, con lo hermosas que estaban al aire libre con sus quijeros de barro?, es la pregunta y la lamentación de muchas personas… Pues uno de los motivos, aparte de un pretendido mejor aprovechamiento del precioso recurso del agua, es el de evitar suciedad en el curso de las mismas. ¿Cómo que evitar suciedad? Sí porque había quienes se ponían a llenar sus cubas de fumigación en la misma orilla y, sin querer, iba a parar dentro algo de pesticida; y, como por todas partes hay plásticos y envases de plástico, muchos iban a caer al curso del agua (envases de dios sabe qué productos contaminantes o tóxicos). Antes esas cosas se evitaban por simple cultura ecológica, aunque nadie había oído mentar la palabra «ecología».

Miren, existen unas ordenanzas municipales de 1905, que en el Capítulo XII, de las “Aguas públicas, abrevaderos y aguadores”, trata sobre el tema principal del agua. Habla de las fuentes públicas y de los aguadores que la repartían por la calle con cubas de madera. Y dice una cosa curiosa: “En las aguas públicas con carácter de potables para el vecindario, se prohíbe que se bañen personas, caballerías, perros u otros animales, y sólo lo podrán verificar anualmente en la época que el Alcalde lo conceda”.

En relación con las acequias, verdaderas arterias que proporcionaban  vida a las huertas, las casas y los caseríos de los agricultores se situaban a una cota superior a las dos «acequias de arriba».  Luego, bajo los quijeros estaba la huerta, los pollos, los sotos, con sus regueras de tierra, húmedas siempre, pobladas de lastón o cañota y llenas de caracoles «zampencos». Las casas eran verdaderas plantas de reciclaje, ¡ojo!: entraban productos agrícolas y salían productos animales o estiércol para la tierra. Bien es verdad que no existían los plásticos, que son una maldición para el Planeta.

En la antigüedad, según los sabios, hubo una «edad del cobre», una «edad del bronce» y una «edad del hierro»; para nuestro mal, estamos viviendo la «edad del plástico» y no sabemos en qué parará, pues los ecologistas de corazón nos advierten que los océanos empiezan en la orilla de los ríos; yo añado que también empiezan en las orillas de las acequias. Por dios, cuiden los cursos de agua a cielo abierto; no demos la justificación, o se vean en la obligación, para decidir entubarlos todos y hacerlos desaparecer de la vista. ¡Cuidemos las orillas del río!, y no dejemos plásticos por ninguna parte, pues al final van al río y, con éste, al mar.

Mi abuelo, que tenía su huerto del Fatego tan cuidado como un pequeño edén, cuando se marchaba al medio día con su capaza de palmito a la espalda, llevando un puñado de alfalfa para los conejos, alzaba la cántara chata en la barraca de cañas, conteniendo la esencia de la vida: el agüica fresca del río.

©Joaquín Gómez Carrillo 

 

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"