.
Año 2015, Guillermo del Madroñal, un nonagenario privilegiado que ha apurado su siglo con buena calidad de vida, en su casa y con los suyos. (Fotografía de Mª José Martínez Cano)
El otoño antes —recuerdo—, con las lluvias caídas por el mes de «Todos los Santos», Guillermo siembra trigo raspinegro en la Cañada de las Higueras Negras, que es de tierra molla y cuyo barbecho ha arado con sus mulas, dándole las tres rejas de tradición. Luego, pasadas las heladas inmisericordes de aquel invierno de 1966, empiezan a verdeguear en los bancales los surcos de los sembrados, y el trigo, salpicado ya de rojo por los ababoles, comienza a crecer hasta encanutar las espigas en primavera.
Guillermo había nacido en el lejano año de 1923 y se había criado en la Casa del Madroñal, donde vivieron sus bisabuelos abaraneros Isabel y Joaquín, sus abuelos Antonia «la Roja» y Joaquín Guillermo, y donde se establecieron tras la boda, para continuar la dinastía familiar, sus padres Josefa Lucía y Joaquín. Su padrino de bautismo fue Joaquín Salmerón (hermanastro de su madre, pero con un vínculo afectivo entre ambos más fuerte que la sangre), quien lo inscribió en el registro civil poniéndole como él; a pesar de ello en su casa siempre le dijeron «Guillermico», y por Guillermo se quedó para todo el mundo, hasta que llegara el momento de entrar en quintas y se enterase de su nombre real en los papeles: Joaquín.
En el mes de San Juan (1967), el trigo, cabeceando las oscuras espigas, comienza a tomar el color de la mies a punto de segar, mientras que los «pájaros breveros», que cantan al amanecer con sus trinos silbantes, vuelan de una a otra higuera buscando picar las brevas más gordas, rajaditas de maduras. Por entonces su cuarto hijo es aún bebé y Guillermo lo lleva acuestas hasta el bancal y lo sienta en el suelo sobre una mantica, bajo la sombra densa de una higuera, mientras él, hoz en mano, va segando el trigo con la única ayuda del mayorcico, que ya tiene 12 años y que le ha acompañado y le acompañará siempre en los trabajos y en la vida.
A Guillermo del Madroñal, su padre, y a la luz misérrima del candil, le enseñó a leer en un viejo «camarada» y a garabatear las letras en un papel de estraza. Pues tras la dictadura de Primo de Rivera, vino la II República; y al poco, la Guerra Civil; además de una posguerra larga y hambrienta, de pan racionado hasta 1952. Por lo que Guillermo nunca asistió a una escuela, ya que desde niño y adolescente tuvo que trabajar duro para espantar el cerco del hambre de su casa. Luego hubo de cumplir su servicio militar en artillería de montaña, y fue destinado a la zona de los Pirineos, donde abundaba «el maquis» y a cuyo otro lado estaba la Francia ocupada.
Con sus hoces trigueras, madrugando con el Lucero del Alba y con mucho tesón, padre e hijo, ponen fin a la siega del trigo raspinegro de la Cañada de las Higueras Negras. La mies, día a día, es atada en haces y estos apilados en «cargas». Después, si duro es segar, duro es cargar y transportar con el carro los haces de trigo hasta la era, donde son hacinados hasta el momento de la trilla. Además, en todo instante, Guillermo y su hijo mayorcico, no dejan de cuidar al bebé de año y medio. Pues aquel de 1967 es un verano fatídico en que la madre, la Paca del Madroñal, se halla en el pueblo, en casa de los abuelos, cuidando de las otras dos hijas enfermas.
A primeros de los cincuenta, Guillermo y la Paca habían ahorrado unas peseticas, compraron una alcoba a «Cayetano el de los Muebles» y se pudieron casar (la mesa y las sillas se las encargó a un carpintero fino, llevándole un tronco de albaricoquero; y los asientos de estas los tejería él mismo con guitilla de esparto picado que hacía por las noches). Fueron entonces tiempos de luna de miel y trabajo, y de «veraneos» en una barraca de cañas bajo el quijero de la acequia de Los Charcos, y del nacimiento de su primer retoño. Sin embargo, convencido de que debía continuar la estirpe de medieros del Madroñal, Guillermo y su joven esposa, se trasladaron allí en 1957 para seguir amarrados a la rueda del trabajo.
El día de Santiago del año 1967, con un sol de rejones puntiagudos, Guillermo y su hijo mayorcico se disponen a esparcir la parva en la era. (El bebé está a la sombra del pino grande, vigilado de cerca para que no toque las espigas, pues estas son traicioneras, ya que sus raspas se clavan en una sola dirección y no retroceden). A las doce, con el Sol en su cénit, enganchan los trillos a las mulas, primero el de rodillos con cuchillas, para romper las cañas, luego el de pedernales para deshacer las espigas. Padre e hijo solos, mano a mano, vuelta a vuelta, realizan una de las faenas más penosas del campo: la trilla de la mies en la era.
El Madroñal era desde antiguo una finca vergel, donde Guillermo trabajó con denuedo, lo mismo que sus ascendientes, cavando de rodillas los limonares. Además se imponía la costumbre: los hijos eran enganchados a la rueda del trabajo conforme servían para algo. Sin embargo los tiempos estaban cambiando, y, a principios de los setenta, la paca y sus hijos migraron al pueblo, donde no sin esfuerzo y mucho trabajar irían saliendo a una orilla de la vida. Guillermo, no obstante, continuó fiel al terruño y, en sus horas de silencio interior, allí en la casa del Madroñal, comenzó a descubrir el sentido noble de la escritura. De narrador oral, que siempre había sido, paso a ser autor de numerosos artículos y algunos libros (su hijo mayorcico, como siempre, le echaba una mano también en esto).
El 25 de julio en la memoria, ¡ay!, bajo un sol de hierro fundido, Guillermo y su hijo están aventando la parva en la era con el solano: a un lado vauela la paja, al otro cae el trigo. Después, traspalear, abalear y cribar; medir con la media fanega, llenar los sacos y subirlos a cuestas al granero por unas empinadas escaleras. Guillermo es joven aún, y los adolescentes no se cansan. Entonces aún teníamos ímpetu para todo.
Cuando Guillermo del Madroñal se hizo viejo, sus fuerzas no le permitían trabajar como antes. En su casica de la Cuesta de la Villa, leía, escribía, y, hasta los 90 de edad, cultivaba otras parcelas de tierra propia, a las que se desplazaba en su coche. Cuando llegó a ser gran anciano, sus hijos le cuidaron de cerca (había enviudado en 2012). Siempre estuvo bien atendido y bien acompañado. Pero la naturaleza doblega la voluntad, y, en los umbrales de cumplir el siglo, cuando aún leía libros, conversaba con humor y lucidez, y paseaba diariamente en silla de ruedas, tuvo que marcharse de este mundo por necesidad, por imperativo del reloj biológico que todos llevamos dentro y que se pone en marcha con la hora mortal el día que nacemos. Entonces, en su casa y en su cama, rodeado de sus cuatro hijos, se apagó despacio, como una velica que se agota.
Guillermo del Madroñal, mi padre, dejó de respirar la madrugada del 13 de julio de 2023. Nos dejó un vacío irremplazable y la honradez de su buen nombre.