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Ejemplares de mi novela «La patria que nos queda»
En Cieza ha nacido un libro y ha sido novela. Porque un libro puede ser de diverso género literario; por ejemplo, de ensayo, que es cuando su temática y contenido va sobre otro libro, como «Vida de Don Quijote y Sancho», de Miguel de Unamuno, en el cual el que fuera rector magnífico de la Universidad de Salamanca habla nada menos que de «El Quijote» (además, como Unamuno era de Bilbao y tenía la autoestima por las nubes, llegó a afirmar en el prólogo que «…Cervantes nació para escribir el Quijote, y él para comentarlo»); otra gran obra de este género —de ensayo, les decía— es «El infinito en un junco», de Irene Vallejo (léanlo si pueden, es buenísimo), donde la autora zaragozana hace todo un ambicioso recorrido con pelos y señales por la literatura universal, y nos desvela en su libro una cosa muy chocante: aquellos antiguos, que escribían y reescribían sin parar en rollos de papiro las obras de los clásicos, no sabían leer con la vista como nosotros; tenían que verbalizar, pronunciar, con la boca y en voz alta las palabras de los textos; o sea, que miren cómo hemos evolucionado en la interpretación del lenguaje escrito.
La reciente novela ciezana que les apuntaba al principio se titula «La patria que nos queda», cuyo autor es este humilde servidor de ustedes. Y miren, los libros son como palomas mensajeras, que las sueltan y vuelan hasta tierras lejanas; sin embargo, hay obras que tienen raíces, que están amarradas a un lugar, a una sociedad y a una época, que aunque tengan inclinación por recorrer mundo, siempre volverán al palomar donde se criaron, pues pertenecen a la tierra, a la gente, a la pequeña historia de cuando fuimos niños una vez. Esto es el libro «La patria que nos queda», una apuesta por los sentimientos, por los recuerdos más puros de aquel tiempo en que andábamos en el mes de abril buscando nidos por las ramas de los olivos y acudíamos a una escuela para pobres, donde la maestra o el maestro nos desasnaba con paciencia y con más amor que medios.
Otro género literario es el cuento, el relato corto; y, de entre los libros de cuentos, recuerdo «El llano en llamas», de Juan Rulfo; no hay un libro de cuentos más desgarrador y más pegado a la tierra —mexicana, de su autor—; los personajes de los diecisiete cuentos del libro se esfuerzan por sobrevivir con una lucha tan grande y tan inútil, que es como si llevaran la boca llena de tierra para pedir ayuda.
Mi novela «La patria que nos queda» tiene un intenso sabor a Cieza, aunque todos los topónimos son inventados, como la «Sierra de la mujer muerta», la «Finca de las Toperas», el «Pantano de la Reina Regidora», la «Escuela de Los Puntales», el paraje «La Embrujá», «La Quebrada», la «Sierra del Ahorcao», el «Carril de las Tendías», el «Cabezo de la Culebra» o el paraje «Los llanos». Todos los lugares y caminos ocupan un mapa ficticio, que el lector irá imaginando paso a paso, página a página, como si estuviera viéndolo en un paisaje mental, interior. Es la magia y la libertad de creación compartida, la complicidad perfecta entre el escritor y el lector, entre mi actividad creadora y su imaginación lectora.
El teatro es un género literario con trayectoria de miles de años; antes de que Jesucristo anduviera por el mundo ya estaban escribiéndose y representándose obras de teatro, algunas de gran renombre han llegado a nuestros días, a nuestros escenarios. Tan ingente cantidad de buenísimas obras teatrales se han escrito, que sería un atrevimiento citar aquí sólo una; sin embargo, por cercano y admirado, se me ocurre Lorca: «La Casa de Bernarda Alba», del gran Federico García Lorca; en ella, el de Fuente Vaqueros, dramatiza la esencia más oscura de aquella Andalucía profunda.
El género novela es lo más parecido a la creación de la humanidad: el autor, cual un pequeño dios con poderes ilimitados, pone en circulación dentro del relato cuantos personajes desea, algunos, qué duda cabe, un tanto hechos a su propia imagen y semejanza; luego, gobierna sus destinos, sus vidas y su muerte; les atribuye cualidades y defectos humanos, y les insufla sentimientos nobles o ideas perversas. Una buena novela es un mundo dentro de este, un viaje por la imaginación, una fiesta para los sentidos. Hay novelas universales, buenísimas, y es muy aventurado mentar un título sin que ello pueda parecer un agravio comparativo hacia otras; mas de la amplia y variada predilección que tengo, me decanto por el amor: «El amor en los tiempos del cólera», de Gabriel García Márquez; no he releído (varias veces) mejor libro de ese género y temática.
Mi libro «La patria que nos queda» acaba de echar a andar por esta tierra ciezana, y poco a poco irá desbordando los límites de este paisaje noble que le vio nacer, que es el mismo que me vio nacer a mí, su autor (hoy mismo he firmado uno que parte para Barcelona). Es una novela cuyo epicentro se ancla en una escuela rural de mitad de los sesenta (el curso escolar 1965-1966), y cuyo hilo conductor no es otro que los recuerdos queridos de la niñez, esa patria que todos reconoceremos nuestra cuando los años hayan estragado, no solo la flor efímera de la juventud, sino la mitad más un cuarto de nuestras vidas.
El género poético es esencial en la literatura, es como el amanecer o el declinar del día, es la prueba material de que somos humanos, bellos, de que vivimos, de que amamos la armonía en una descripción, en una queja, en un lamento, en un acto de amor noble o en el erotismo puro de «La casada infiel», del mentado Federico.