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Cueva del Arco, en el paraje Los Losares, Cieza (Murcia)
El ser humano siempre ha sentido la obligación de gastar la vida buscando su porvenir. Paco el Libra, huérfano en su niñez, arrancaba esparto en Los Losares para defenderse del cerco del hambre y no cejar en la esperanza de un futuro mejor. Juan Turpín, guardalíneas en la caseta de Los Losares, cruzaba montes y barrancos, atravesaba el Cañón de Almadenes, bien por la cuna del Salto, bien por la presa de la Mulata, para cumplir con su trabajo de recorrer la línea de postes de madera y así ganar a los días el futuro de su familia. Cincuenta mil años antes, en Los Losares también, hubo mujeres y hombres que apostaban por el «paso de los soles» echando un pulso a las necesidades diarias con el fin de mantenerse vivos.
En las aulas de la Universidad de Murcia conocí al profesor Ignacio Martín Lerma, científico que lee las piedras del pasado para arrojar luz y saber en aras de nuestra sociedad del conocimiento, de nuestro futuro en definitiva. Él se salta directamente la Historia (de la que ya sabemos que dan fe los documentos escritos) y entra de lleno en la Prehistoria (de la que sólo hay signos, pinturas rupestres o señas que atestiguan la existencia más remota del ser humano); su ciencia es la de observar indicios, apenas nada, que es mucho: un fragmento de huesecillo con la marca de un corte de sílex, un trazo borroso de pintura rupestre en la pared de una cueva, una concha enterrada que sirvió de amuleto en el paleolítico, o una simple piedrecica que fue golpeada y tallada como herramienta, ¿cuándo?, hace decenas de milenios; ¿dónde?, en Los Losares, en el sorprendente yacimiento arqueológico de la Cueva del Arco.
En 1971 me hice espeleólogo con el GECA de la OJE de Cieza. El Club del Guía estaba en la Esquina del Convento. Donde mismo se hallan esas letras grandes y herrumbrosas de «Erase una vez…», se levantaba un pegao postizo ante la fachada original del viejo convento de los frailes franciscanos: arriba estuvo la maternidad; abajo, el local de la OJE; el jefe era Leante; el conserje, Antonio Carrillo, y la pequeña cantina la llevaba Juan Gorreta. El GECA tenía por aquel tiempo dos grandes campos de trabajo para desarrollar la espeleología y su ciencia: la Cueva del Puerto (descubierta y estudiada poco antes por este grupo ciezano con el respeto que se merecía un templo de la naturaleza, y maltratada hoy en día por el afán político de meter gente) y el complejo de Los Losares.
Paco el Libra un día hizo un corto viaje: saltó el «Collao del Ginete», donde estaba la cantera de yeso de Migaseca y por donde pasaba una de las nueve veredas del término de Cieza. Mas en su cabeza llevaba el plano de todos los losaos calizos de Los Losares, desde las estribaciones de la Sierra de la Palera hasta el borde del Cañón de Almadenes; él conocía todos los agujeros del suelo rocoso que exhalaban vaho tibio en invierno y todas las cuevas de los barrancos, donde se guarecían cabras y pastores en días de lluvia. Juan Turpín, por su trabajo, también había caminado muchas veces por aquellas laderas de Los Losares pobladas de sabinas, atochas y enebros, y por aquellos barranquetes donde medraban pinatos y jazmineros silvestres; sus viajes siguiendo los tendidos eléctricos era su trabajo cotidiano, mas siempre había un regreso al hogar familiar.
Hace cincuenta mil años, un muchacho de Los Losares decidió hacer un viaje y echó a caminar un día. No era como nosotros, los de ahora; sus rasgos eran los de un neandertal auténtico. Durante muchos soles y muchas lunas pasó hambre, miedo, sed y frío; encontró otros seres en otros lugares, que moraban en torno a otras cuevas, los cuales habían fabricado herramientas con otra técnica y conocían otras maneras de conseguir alimento. Su periplo por lejanas tierras y extrañas latitudes tenía el sentido de encontrar un futuro mejor para los de su clan familiar; su idea fija era el regreso al lugar de nacimiento.
Los del GECA subíamos los domingos a explorar simas y cavernas en Los Losares. Tomábamos el autobús de los López, que nos dejaba en el Salto de Almadenes. Luego trazábamos rumbos sobre un mapa militar con una brújula «Wilkie» inglesa, que me había comprado en el Rastro de Madrid y que llevaba la esfera dividida grados y milésimas artilleras, e íbamos localizando las posibles grutas. Pues teníamos la sospecha de que toda el área kárstica de Los Losares era un enorme queso de gruyere; eso es muy típico en los suelos calizos: la formación de cavernas en las profundidades del terreno.
Mi profesor de Prehistoria de la Universidad de Murcia, Ignacio Martín Lerma, lleva bastantes años viajando a Cieza, a la Cueva del Arco, en Los Losares. Su mapa son las excavaciones minuciosas, metódicas (sin método no hay ciencia); su brújula, pequeños, casi imperceptibles, indicios de otras existencias humanas en la zona. Muchas veces le acompañan dos grandes personas de aquí, del pueblo: mi compañero, el espeleólogo del grupo GECA Pedro Ríos, y mi tocayo, el arqueólogo municipal Joaquín Salmerón Juan. A todos ellos y a otras personas y colectivos se debe el gran hallazgo del yacimiento prehistórico en la mentada cueva.
Paco el Libra, tras saltar el «Collao del Ginete», encontró una novia que, con una maza de carrasca, picaba esparto a diario en la Casa de la Ermitica, y, bajo una solemne promesa para el futuro —me contaba él a su edad nonagenaria—, la cual cumplió a rajatabla: «No picarás más esparto», la hizo su mujer. Juan Turpín, tras su jubilación y miles de periplos en sus piernas, de Cañaverosa (Calasparra) al Solvente (Blanca), ida y vuelta, con regreso a su morada en Los Losares, se sentó en una mecedora y esperó el futuro de sus días en su casica techera de la Calle Calderón de la Barca.
Aquel otro muchacho de Los Losares, de hace la friolera de quinientos siglos, se llamaba «Sépik». Realizó una proeza en su tiempo, un gran viaje por la península Ibérica, y eligió un cronista de lujo para su futuro lejano, que es hoy. El cronista de aquel periplo, novelesco y científico, no podía ser otro que Ignacio Martín Lerma, espeleólogo, poeta, novelista, comunicador de televisión, arqueólogo y profesor en la UMU. Sépik también conoció el amor: una belleza (ella era de «los otros», de los que habían llegado de África, que somos los de ahora, los que nos llamamos «sapiens»), y también le hizo una fiel promesa para el futuro: un hogar en la Cueva del Arco, donde amarse y procrear descendencia, amalgamando el ADN de neandertales y humanos modernos. La Humanidad es migrante y mestiza desde sus orígenes.