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Esquina del Convento, Cieza. Preparativos para la carrera de «Autos Locos» en la pendiente del Camino de Murcia (artilugios rodantes, semimovientes, a los que solo se les permite el empujón inicial humano, y después: «sea lo que la gravedad quiera»). Feria de 2022
Los baños más conocidos, y recordados, en Cieza eran los de «Posete», que estaban al otro lado de la Rambla de Tomaso, junto al Camino de Murcia, donde ahora hay un bloque de pisos con la fachada de colorines. A la antigua «Calle Reina Regente», la que cierra el triángulo del Paseo con el Camino de Murcia, empezaron a llamarle «la Carreterica de Posete» y por Carreterica de Posete se quedó. Al acabar la Guerra la renombraron y le pusieron «Calle Alcázar de Toledo», cosa que no haría gracia luego a los ayuntamientos democráticos, pues se refería a la resistencia numantina del general Moscardó ante los insistentes ataques del ejército republicano, y le volverían a cambiar el nombre. Pero ya no le pusieron el original, pues tampoco parecía ser santo de su devoción la figura de María Cristina de Absburgo-Lorena, la madre de Alfonso XIII, que la pobre enviudó encinta a la muerte del Alfonso XII y dio a luz un rey (un caso especial en las monarquías europeas), y luego ejercería la regencia hasta que el muchacho asumiera la corona a los dieciséis años de edad, sino que como ustedes saben le pusieron el apodo que decía la gente, seguramente referido a los mentados baños: Carreterica de Posete, es su nombre actual.
Hace bastantes años, por Feria se hacían carreras de motos en circuito urbano, que no era otro que el mentado triángulo: subiendo por la izquierda del Paseo de los Mártires a toda pastilla, pasando por la Esquina del Convento, bajando por el Camino de Murcia a tumba abierta y cerrando el circuito al subir de nuevo por la Carreterica de Posete, en ese sentido corrían. En la Esquina del Convento, entonces «Plaza del Canónigo Martínez», estaba aquella fuente redonda con parterre circular alrededor, y con algunos peces de colores. Las motos, atronando a escape libre y enrareciendo el aire con el tufazo a la mezcla del carburante quemado, pasaban junto a la fuente y torcían por entre balas de paja. No obstante, algunas, que se pasaban de frenada, o resbalaban en la curva, tocaban con el carenado en los adoquines del suelo, haciendo saltar chispas de fuego. Tenía su emoción la cosa y, sobre todo a los jóvenes varones, les gustaba la exhibición de las motillos de carrera.
Al actual «Callejón de los Frailes», que entonces era «Calle Santa María de la Cabeza, la gente le había dicho siempre «el Callejón del Loco», pues en tiempo más pretérito, cuando ya había dejado de ser un callejoncico estrecho que bordeara el convento de los frailes y abrieran la referida calle, hubo un hombre al que le decían «el Loco de los Patos», que vivía justo ahí (tiene sentido el nombre del bar que hay actualmente). Entonces la callecica era todavía de firme de tierra y el hombre, que quizá no anduviera muy bien de la perola, sacaba los patos a la puerta de su casa, les ponía agua y comida, y él, sentado en una sillica, se ponía a pintar; a la gente le hacía gracia eso y de ahí el nombre popular de «Callejón del Loco» o «Callejón del Loco de los patos». ¿Qué pasó pues con el cambio de régimen? Pues como todo ayuntamiento que se precie, a este también le gustó el cambiar los nombres de algunas calles; así que dijeron: ¡qué Santa María ni qué Cabeza!, ¡fuera ese nombre! ¿Pero entonces cómo le llamamos —se preguntaron—, porque lo «del Loco» no queda muy bien? Pues como en tiempos hubo por ahí una sendica o pasadizo estrecho, extramuros del Convento Franciscano, y seguramente se echaban por ese callejón los frailes para ir a ver a las monjas de clausura sin llamar mucho la atención (estoy suponiendo, ¡cuidao!), le llamaremos —dijeron los mandamases— Callejón de los Frailes («¡frailes corriendo, cordones cogiendo; frailes correr, cordones coger!»).
Y volviendo al principio, hubo más baños públicos en Cieza, pues estos establecimientos eran muy necesarios. En las casas, figúrense, no había agua corriente para lavarse y la higiene era muy precaria, cosa que no se advertía mucho en público, porque la mayoría de cristianos olía a lo mismo: a humanidad. Pero sí que había algunas personas que eran un tanto observantes de la limpieza corporal; mocicos con novia, que al menos una vez por semana cogían el mudaíco que les preparaba su madre («toma nene tu camisetica, tus calzoncillicos, y tu camisica limpia, y tus peseticas pa pagar») y se iban a los baños a descasparse la roña de toda una semana de trabajo duro, en los hilaores, en los albañiles o donde fuera que tenían que ganarse la vida lo pobres, y salir de allí esclarecíos y limpios como un San Luis. (Otra manera de lavarse, en casa, era mediante zafas y lebrillos de agua calentada con la olla grande en la lumbre.) Pues al parecer, como les decía, hubo otros baños públicos al final de la Calle José Marín Camacho, por donde años después estuvo la «fábrica del hielo».
Hubo una época en que la fabricación del hielo era importante, ya que no existían aparatos refrigeradores o frigoríficos en las casas. Lo que sí había eran unos armatostes de neveras a las que se les tenía que poner el hielo dentro, cuyas barras repartían por la calle con un ruidoso motocarro, lo mismo que las gaseosas y los sifones (yo no sé, pero la gente tomaba mucho sifón con el vino). En el molino de las Ramblas, ahí enfrente del ventorrillo de «Robarriendo», también fabricaban hielo. Lo que fue un molino maquilero de grano, movido por la acequia del horno, lo reconvirtieron en fábrica de hielo. Luego todo eso de la fabricación de barras de hielo se perdería ante el invento de los frigoríficos domésticos, que al principio la gente decía «yo pa qué quiero eso», y los comerciantes, con mucha paciencia y don de palabra, tenían que crearle la necesidad al cliente: «…Se llama frigo, se enchufa y pone fresquito el vino y el sifón»; hasta que la señora de la casa se convencía a medias.