INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/8/22

Las noches del Solar

 .

Bella fotografía colorista, primaveral, de la Esquina del Conveto, de la fotógrafa ciezana Pilar Alcaráz.

Nunca deberían haber edificado el Solar de Doña Adela; cualquier otro uso público, de aquel espacio tan céntrico y tan maravilloso, hubiera sido deseable a la construcción de ese gran edificio que ocupa toda la manzana y que alberga en su interior un laberinto de pasillos y escaleras. Aunque en nuestra memoria, no obstante, quedará para siempre el recuerdo de aquella magia de las noches de Feria en el Solar.

Por entonces no existía el alumbrado de lucecicas LED como ahora, cuyos paneles de cientos o miles de lamparitas multicolores dibujan simpáticos motivos de fiesta verbenera. En aquel tiempo, lo que había eran unos aparatosos bastidores metálicos de recios alambres, con una serie de portalámparas de rosca gruesa, donde colocaban bombillas de pera gordas, pintadas, no sé si a mano, de varios colores. Luego iban con un carrito y una gran escalera (el «Largo», que ejercía de bombero y de electricista municipal a un tiempo, era quien se encargaba casi siempre de estas cosas), y colgaban dichos alambres en los lugares donde se quería dar esa nota de alegría nocturna por ser la Feria y Fiestas del Santo Patrón, San Bartolomé.

En la puerta del Solar, como no podía ser de otra manera, habían colocado un llamativo arco de luces de colorines, pues era la entrada del lugar mágico de los sueños infantiles, o de las ilusiones adolescentes, y aun de las emociones de los jóvenes de ambos sexos. En el exterior, a un lado de la puerta, sobre la acera mal pavimentada y rota, o directamente de tierra, pues el urbanismo era todavía precario, se solía colocar la caseta de la tómbola. El fulano que la regentaba, comiéndose un micro de pastilla, no paraba de vocear a través de unos altavoces de hojalata aquello de «¡Siempre toca, siempre toca, cuando no un pito, una pelota!». La gente ávida de tentar la suerte se agolpaba para mirar, y para decidir comprar alguna papeleta cuando veía por fin a alguien recibir una «Mariquita Pérez» de imitación, un oso de peluche, un torico de poner encima de la tele, con divisa rojigualda; o ya, el colmo de la suerte: un balón de reglamento.

Aquel año habían iluminado profusamente la Plaza de España. En su templete de la música, cuyo alero de la cubierta oval poseía luces propias de todos los colores, la banda municipal tocaba pasodobles o valses, y algunas parejas se arrancaban para improvisar unos bailes. Fue el año en que habían acabado de construir el primer «minirrascacielos» del pueblo: la Torre. Por lo que, orgullosa la corporación municipal de aquel logro de los tiempos modernos, mandó colocar rastras de bombillas de colores en el edificio de estreno. (Los pisos últimos se vendieron a ¡veinte mil duros!,  equivalente a 600 euros, no mucho más de lo que hoy en día lleva uno en el bolsillo para sus gastos.)

Lo de las luces en la Torre de la Plaza de España fue un trabajo bien hecho; tiraron unos alambres de arriba abajo por ambos laterales, y otro en horizontal arriba. ¡Más bonico que un San Luis, quedó el edificio aquella Feria, todo orlado de lámparas de colores! (¡Ojo!, que un poco antes ya habían levantado los primeros pisos con ascensor de jaula en el pueblo: que eran los de la Calle San Sebastián, entonces «Calle Juan Pérez», edificados en el solar de la casona palaciega que fuera del Mayorajo de Ascoy.)

Lo mejor del Solar de Doña Adela era que estaba en pleno centro, en el mismísimo Paseo de los Mártires, por  eso nunca debieron hacer pisos en él. El Solar era grande, pillaba toda una manzana, entre las calles Sultana, Carteya, Camino de Murcia y el propio Paseo, y, en llegando la Feria, albergaba las atracciones más típicas: la noria, los coches de chocar, los caballitos, la montaña rusa de rulos, etc. Ni punto de comparación con la situación de ahora, que para montar a los zagalicos pequeños en el tren de la bruja hay que hacer una expedición familiar: ¡total na!, allá abajo, en la otra punta del pueblo, donde año tras año, y sin solución de acometer por fin el cacareado «recinto ferial», se colocan los carruseles de la Feria.

Además de la iluminación multicolor de la Plaza de España, también colgaban algunas bombillas de colorines en la calle de «la Palmera» (entiéndase «General Gregorio Ruiz»), donde existía en realidad una altísima palmera que había quedado suelta de lo que fuera en tiempos el Huerto de Anaya. Pues dicha calle, que en ella estaba el «Gato Negro», un café con mucha solera en el que se podían echar las quinielas, era de transito del gentío de ida y vuelta al Solar, y en cuya esquina del Paseo no hacía mucho que se habían cargado el Teatro Borrás (también con el afán hacer pisos; era la fiebre del crecimiento vertical de las ciudades).

Es más, por aquel mismo año, si no me traiciona la memoria, fue cuando colocaron unos focos bajo el farallón rocoso del Castillo, lo cual que de noche se veía espectacular desde el pueblo, ¡una preciosidad!, ya que aún no habían levantado el edificio ese de la Erica del Hospicio y se podía contemplar el cerro del Catillo desde la mismísima Esquina del Convento.

El Solar de Doña Adela, como muchos recordaremos, se componía de dos planos, con unos escalerones o gradas que los separaban; escaleras desmesuradas, en piedra basta, que había que bajar con mucho cuidado para no caer y romperse la crisma. En la parte de arriba, nada más entrar por la puerta que daba al Paseo, además de los futbolines, que estaban allí todo el año bajo unas uralitas a cargo de un hombre cojo, en llegando la Feria situaban algunas casetas pequeñas, como las del tiro con escopetuchas de perdigones, que fallaban más que una ídem de feria; la de los espejos deformantes, que a los gordos hacía flacos y viceversa; la de los «cristobicas», que dramatizaban cuentos violentos, cuya gracia estaba en las zurras y los cachiporrazos; o la de la ruleta de las garrotas de caramelo.

En esta última había una señora, oronda cual una madona de Botero, que animaba a los chavales a apostar: «¡Por una peseta un garrotazo!», voceaba. Ellos se tentaban algún durico en el bolsillo y se lo pensaban antes de desprenderse de una rubia. Preferían mirar un rato, si cabe, antes de decidirse. La ruleta era una esfera con 36 números en su ecuador y los premios, las mentadas cayadas de caramelo, que colgaban de unos cordelillos de pita en el techo de la caseta. Siempre tocaba, en caso, claro está, de haber vendido los 36 cartoncillos de los 36 números. Cuando la mujer lo consideraba oportuno, daba un brioso empujón, con su mano enjoyada, a la esfera giratoria con 36 ventanicas numeradas de colores, las cuales iban pasando por delante de una lamparita encendida en el interior. La esfera comenzaba a dar vueltas tan rápida, o más, que el planeta del «Farolero» en el libo de «El Principito», y los números se iluminaban fugaces a su paso frente a la luz. Luego, aquella bola mágica empezaba a cansarse y a rodar más despacico, con desgana, hasta que por fin, lentamente, se detenía en un número. Siempre quedaba iluminada una de las 36 ventanitas de la bola, con su número de la suerte para el ganador. La mujer entonces, ostentosa y con calculada exhibición, descolgaba una de las dulces cayadas y la entregaba al poseedor de la fortuna.

Mucho tiempo después aún se podían ver las bases de cemento y algunos restos de cableados de aquellos focos que pusieron para iluminar, en las noches de Feria, el alto roquedo del Castillo. Pues, ¡ay!, la alegría dura poco en la casa del pobre y ya saben cómo se las gastan algunos por estos lares. No tardaron en subir al monte, buscar los puntos de iluminación, ocultos entre chaparras, estepas y lentiscos, y cargárselos con saña. ¿Cómo era aquello de la miel y la boca del asno? Pues eso, quizá.

El Largo también colocaba unas cuantas luces de colores En el Paseo de los Mártires (el primer mártir de la historia dicen que fue San Esteban, aunque con el advenimiento de la democracia se maliciaron que los «mártires» solo eran los religiosos asesinados durante la Contienda y dejaron el paseo sin nombre; ¡sólo el genérico y basta!: Paseo). En el Paseo de los Mártires solía pasear la gente de todas las edades, cosa obvia; ahora ya no se pasea como antes. En aquel tiempo, máxime siendo Feria, era un río humano caminando en dos direcciones; de forma que la juventud noviera se veía las caras subiendo y bajando (eso decían que era «sacar agua», en similitud a las norias de cangilones). La emoción, como ahora, culminaba la noche del último día, el 31 de agosto, cuando los pirotécnicos, con una escalera de tijera comenzaban a colgar las rastras de petardos de la traca, cuidando no hacer estallar las bombillas de colores, que apagaban por prudencia minutos antes de encender la mecha del fin de Feria.

En el Solar, abajo estaba lo mejor. Descendiendo las escaleras, se hallaban las atracciones de verdad: las barcas, el tiovivo o el hombre que montaba en moto por las paredes; se trataba de un cilindro grande de madera, donde un fulano comenzaba a dar vueltas en la base interior, hasta que acelerando, acelerando, burlaba la gravedad universal, reduciéndola a cero, ¡o menos!, con la fuerza centrífuga de la aceleración de la moto (formula que andaban buscando entonces los de la NASA para entrenar astronautas en Cabo Cañaveral para ir a la Luna); de manera que, intrépido cual acróbata circense, giraba por la pared interior del cilindro con un sonido de motor agudo, como el de un abejorro metido en un canute de caña. La gente, pagando un duro, podía observarlo desde arriba, asombrada al ver cómo el tío, no solo no se caía, sino que soltaba las manos y hacía mojigangas sobre la moto. (Es interesante recordar que también los circos tenían cabida en el Solar de Doña Adela. En la tapia que daba al Camino de Murcia —«Avenida del Caudillo» entonces— habían hecho un boquete a lo basto y, por una rampa de tierra como un gran ribazo, entraban los camiones y demás vehículos, tanto para las atracciones de Feria, como para cuando visitaba Cieza algún circo.)

Las atracciones del Solar llevaban su iluminación propia: sus bombillas de colores, y sus músicas o sonidos llamativos; el más característico de todos era el pito de los coches de chocar; se trataba de un «¡turulí-rulá!» con gran poder de llamada para la juventud, deseosa de diversión. Por entonces sonaba en los altavoces, hasta la saciedad, la canción «Black is black» de los Bravos, que fue número uno en USA, o poco le faltó, mientras algunos mozalbetes compraban puñados de fichas para invitar a las chicas. Entonces, entre choque y choque de los grandes paragolpes de caucho, los cuerpos, vibrantes, hormonales, por una adolescencia recién estrenada, se atraían sin opción, como se atraen los planetas y las estrellas del universo; mientras arriba, en el «cielo raso eléctrico» de malla metálica, saltaban chispas de fuego con el simple roce de las lanzaderas.

Había una noche en que se olía a pólvora quemada en todo el Paseo de los Mártires y hasta en el interior del Solar de Doña Adela; era la del 24 de agosto, la del segundo castillo (entonces se tiraban dos: uno en el Arenal del río y otro en la Esquina del Convento. Al concejal de festejos le decían «Pepetrueno»). El segundo castillo era apoteósico; los disparos de las palmeras, cual morteros en un frente de batalla, a pocos metros del público, y los lanzamientos masivos de cohetes no desmerecían en nada las «mascletás» valencianas. Solo había una regla que observar: «¡Al que mire para arriba le cae la caña!». Entonces, con la explosión del gordo, haciendo temblar el Palacio de Justicia, el Convento con el Asilo y la Central de Telefónica, la gente se desparramaba, entre el humo dejado por los fuegos de artificio, en dirección al Solar.

Las noches del Solar eran bulliciosas. Las familias con niños pequeños se arremolinaban a la rueda giratoria del tiovivo, donde algunos corceles de sube y baja se hallaban desorejados y desrabados de tanto girar, como el Mundo. El concierto alegre, confuso y multicolor, de las músicas de las atracciones se entremezclaba lo mismo que las emociones de un pueblo con deseos de disfrutar al máximo. Y en el Solar de Doña Adela todo estaba a un tiro de piedra de la Plaza de España, donde se hallaban situadas las grandes casetas de madera repletas de juguetes. Aún no era costumbre el poner tascas para comer y beber, y los jugueteros se colocaban alrededor de la plaza, en las calles que la circundaban por los cuatro costados. La Feria era para feriarse, para comprarse aquel juguete u objeto soñado, dependiendo de la cartera, claro. Y para darse un baño de emociones en aquellas noches mágicas, el Solar de Doña Adela.
(Artículo largo para un especial programa de Feria-2022)
©Joaquín Gómez Carrillo

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Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"