INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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31/7/22

Paisajes urbanos de Cieza, XI

 .

Flota de barcazas zodiac de una empresa de Blanca preparadas junto al Puente de Hierro de Cieza para efectuar un gozoso descenso  dominical del río Segura

La callecica esa estrecha que comunica la Calle Cubico con el Balcón del Muro, llamada «Fortaleza» de toda la vida  (por ahí fue por donde se tiró Minuto, ¿se acuerdan que les comenté?), ahora se llama  «Balcón de la Victoria»; ¡toma castañas!, ¡eso para que se la cojan con papel de fumar los de la «media memoria histórica»! Junto al «Pasadizo del Muro» hubo durante muchos años una lápida que rezaba: «Este pasadizo fue inaugurado…», tal, tal, tal, «…en 1939, año de la victoria», por eso fue arrancada y arrojada a los infiernos, por incluir la palabra «victoria» (si hubiera puesto «…de la derrota» se habría salvado). Ahí, anexa a la Ermitica de San Bartolomé, lo que también hubo fue una biblioteca pública. Pero aquello sería después de la Guerra, cuando hicieron allí un remozado y una transformación, incluyendo el mentado pasadizo, con su lápida. Y sería cuando el alcalde Antonio Pérez Gómez, el cual ejerció de primer edil poco más de un año, ¡casi peligrosamente!, hizo algunas transformaciones en el pueblo (años antes, habían sido alcaldes su padre, Juan Pérez, a cuya memoria fue nombrada durante décadas la Calle San Sebastián, y su hermano José Pérez Gómez, quien fuera uno de los cuatro asesinados en el patio de la cárcel el 28 de setiembre del treinta y seis).

Antonio Pérez Gómez, bibliófilo y editor de «libros raros», que crearía la editorial «La fonte que mana y corre», cuando lo nombraron alcalde en abril del treinta y nueve, ordenó cortar los pinos del Paseo y retirar la verja que lo circundaba (los numerosos troncos y demás leña de los árboles caídos, los fueron amontonando en el solar que había donde ahora está Correos, que, por cierto, menos mal que los celosos cumplidores de la ley de la «mitad de la memoria histórica» se conformaron con tapar disimuladamente el escudo de la fachada, obra del escultor José Planes, y no hacerlo trizas a martillazos. Eso estuvo bien. (La histórica ciudad imperial de Toledo está llena de escudos del águila de San Juan con el yugo y las flechas y no pasa nada. De acuerdo, son escudos de los Reyes Católicos, pero fíjense si después ha llovido y han pasado reinados, regencias, dictaduras y repúblicas, y ahí están las águilas, los yugos y las flechas de Isabel y Fernando, que «tanto montaban estos chicos»), sin que nadie los destroce a golpes de piqueta. ¡Hay que respetar la historia, hombre, un poquito de por favor!)

Igualmente estuvo bien cuando trasladaron a la actual «Placeta de Antonio Pérez Gómez», en la Calle San Pedro, esquina con Diego Tortosa, la «cruz de los caídos», que en la posguerra estuvo en la punta de abajo del Paseo; allí los falangistas se turnaban y «hacían guardia sobre los luceros», siempre «impasible el ademán»; y dicen que la gente, a alegoría escultórica que la acompañaba, la llamaba «la Rumba» (la gente es que le sacaba punta a todo, y, a peores tiempos, mejor cara). Luego, cuarenta años después, ¡válgame dios!, con el primer ayuntamiento democrático, cuentan que le echaron un cable, que habían atado a un camión municipal, y, por la Calle Diego Tortosa, se llevaron arrastrando la «cruz de los caídos», rota ya en dos o tres pedazos, que era  también del escultor José Planes. Gracias que un empleado del ayuntamiento tuvo dos dedos de frente y lo guardó todo en lugar de tirarlo a una escombrera. Es posible que alguna vez se puedan exhibir en un museo municipal tan singulares piezas de nuestro pasado reciente, y sean vistas, no con la acritud política de lo que en su día representaron, sino como simples retazos de la historia local.

La Calle Diego Tortosa, que es de las más frías del pueblo en invierno, ¡sin desmerecer en absoluto al Callejón de los Tiznaos!, se llamaba antes «Calle de la Manga», porque era ancha por una punta y estrecha por la otra (en mi plano de 1924, del ingeniero Diego Templado, aún se ve así, y con ese nombre). Pero es que el casco antiguo tenía entonces algunas calles más estrechicas que ahora. Por eso sacaron una ordenanza municipal, que estuvo vigente mucho tiempo, para ir ensanchándolas conforme tiraban las casas viejas. A veces eran leves retranqueos los que se exigían, como el del edificio del Rapao, en la esquina de Cánovas del Castillo con San Pedro, cuando lo construyeron, y entonces él, con gran sentido del humor, mandó poner la famosa lápida del «Rincón quedó» («Este rincón quedó —reza—, si no lo sabe pregúntelo»).

La Calle Cánovas del Castillo, al lado del «Rincón quedó», hace muchos años se llamaba Calle de la Cárcel. En otro plano más antiguo que tengo, de mil ochocientos y pico, viene con ese nombre, «de la Cárcel»; por lo visto había ahí una prisión, que pillaba cerca del consistorio. Y fíjense qué curioso, en esas fechas aún no existía la Calle Santo Cristo; la Tercia acababa en la Empedrá y no se podía pasar de la esquina donde estuvieron los Recoveros (¿se acuerdan, por cierto, de Los Recoveros? ¡Qué grandes comerciantes eran! Tenía el pueblo lleno de «semanales»: todo el mundo podía comprarse su ropica decente y pagar a ochavo y a cuarto al cobrador que iba de casa en casa, de semana en semana). De modo que tendrían que tirar luego casas para abrir la actual Santo Cristo hasta Cánovas del Castillo.

También tuvieron que tirar casas para prolongar las calles Virgen del Buen Suceso y Reyes Católicos, pues mientras que el pueblo viejo se mantenía a raya por la Calle Mesones, que era la carretera general de Madrid a Cartagena, y los conventos: el de San Joaquín y el de las Clarisas, tras la construcción del Paseo de Marín Barnuevo (era su nombre original por haber cedido o donado los terrenos dicho señor; se deberían respetar los hechos históricos), proliferó toda una barriada en mitad de los olivares, formándose las callecicas Padre Salmerón, Santa Gertrudis, Prim y Espartero. Cuando el ayuntamiento, a principio de los años veinte del pasado siglo, encargó un ambicioso plan general urbano para el «ensanche» del pueblo al mentado ingeniero Diego Templado, este hombre realizó algo prodigioso: dibujó exactamente cómo iba a ser nuestra ciudad cien años después, o sea, ahora. Pero aún más interesante: ensambló el ensanche nuevo al pueblo viejo como un guante se ajusta a una mano; de forma que para sacar rectas las mencionadas dos calles, Virgen del Buen Suceso y Reyes Católicos, hubo que efectuarse derribos de viviendas en las también mentadas cuatro callecicas perpendiculares, Padre Salmerón, Santa Gertrudis, Prim y Espartero (yo, pequeñico, de la mano de mi abuelo, conocí el «pasadizo del Bullas», que apenas podía pasar una burra con serón, y fueron las últimas casas  que hundieron para abrir Reyes Católicos).

Subiendo por la que le decían «la Cuesta de Ricardo», que ahora se llama «Bajada al Puente», la Coca dio a luz un par de melgos. La Coca era prima hermana de mi abuelo Joaquín del Madroñal por parte de su madre, y bisabuela mía, Antonia Cano Carrillo, «la Roja del Madroñal», y cuentan que estando a bocaparir, se fue a segar alfalfa a unas tierrecicas que llevaba a medias por la Hoya. Luego, cuando regresaba cargada con un capacico a la espalda, se puso de parto y no pudo seguir; así que la pobre mujer se arrinconó bajo el Muro, donde le llevaron unas mantas de las casas cercanas, mientras que alguien corrió a llamar a Don Mariano.

©Joaquín Gómez Carrillo 

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"