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Río Segura a su paso junto casco histórico de Cieza
Hace muchos años, el mercado se colocaba en la Plaza Mayor; aún, como vestigio, es posible que quede alguna alcayata enrobinada, clavada en las juntas de las piedras de la iglesia; clavos que servían para atar los tenderetes de los puestos. En un plano 1878 se la llama «Plaza de la Constitución», que debería referirse a la última entonces: la de 1876. Pues en España ha habido por lo menos ocho constituciones y ésa fue la que rigió durante el reinado de Alfonso XIII, hasta que quebrara aquel orden constitucional con la proclamación de la Segunda República y la consiguiente aprobación de una nueva constitución: la de 1931, que no tendría tiempo de desarrollarse por el estallido de la Guerra Civil en 1936.
Cuando la Guerra instalaron una cocina comunitaria, para dar de comer a los hambrientos, en el mismísimo atrio de San Pedro de la basílica de la Asunción, cuya lumbre era alimentada mediante maderas diversas del mobiliario del propio templo, aunque decían algunos que las lentejas, cucadas y con chinas, atufaban luego al humo de los barnices sacros. Por esas mismas fechas aciagas, bajo el Muro instalarían su «gehena iconoclasta» los «quemaiglesias» (supongo que lo sabrán los de la Cofradía de las Ánimas, cuando hacen la sorprendente procesión del «Descenso de Cristo a los infiernos» el Sábado Santo de madrugada, que precisamente «descienden» hasta la parte inferior del Muro). Bastantes años después de aquella barbarie, pequeñico yo, mi abuelo me enseñaría las piedras, aún con visibles señales del fuego exterminador, en la base del Muro.
Mi abuelo cultivaba a medias el huerto de una señorita, ahí a los pies de los «calistros» del Puente de Hierro, que entonces eran dos; de manera que muchos días, orgulloso de su primer nieto varón, me llevaba de la mano, no sin pasar por ca la Pilindra, en la esquina de Ruiz Tortosa con San Pedro, para comprar un paquetico de «Ideales», que se lo iba fumando a escondidas de mi abuela. La senducha para bajar al huerto era estrecha, curveando por mitad del terraplén, lleno este de inmundicias y de unas matas asilvestradas que no servían para nada útil. Algunas veces nos topábamos con el hombre de la cara vendada, que vivía al final de aquella senda; entonces mi abuelo me indicaba echarme a un lado y le hacía al otro un saludo sin respuesta; aquél no hablaba, sólo hacía gestos con la cabeza. Decían que el pobre sufría un cáncer que no lo mataba, sólo le iba comiendo la mejilla poco a poco, durante años. Y contaron que una noche que había venido a Cieza el obispo de la diócesis para asistir a unos fastos religiosos, quiso bajar a la humilde casica, en la orilla de la acequia del Fatego, y visitar aquel mártir («…estuve enfermo y me visitasteis», reza en el Evangelio).
La acequia del Fatego, que nace con la cola de la acequia de Los Charcos, tras caer y mover la rueda (cuando funcionaba) del Molino de la Capdevilla, atraviesa el Puente de Hierro por una pequeña bóveda. Luego iba rodeando el pueblo y limitando las cuestas cuando no estaba construida la Ronda del Fatego. La acequia era un estercolero en toda regla, una cloaca a cielo abierto. En los tiempos de aquella sociedad deprimida, cuando en muchas casas no había ni retrete, todo iba a parar a la acequia: ¡hasta un bebé recién nacido!, que su madre, despiadada, metió en un caldero con agua y lo arrojó para deshacerse de él. Muchas cuestas no tenían entrada o salida por abajo, sino una triste senducha. Entonces el vivir en esa zona de Cieza llevaba inherente la connotación de pobreza, de humildad, de precariedad y de muy bajo rango social. Mi abuelo contaba que en la posguerra, un día que fue a retirar el tapón en la acequia para regar el huerto de su señorita, halló entre las ovas una pistola del nueve largo metida en su funda de cuero, pues la gente, temerosa, se deshacía de algunos objetos de la Guerra Civil con extrema torpeza.
En el Puente de Hierro, y en los terribles meses del treinta y seis que siguieron al inicio de la Contienda, construyeron parapetos de sacos terreros en zigzags por si aparecía un enemigo incierto. En las guerras civiles nunca se sabe; el enemigo puede ser tu vecino, tu hermano, o tu propio amigo. Los atrincherados pertenecían al Comité y tenían escopetas requisadas y estaban impacientes por hacer uso de ellas. A mi abuela, joven entonces y con la habilidad de transportar cualquier objeto de carga sobre la cabeza, su señorita le había encargado aquel día llevar y esconder en el campo varias mantelerías y juegos de cama, bordados con primor por las monjas. «Por lo que más quieras —le imploró—, que están saqueando las casas de las personas de orden…» Muy bien envuelto todo en una sábana anudada, formando un pesado hatillo, la señorita se lo entregó y le dijo que a ella no la pararían. «Qué compromiso señorita…» «Tú tranquila que a ti no te pararán». Pero sí la pararon los de las escopetas del parapeto de sacos terreros. Ella se quedó clavada, como la mujer de Lot convertida en estatua de sal cuando huía del fuego genocida de Sodoma. «¡Dile a tu marido que venga con nosotros, que tenemos escopetas de sobra!» Ella improvisó una excusa de urgencia y tuvo que aprender a caminar de nuevo. Sólo querían adhesión a la causa, a la lucha contra un enemigo incierto.
Cuando empezaron a llegar los evacuados de las poblaciones de los frentes, los fueron distribuyendo en las casas donde cupieran. Muchos venían con lo puesto, habiendo perdido todo en la política de guerra de «tierra quemada» (las tropas en retirada, arrasan y pegan fuego a graneros y bienes). Luego, en la Plaza Mayor, quitarían las escaleras de la puerta principal de la iglesia con el fin de encular los camiones. Pues devastados los templos y desprovistos de objetos de culto, eran dedicados a almacenes o cualquier otro menester. Así que llenaron la iglesia con maquinarias traídas de Sagunto para las Industrias de Guerra de la Subsecretaría de Armamento, en Ascoy. Sin embargo no fundieron las campanas para hacer cañones; así que las echarían al vuelo en el treinta y nueve, con el fin de la Tragedia Nacional.