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El zorro le explicó al Principito que si lo domesticaba sería su amigo, y pasaría de ser un zorro entre cien mil a ser para el Principito único en el mundo. El principito entonces recordó que en su planeta tenía una sola rosa amiga, la cual, por tanto, era para él única entre cien mil rosas.
En el paraje de «Las Delicias», un poquico antes de llegar al Maripinar, estuvo el primer campo de fútbol de Cieza; después lo pondrían en la explanada grande, entre oliveras, donde ahora es la Plaza de España, frente a la casa esa tan chula de los Anaya. Y ya, trasladado luego dicho campo de fútbol a allá, junto al Camino de Murcia, donde la Plaza de Toros, la de España se convertiría en un espacio ajardinado muy bonito. Pero eso fue a partir de 1929, con la inauguración, a lo grande, del fabuloso Mercado de Abastos, edificio diseñado por el arquitecto José Carrilero y construido por José Torres (Pepón). Por cierto, para tales fastos llevaron al Cristo del Consuelo (no el actual, sino el que sucumbiría en la hoguera en 1936); lo entraron en procesión, con banda de música, por la Calle de la Palmera (hoy Gregorio Ruiz), y delante venía un fulano tirando cohetes (existe una película muda, rodada por los Galindos). Mientras que en la explanada de frente al Mercado no cabía un alfiler, pues la «Tropa de Exploradores de Cieza» (los Scouts), que había fundado Don Raimundo Ruano Mazzuchelli unos años antes, sirvió allí mismo, en largas mesas de campaña, una comida a los pobres del pueblo, que entonces eran legión.
En el Maripinar, en frente y más arribica de donde estuvo el mentado campo de fútbol, se hallaba la fábrica de mazos de picar esparto de Zafra, donde estuvo de contable mi pariente Cesáreo Gómez, en cuyas naves, tiempo después de cerrar la actividad espartera por no ser ya negocio, se instalaría otra gran industria: la de manipulado de ajos, que durante unos cuantos años empleó a un montón de mujeres. Todos los días, a la hora de comer y a la de dar de mano por la tarde, venía por la carretera de los olmos, el Puente de los Nueve Ojos y el de Hierro, tal cantidad de mujeres, que parecía que bajaran a la Virgen de la Atalaya en procesión.
En Cieza, aunque mal pagado, y peor cotizado, había bastante trabajo, fabril y agrícola, que sin inmigrantes como ahora, no se quedaba por realizar: cogíamos toda la fruta de Cieza y todavía nos desplazábamos en cuadrillas al campo de Abarán (yo he ido a Casablanca, a coger ciruela, en el autobús de Moquita, por medio del Chato del bar de las Casas Baratas); y todos los puestos de trabajo de las tres o cuatro fábricas conserveras de Cieza eran ocupados por mujeres ciezanas, sin necesidad de buscar gente venida de fuera, de modo que es una falacia eso que dicen que si no fuera por los inmigrantes se quedaría la fruta sin coger. ¿Pero saben lo que pasaba entonces? Pues que había verdadera necesidad de trabajar (en lo que saliera) y, más importante aún: cultura del trabajo y del esfuerzo, cosa que ahora no existen ninguno de esos conceptos. A ver, pregunto yo, ¿qué hacen ahora los estudiantes, mayores de 16 años, cuando se termina el curso? Cuando yo estudiaba, acabado el último examen en el último día, ya estaba tardando para irme a coger fruta o a descargar camiones a las fábricas y ganar unas perricas para la casa.
La entrada al Campo de fútbol de las Delicias, con sus taquillas, estaba justo al lado del camino ese que hay flanqueado de palmeras, subiendo la carretera, a la izquierda (por cierto, esas palmeras, aunque parezca que no, van a cumplir un siglo, ya que las plantaron cuando nació mi padre, y él está a las puertas de los noventa y nueve). Los viejos decían que para entrenar, el equipo aquel de peloteros ciezanos subía corriendo desde el pueblo, en pantalón corto y camiseta, cosa que las mujeres veían como una novedad. (Aunque para novedad, la de los rusos que llegaron aquí cuando la Guerra, tipos rubios y fornidos, de rostro caucasiano, con chaquetones de cuero y pistolón al cinto, de los que enviaba Stalin como comisarios de guerra para «sovietizar» España, los cuales en pleno mes de enero bajaban al río a bañarse en cueros vivos.)
La «Casa vieja de las Delicias», o de los medieros de la finca, se hallaba más arriba de donde estuvo el campo de fútbol, no lejos de la Balsa de la Herradura. (La otra «Casa de las Delicias», residencia de los señoritos, es la que compró el ayuntamiento para hacer un hotel, pero que ahí está viendo pasar el tiempo y cayéndose a cachos; ¡ay, las cosas de palacio!) Junto a dicha casa «de los medieros», hace unos años, hallaron los restos enterrados de una balsa, que se llenaba mediante un «arte», a través de una galería subterránea, olvidada, que tomaba el agua de la Acequia de Don Gonzalo; sistema que quedaría en desuso y bajo tierra después de construir arriba la gran Balsa de la Herradura, con su «molino de viento» para elevar el agua de un profundo pozo cuyo fondo estaba al nivel de la acequia.
Doña Isabel González fue maestra de la escuela rural del Maripinar (luego sería mi profesora de Biología en COU, en el instituto); pero el aula multigrado para desasnar los zagales del paraje se hallaba entonces, improvisada, encima de lo que durante muchos años fue la «Venta de Julio», y se accedía a ella por unas escaleras en el exterior. Algún tiempo después, ya a principio de los sesenta, construiría el Ministerio la escuela un poco más arribica: mi escuela, donde me dio lección Doña Maricarmen Lucas Ros, mi maestra. Allí, a la salida de clase, y esperando algunos días el autobús del Salto de Almadenes, de los López, lo andábamos todo y nos encantaba acercarnos a la Balsa de la Herradura. Era como un imán.
Decían que todo eso fue propiedad de los Marín Barnuevo y que la balsa, única en Cieza por su arquitectura, con su torreón en medio, la habían mandado construir con piedra de su Coto Peña. Nada tenía vallas por entonces y se podía corretear a placer. Nos asomábamos al enorme agujero cuadrangular, en cuyo fondo una galería conecta con la Acequia de Don Gonzalo por debajo de la carretera (en otro tiempo allí habría un «arte» o «rueda Catalina» con los cangilones colgados de una larga cadena, que se movía con la fuerza del viento). En la balsa nos gustaba ver una carpa vieja, enorme, con cicatrices de guerra en el lomo. Los muros de la balsa son de sillería, sujetos unos con otros, los grandes bloques de piedra, con grapas de acero (perforaban la piedra, calentaban al rojo vivo las grapas y las acoplaba; al enfriar estas, aprisionaban las juntas de los bloques de forma milimétrica): setenta sillares conforman el gran arco del muro exterior de la balsa, con su forma de «herradura».
Sería por el mes de enero, cuando corre el pelacañas y la escarcha florecida bajo los ribazos dura de una noche para otra. Un día que andábamos por allí, la Balsa de la Herradura estaba helada. La carpa, solitaria, navegaba cual un submarino atómico bajo los casquetes polares y nosotros corríamos por encima del muro para seguirla. Un compañero resbaló y, ¡zas!, fue a parar dentro; con su peso rompió la placa de hielo y se sumergió. Entonces me puse de rodillas y pude agarrarlo de un brazo y, casi a pulso, sacarlo del agua gélida. Vivía en las casas de junto a la fábrica de esparto, así que lo llevé de la mano antes que lo ganara la hipotermia.
En la Balsa de la Herradura, un patrimonio a cuidar y proteger por todos y para todos los ciezanos, ni los viejos recuerdan ya las aspas de tela en el torreón que allí perdura, y que mediante engranajes de molino extraían con la energía eólica el agua del oscuro pozo, entibado con piedra seca.