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El «Puente de Alambre», que desde hace más de cien años comunica el casco histórico de Cieza, a través de la Vereda del mismo nombre, con los parajes huertanos del Estrecho y el Argaz, en la margen derecha del río Segura.
Érase una vez una sociedad de pobres y ricos. Los adinerados, los señoritos, poseían la tierra (a veces por herencia familiar, a veces por negocios venidos de cara, a veces por un golpe de fortuna) y los medieros, los que sólo tenían sus brazos para trabajar, la explotaban por el tradicional sistema de la «aparcería» (a partes en los esquilmos). Las familias campesinas tenían hijos, que, conforme servían para algo, los enganchaban a la rueda penosa del trabajo, bien en la siembra, cultivo y recolección de las cosechas, bien en el cuidado de los animales. Por norma general, ese era el sino de la vida, de la resignación de los humildes, que aceptaban la tradición antigua venida de padres a hijos, la costumbre de lo que siempre había sido, pensando que nada iba a cambiar. En los campos había entonces escuelas rurales, donde abnegados maestros y maestras desasnaban a los niños con más amor que medios; aunque bien es verdad que cundía el absentismo escolar, con la anuencia, cuando no con la errónea decisión, de los propios padres. Pues con que supieran leer, escribir y las cuatro reglas, iban bien servidos —pensaban ellos—; y si se trataba de las niñas, entonces lo principal es que aprendieran a ser mujeres de su casa: buenas madres para el día de mañana y buenas esposas de sus maridos. Era como se concebía la vida rural, en Cieza, en nuestros campos, hasta que llegara el seísmo social de los cambios, allá por los años sesenta.
Los señoritos eran los amos, en relación con los trabajadores a su servicio; entonces las palabras «amo» o «ama» no tenían la connotación peyorativa de hoy en día, o los medieros y demás personas humildes no se la daban. En sus casonas del pueblo, los señoritos empleaban varias mozas o criadas sirviéndoles (el salario no era problema: unos pocos duros al mes). Entonces se decía «servir»; y tampoco se entendía como bajeza el que muchas chicas jóvenes se pusieran a «servir» en las casas de los ricos. Mi madre lo decía siempre, que la suya —mi abuela— la puso a servir con doce añicos para que no pasara necesidad en la hambrienta posguerra: una niña a penas, arrancada de una escuela rural para pobres, que tendría que fregar suelos de rodillas o cualquier cosa que le mandara su ama, su señorita. Y, aunque al principio le daban sólo «la comida por la servida», la criatura no pasó hambre, en aquellos tiempos tan precarios, pues el señorito tenía una despensa escondida tras un armario de la alcoba, llena de alimentos escaqueados del racionamiento oficial; unos hombres de «confianza» del señorito, que pertenecían a la Comisión de Abastos, órgano que «regulaba» el hambre del pueblo, venían por la noche, sin saludar y sin dar el habla, cargados con sacos de harina, de legumbres, de arroz, de azúcar; o con garrafas de aceite, y las depositaban en el «zulo secreto» de los señoritos.
Los campos estaban poblados por familias campesinas (hoy también hay muchas casas habitadas en los parajes rurales, peros son familias urbanas, que han trasladado al campo el modo de vida urbano, cómodo, de la ciudad. Las familias de entonces, sin apenas necesidades porque no se conocían, llevaban una existencia dura y austera: vestían ropas remendadas, su alimentación era muy precaria y las jornadas excedían los límites crepusculares del Sol. Estas familias trabajaban con denuedo (los almanaques del campo no tenían domingos ni fechas marcadas en rojo, según aseguraban ellos) las tierras del amo o el ama. Luego cuando llegaba la cosecha, la mitad era para la familia trabajadora y la mitad para el señorito o la señorita. La mitad de las hortalizas, la mitad de las leguminosas, la mitad de las patatas, de las cebollas, del panizo; la mitad del aceite. Había sin embargo dos excepciones; los cereales se regían con otra proporción distinta según la costumbre: en unos casos era de cinco, una y en otros casos, de nueve, dos; es decir cuando se trillaban en la era las cebadas, los trigos, las avenas, los centenos o las jejas, el grano se medía con la «media fanega», y, de cada cinco fanegas, una para el amo o el ama; ese era el «terraje», el pago por la explotación de los secanos. El terraje a veces se medía en presencia del «terrajero», el hombre de confianza del señorito o la señorita, que estos mandaban ex profeso en los días de la trilla.
Los medieros debían ser muy respetuosos con su amo o ama (era algo que se mamaba, pues la vida cambiaba muy poco y toda una estirpe familiar: padres, abuelos, bisabuelos, había trabajado la misma finca de generación en generación). El mediero se presentaba en la casa de los señoritos en diversas ocasiones, y siempre con la cabeza algo inclinada y la boina, la gorra o el sombrerico, en la mano. Una de las visitas, por ejemplo, era para obtener permiso para arrancar las patatas; esto era preceptivo por si el amo «desconfiaba» y decidía mandar al terrajero al bancal. El mediero daba unos golpecitos en la puerta de la cancela y, cuando salía alguna moza, preguntaba por el señor. Había que tener tino en la hora de la visita, pues si era temprano, el señorito quizá estuviera aún en la cama; y si era algo tarde, el señorito se había ido al casino, y si el señorito había tenido jarana la noche antes, estaba con dolor de cabeza. No pasaba nada, el mediero volvería más tarde, o a otro día; y siempre con buen tono y muestras de sumisión. El señorito a veces era campechano y le hacía pasar al despacho, aunque el hombre del campo nunca se sentaba; de pie y de forma breve le comunicaba el asunto y se despedía con respeto (ni que decir tiene que el señorito tuteaba fuerte al mediero, en cambio éste último usteaba siempre y sin levantar la voz al amo. Otras veces el señorito tenía ínfulas de grandeza y no permitía que los medieros entraran a la casa por la puerta principal: debían hacerlo por el postigo, como los pordioseros para pedir pan.
Otra de las visitas obligadas del mediero era para llevar el pollo o el pavo, en Feria y en Navidad, respectivamente. Esto se estipulaba porque en las casas del campo se criaban animales, de los cuales no había que entregar parte a los señoritos: sólo tenían derecho al terraje (lo que se criaba en la tierra). Pero existía una segunda excepción: las cosechas de las plantaciones de frutales (albaricoque, melocotón y ciruela, mayormente) eran en su totalidad para los amos. El mediero cultivaba el suelo, cavaba y embasuraba, y podía plantar entre los árboles hortalizas, ¡a medias!, pero nasti de plasti respecto a la fruta, que era el 100% para el señorito.
A los ojos del buen mediero, el valor más grande de su señorito o su señorita era la sencillez. Qué cosa más curiosa, la sencillez de un pelanas, de un bracero, no valía nada, no tenía mérito alguno, pues esa era su condición natural; pero una señorita, aunque fuera tacaña hasta decir basta, si era sencilla en el trato, y condescendiente con los medieros, ellos lo ponía mucho en valor.