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Vista de la entrada a Cieza por el Puente de Hierro
El día que el abuelo fue a entregarle a la señorita la llave del «reposaor» del aceite, llevó de la mano a su nietecico, que por entonces no levantaría más de cuatro palmos del suelo.
El abuelo había sido mediero toda su vida de la señorita, en una de las labores que ella poseía en el término. Era la tradición sostenida de padres a hijos: la señorita había heredado la tierra, que le venía de estirpe familiar; y el abuelo, joven entonces y recién licenciado de la mili de Melilla, continuó los servicios como aparcero en aquella finca, lo mismo que lo habían hecho sus ancestros. Se trataba de una gran casa de campo, algo desangelada para vivir (obviamente, sin luz eléctrica, agua corriente u otras comodidades básicas, como vidrios en las ventanas) con muchas fanegas de tierra de secano, que había que arar a base de mulas y sembrar; sin embargo existía mucha resignación y demasiada necesidad de hacer de las piedras pan en aquellos años del hambre.
Cuando al abuelo, por achaques prematuros de la edad, le empezaron a mermar las fuerzas, fue fiel a la tradición y entregó los «derechos» de aparecería a su hijo, y él se retiró a vivir al pueblo, a una casica techera que había adquirido en la zona del ensanche, no lejos de la «obra de los padres Salesianos». Pero como tenía mucho apego a la tierra, tomó dos taullicas de oliveras a medias por el paraje del Cementerio, cuya propietaria no era otra que la misma señorita, la que había sido su ama desde siempre.
La molturación de la oliva había concluido la noche antes, y el almazarero le confío la llave del reposador, donde el aceite se desprendía de las heces turbias. Así que a la mañana siguiente el abuelo, mediero fiel y observador de las buenas costumbres, marchó con el crío a casa de su señorita. Cruzaron la Gran Vía, la única asfaltada: el resto de calles, desde la Plaza de España hasta el confín con las oliveras, eran de suelo de tierra, que las mujeres barrían por las mañanas con escobas de palma y rociaban con un caldero de agua; atravesaron el «pasadizo» del Bullas, por donde apenas cabía una burra con serón; bordearon la Lonja de los asentadores (en la calle adyacente, Santa María de la Cabeza, vieron algunos carros parados, de los huertanos que traían género a la Plaza); y, tras pasar por la puerta del Cuartel de la Guardia Civil, cercano al edificio nuevo de Correos, entraron al casco viejo del pueblo, cuyas calles, más estrechas, habían adoquinado después de la Guerra.
El abuelo aún no era muy viejo, rondaría los sesenta y pico, pero había pasado muchas penurias (luchó en África, librándose por los pelos del «Desastre de Annual», y, en el treinta y ocho, fue movilizado por Negrín con la «quinta del saco»). No obstante, mantenía en la cuadrica de su casa una burra negra y una cabra lechera, las cuales llevaba todas las mañanas, atadas del ramal, hasta las oliveras de la señorita, que él cavaba con ahínco y regaba, por tanda, con las aguas del Pantano, una enorme balsa redonda que había cerca del Molinico de la Huerta.
Al niño le gustaba ir con el abuelo. Éste lo llevaba al cine Galindo a ver las películas de Joselito y le había enseñado a leer la hora en los relojes mirando aquel, parado ya por abandono, que había en la fachada del Teatro Borrás; pero al crío le encortaba un poco entrar a la casa de la señorita, con aquella puerta de hierro forjado de la cancela, que chirriaba; con aquellos mármoles fríos y aquel «¡clic-clac!» del reloj de péndulo de pie que había en el pasillo lóbrego; sin embargo se garraba a la pata del pantalón de pana del abuelo y afrontaba con estoicismo las preguntas engorrosas de la señorita.
El abuelo sabía bien del pie que cojeaba: ¡más agarrada que las aldabas, era la señorita! La conoció de joven, cuando ésta literalmente vestía santos; luego los siguió vistiendo ya en el sentido figurado para quedarse rancia, y más beata que las ánimas benditas; pero, al decir del abuelo, poseía la gran virtud de la sencillez: era una señorita muy sencilla, valor que superaba otras carencias. Ella, mujer de misa y rosario, lo trató a él siempre con amor cristiano y con esa condescendencia noble que se tiene a los seres inferiores. A decir verdad, sólo una vez, que recordara el abuelo, le habló de forma determinante. Fue con el asunto aquel del retrete, y aunque de eso hacía muchos años, el abuelo aún se acordaba.
La cosecha de la oliva no era mucha, pero el hombre, conforme la iba cogiendo, la llevaba con la burra y la depositaba en una de las trojes de la almazara de Los Mateos, cuyos números había pintado el almazarero con almagra en la bóveda de ladrillo del sótano. Así que cuando la hubo recolectado toda pidió el turno para la molturación. El pago de este servicio, y el del alquiler de la troje, lo realizaba mediante «maquila» de aceite; el resto del líquido, recién salido de la prensa de cofines de esparto, quedaba en el depósito decantador durante dos o tres días, bajo llave, la cual el mediero llevó a la señorita y ésta la guardó en un cajoncito de su escribanía.
La señorita, cuyo diente de oro destellaba al sonreír, no invitó al abuelo a sentarse. Éste, con la gorra negra en la mano, descubría una calva blanca y hablaba en tono de sumisión. La señorita preguntó al niño si sabía ya rezar, y el hombre respondió por él que lo estaba enseñando la abuela, aunque ésta, analfabeta, ¡válgame dios!, era de las de «padre nuestro, me cago en el maestro». La señorita dijo que le iba a dar al niño una cosica y empezó a rebuscar los cajones. El abuelo, sabiendo de su tacañería acrisolada, recordó lo del retrete: muchos años antes se lo había pedido un día: «Señorita, que a ver si manda un albañil y que haga un retrete». El hombre se había decidido a hablar por consejo de su entonces joven mujer, la abuela. «Pídeselo a la señorita», le había urgido ella, pues no le agradaba en absoluto hacer sus necesidades por los ribazos o en el corral de los animales. «¡Cómo un retrete! —respondió algo airada la señorita—. ¡De eso nada! ¡De siempre ha sido así y nunca os habéis quejado! ¿O es que ahora los del campo os habéis vuelto señoritos?». Y no hubo más que hablar del asunto. «No se procup’usté señorita», acertaría a decir el abuelo aquella vez, y abandonó la casa de los señores cabizbajo.
Al fin la señorita, de espaldas al abuelo y el niño, halló en un cajón lo que buscaba (el hombre había pensado que sería algún perro gordo de los que guarda para la bandeja de misa, pero no): ¡un caramelico de Hellín!, y se lo ofreció al niño con tal gracia que, al ir a tomarlo la criatura, ella retiró la mano y le preguntó antes que «cuántos dioses había». El abuelo omitió responder por el nieto, y el zagalico guardó un sabio silencio, pues en verdad dioses hay cuantos han querido crear los hombres a su imagen y semejanza.