INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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10/4/22

Los cortapinos

 .

Un día que visitamos la ruina del paraiso que fuera el Menjú. Mi nieta Paula, sentada en el «mirador de occidente», en cuyo murete aún quedan restos de azulejos traidos de Sevilla, de la famosa fábrica «Mensaque Rodríguez y Cía.». Al fondo, valle arriba, se otea la ciudad de Cieza.

Aquella mañana, fría y lloviznosa, amanecía despacio, como si a la noche le costara trabajo parir el día. Los hombres de la corta, con sus ropas estrafalarias, sudadas y resinosas, y su olor montuno, abandonaban aquellas estancias pobres de la casa, más cercanas a los establos y a las tenadas del ganado que a la morada, aunque humilde, de la familia anfitriona que les prestaba acogida; allí comían el rancho frugal de la cena tras la dura jornada en el monte y descansaban sus molidos huesos por la noche.

Los hombres, el día que llegaron, unos de pie y otros sentados sobre sus propios bártulos en la caja del camión de la empresa maderera (un viejo Chevrolet verde de los que aún se tenían que arrancar con manivela), extendieron sus yacijas de perfollas o de paja de arroz en las cámaras del heno o en los antiguos lagares o pisaderos de la uva. Pues en aquella gran casona de labor, y según contaban los viejos, se hacía en otro tiempo el mejor vino de esparteña de aquellos parajes; aunque ya, el pozo del mosto llevaba años lleno de telarañas, la prensa de mano se había convertido en territorio de salamanquesas y los toneles de la bodega, medio descuadernados por haberse soltado los flejes con el abandono, perdían la madre goteando por entre las duelas.

Sin embargo, los hombres de la corta soñaban allí sueños modestos: volver, tras un mes, a su casa y a su pueblo con el salario de su trabajo, donde esperaban sus mujeres y sus hijos retirando el pan fiado de las tiendas bajo promesa de pagar al regreso de los maridos. Los hombres, aquella mañana de nuestro recuerdo, se habían tomado un café turbio de cebada que el ranchero mantenía caliente en una pequeña caldereta de hierro posada sobre los trébedes de la lumbre. Algunos incluso, a la ración en su jarrillo abollado de aluminio habían añadido un chorrito de coñac de garrafón o de anís matarratas que ocultaban celosamente en una botella bajo la colchoneta. Así que con las tripas calientes y un cigarro en la boca, de los liados a mano con papel Bambú y tabaco de la petaca de Ubrique, iban tomando aquella senda de mulas, zigzagueante y pedregosa, que ascendía por las laderas de la montaña.

Era por el mes de marzo, cuando en días intempestivos, los chubascos pasaban, entre clara y chaparrón, como si se tratara de enormes cortinas de lluvia que, empujadas por el viento, se descorrieran una tras otra sobre el escenario abierto del campo. «¡Marzás!» —decía el cabezalero, como quitando importancia al tiempo meteorológico; él partía delante, senda arriba, con su pelliza de pana oscura y la caracola, con la que luego  llamaba a comer al medio día o a dar de mano a la postura del sol. «Esto no son más que marzás» —repetía.

Hasta treinta hombres salieron aquella mañana por la puerta de carruajes. Iban con el rostro sucio y desafeitado. Algunos murmuraban palabras de queja y desgana contra la penosa rueda del trabajo; otros, en cambio, proclamaban una humilde resignación ante la vida y aceptaban el sino poco alentador de la época. Todos procedían de los pueblos más deprimidos de la comarca, donde la escasez y los piojos, aún a finales de los años cincuenta, mantenían una corteza social difícil de romper: el cascarón de la pobreza y el subdesarrollo.

El lugar de la corta se hallaba rozando las crestas rocosas de lomo de iguana de la Sierra del Oro, a casi mil metros de altitud. Los pinos, algunos con evidentes señales de haber sido maltratados por los rayos de las tormentas u otras impiedades de la meteorología, habían sido marcados a brocha gorda con pintura roja en los troncos, habían sido cubicados grosso modo por peritos forestales, contados y subastados en el salón de plenos del ayuntamiento. Las administraciones locales apenas contaban entonces con recursos económicos y, aunque funcionaban con la máxima eficiencia en cuanto al personal (alguno podía ejercer de bombero, policía y electricista, al mismo tiempo) y los servicios a la ciudadanía eran mínimos, necesitaban inyectar posibles en sus arcas públicas, por lo que año tras año subastaban cierta cantidad de madera de los montes, a costa de dejar enormes calvas en las sierras del término municipal.

Los hombres anduvieron todavía buen trecho después de acabarse las sendas de pastores y de leñadores, pues el área a talar quedaba más arriba; así que sobrepasaron con esfuerzo el mar de estepas y chaparras y llegaron a la zona abrupta del pinar «condenado» aquel año. Entonces desembozaron sus hachas, protegidas con «bozos» de recincho de esparto, y apartaron la protección de tablas a sus sierros de acero. Ellos eran diestros en el manejo de las herramientas: primero asestaban unos cuantos golpes con el hacha por la parte que habían decidido que cayese el árbol, y, tras hacerle una hendidura de castor a ras del suelo, aplicaban el sierro por la parte opuesta, el cual, manejado entre dos hombres, se comía la madera, «¡ris-rás, ris-rás!», con sus dientes triscados. Luego, cuando se oía el primer quejido del tronco, retiraban el sierro, metían al corte unas cuñas de hierro y aplicaban sobre ellas varios golpes con un marro de minero. Entonces caía el árbol con estrépito sobre las sabinas y los enebros que colonizaban aquellas laderas.

A media mañana habían cesado los chubascos y acometía sin piedad el viento del norte. Los hombres temían al viento más que a la lluvia. Pues el agua empapaba sus ropas y se las tenían que secar después encendiendo un chospe, pero el viento racheado podía hacer que el árbol fuera a parar hacia el lugar no deseado, rebailar el tronco en su caída y provocar un accidente. Además, el ruido del viento en las cumbres aturdía sus cabezas como si fuera un fragor de batalla.

Una vez tumbados los pinos, los hombres los desramaban y pelaban con sus hachas y su especial habilidad. Luego, todo se aprovechaba: el ramaje para hacer carbón, las cortezas para las industrias del tinte y los maderos pelados y secados al sol de la primavera, serían ajorrados con grandes mulas hasta el oripié de la montaña, donde podían acceder los destartalados camiones o los carros de pértigo, que los cargaban y los trasportaban a los aserraderos.

©Joaquín Gómez Carrillo

 

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"