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El río que nos llega, que nos lleva, que se va, que se adentra en la noche del tiempo, que nunca es el mismo y nunca volverá
A veces decimos que la vida ha cambiado mucho, y es una frase manida que la aplicamos para referirnos a cualquier cosa. En realidad, la vida ha cambiado en todos los órdenes, y cada vez lo hace de forma más acelerada; esto es natural (en la prehistoria, para pasar de la piedra tallada a la piedra pulimentada hubieron de transcurrir miles de años, en cambio para pasar del móvil tipo ladrillo, ¿se acuerdan de aquellos que se llevaban colgados a la cintura, como John Wayne la pistolera atravesando el Río Grande?, al 5G inteligente que lo hace todo, han bastado 15 o 20 años). Todo evoluciona, y no hay más que tomar una referencia temporal para darnos cuenta de lo diferentes que son las cosas. Sólo hay que recordar cómo se vivía hace sesenta años, por poner una fecha (por cierto, fue la década de los grandes cambios de la sociedad española: los años sesenta, cuando el estallido de la música moderna, la igualdad de oportunidades basada en las becas para estudiar en las universidades, el acceso a la vivienda unifamiliar, con cientos de miles de casas baratas al alcance de la gente humilde; el advenimiento de los electrodomésticos, etc.).
Pero les quería comentar aquí una de las actividades que por aquellos años, y anteriores, existía en Cieza: la crianza de animales en las casas. Esto constituía una dedicación familiar, ya fuera en el medio rural, ya en el urbano. En las casas de campo, aparte de la tenencia de ganados de ovejas y cabras, o cerdos y conejos, estaba el llamado «averío»: conjunto de gallinas, pavos, palomas u otros animales de pluma. En los campos era una actividad obligada; la base agrícola, la explotación de la tierra, casi siempre en régimen de aparcería, no llegaba a cubrir con holgura las necesidades de una familia. De manera que coexistía con las labores de la agricultura el trabajo de la crianza de animales. ¿Qué beneficios reportaba? Pues, dinero, obtener una perricas para ir medrando algo en la vida.
De las ovejas se vendían la lana (los vellones tras la esquila en el mes de mayo) y los corderos, que se los llevaban los marchantes de ganado o directamente los carniceros del pueblo; además se aprovechaba el estiércol de los corrales para abonar los cultivos. Los cerdos, en cambio, casi siempre se criaban para el consumo familiar: la matanza del cerdo por las pascuas constituía el avío de la casa para varios meses: los embutidos, los perniles, los brazuelos, los lacones, los lomos, los solomillos, las costillejas adobadas, las mantecas derretidas, los chicharrones..., ya saben, del cerdo de aprovechaba todo. Iba el matarife y, desde antes de salir el sol, hasta casi entrada la noche, dejaba todo listo, con un fuerte olor a especias que impregnaba el aire de la casa.
El resto de animales: pavos, pollos y conejos, bien se les cambiaban por género textil a los recoveros, bien se vendían a éstos, que andaban los campos con un motocarro, propio del oficio, o también al mercado (existía un mercado de animales vivos, en jaulones o cenachos de esparto, como ahora vemos en la tele que los hay en otros países menos desarrollados).
¿Pero, y en las casas del pueblo? Pues tres cuartos de lo mismo. La gente criaba toda clase de animales en sus domicilios urbanos. Era la costumbre. ¿Qué reportaba esto? Varias cosas. Una de ellas era el reciclaje de los desechos orgánicos. Desperdicios de frutas, verduras, comidas, etc., no iban al cubo de la basura (casi nada iba al cubo de la basura, salvo la ceniza que se producía en los hogares, pues casi nada se vendía envasado en las tiendas y, por fortuna, no se habían inventado los plásticos, que hoy en día están arruinando el Planeta). Las casas, ya en el campo, ya en el pueblo, eran perfectas plantas de reciclaje, y a ello ayudaba en buena medida la existencia de los animales.
En el pueblo, los cabreros andaban mañana y tarde por las calles con sus ganados de cabras lecheras (al atardecer, al regreso de los pastos, eran dignas de ver con las ubres plenas de leche, casi arrastrando). Los rebaños de cabras, que por aquel tiempo fueron, ¡ay!, «patrimonio (hoy perdido) del paisaje urbano de Cieza». A su paso iban dejando tras de sí el suelo alfombrado de cagarrutas, que las mujeres tenía que barrer con sus escobas de palma, y el aire saturado por el fuerte olor a las feromonas del macho cabrío.
En los corrales, aparte de las cabras, que también las había de forma unitaria para el consumo de leche familiar, y la burra para ir a la huerta y llevar los apichusques en el serón de pleita, existía todo tipo de animales domésticos; lo cual hacía que hubiera en las casas una proliferación de moscas al estilo africano, que era necesario intentar eliminar con Flix (un insecticida líquido que se echaba en modo de espray mediante una maquinilla de hojalata), con tiras adhesivas, o azúcar venenoso, asunto que no siempre se conseguía —el matar las odiosas moscas— y había que andar con los matamoscas de mano oxeándolas a la hora de la mesa.
Para los conejos había su alfalfa tierna, que algunas personas que poseían huertas vendían en sus casas, cuya unidad era el manojo o la gavilla («Nena, dame cuatro manojicos d’alfalfa pa los conejos»), aunque éstos comían y roían cualquier cosa verde que les echara: hojas sobrantes de lechugas, de escarolas, de acelgas, tronchos de col, o ramas verdes de cualquier frutal. Algunas personas que no poseían animales en su casa, llevaban los desperdicios a la vecina. «Toma, pa las gallinicas, pa los conejicos, o pa’l marrano…». Pues no se privaban de criar un cochino para hacer luego su matanza y tener apaño, que eso daba mucho de sí a la gastronomía doméstica.