INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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6/3/22

Mujeres, jabón y trapos

 .

Pila «aclarador» en el lavadero público de La Fuente del Ojo

Posiblemente, en cuanto avancen un poco más las generaciones por delante y desaparezcan paulatinamente las generaciones por detrás, ya no se entienda bien lo que era, décadas atrás, la faena del «lavote».

Hace unas semanas, un grupo de alumnos del Instituto Diego Tortosa, acompañado por los profesores María Parra y Pascual Santos, por la estudiosa del Centro de Estudios Históricos «Fray Pasqual Salmerón», Manuela Caballero, y por el director de dicho centro educativo, José Carrasco, fueron a ver el antiguo, y por fortuna hoy en día «medio reconstruido», lavadero público y la ruina de lo que fue en su momento el maravilloso manantial del Ojo. A esta interesante visita tuve el honor de ser invitado para dar a los chicos de 2º de ESO, mujeres y hombres, unas someras explicaciones de cómo una actividad abusiva por parte de unos pocos puede acabar con los recursos naturales de todos —en lo referente al desaparecido manantial—, y de cómo durante años cientos, miles, de mujeres de nuestra ciudad, se deslomaban, día y noche, lavando la ropa en aquel lugar. Pero qué dirán que pasó; pues que uno de los muchachos me hizo una pregunta crucial, una pregunta a la que daba casi vergüenza responder. Dijo: «¿…Pero entre esas cientos, miles, de mujeres no había ningún hombre?». No, le contesté. La pesada carga de lavar la ropa sucia de toda la familia era exclusivamente responsabilidad de las mujeres, de cualquier edad, pero siempre del sexo femenino.

La sociedad, rígidamente encorsetada desde siglos atrás, destinaba a la persona, desde su nacimiento, las distintas tareas que debía realizar, según fuese mujer u hombre. Y en ese injusto reparto, el sexo femenino se ha llevado siempre la peor parte, pues las mujeres cargaban de forma exclusiva con los trabajos relativos a la casa y familia, y, además del mal remunerado trabajo por cuenta ajena, se les exigía realizar, ayudar y colaborar, con otras duras faenas, en principio de responsabilidad del hombre; ejemplo: una mujer podía segar la mies en el bancal, pero un hombre no «podía» fregar los platos en la cocina. La estructura de ese reparto de tareas estaba viciada y no era justa.

Las mujeres de otro tiempo no tenían más remedio que cargar con la ropa sucia de todos y encaminarse, a veces a más de un kilómetro de distancia, para hacer la colada. En los campos, el lavote se realizaba en balsas, en los entradores de las acequias o en los pilones de los aljibes. En el pueblo, cuando aún no había agua corriente en las casas ni, por supuesto, pilas de lavar, las mujeres, niñas a veces, bajaban a la orilla del río o iban al lavadero de «La Fuente», cuando ya éste había sido construido y, con su alumbrado eléctrico y su guarda, estaba abierto para poder efectuar el lavado todas las horas del día y de la noche (salvo en Viernes Santo, que el guarda tenía orden de taponar los desagües de las pilas para que éstas rebosaran).

Las mujeres, acabada la faena, metían las prendas en calderos o barreños de cinc, hacían un «rodete» con un trapo y se lo ponían a modo de «corona» en su cabeza, y, sobre el rodete acomodaban (ayudándose entre dos) el pesado barreño con las prendas mojadas para regresar a casa. Algunas caminaban despacio por el cansancio: cumplían jornada diurna en las fábricas de mazos de picar esparto, de modo que tenían que acudir de noche al lavadero; no tenían más remedio: ellas cargaban con las ropas sucias de todos como Jesús cargó con nuestros pecados.

La única «herramienta» para la faena eran sus manos, sus puños, sus pulpejos (hay que tener en cuenta que los «mudaos» que se quitaban los hombres o los chitos, una vez a la semana, se «tenían de pie» de sucios). Primero las prendas se mojaban y se enjabonaban contra la losa de piedra. El jabón era en grandes pastillas, que en muchos casos se trataba de jabón casero, hecho con heces de la almazara, sosa y pez griega. La pastilla de jabón no podía caerse, no podía escaparse de las manos, pues si el lavado era en la orilla del río o en el borde de una balsa, entonces se perdía el jabón y era disgusto mayor. Cuando la pastilla de jabón, por el uso iba disminuyendo de volumen y, por consiguiente aumentaba la posibilidad de escaparse de las manos, entonces se dejaba para otros menesteres, como para la escasa higiene corporal, en una zafa o un lebrillo en el patio de la casa. Estos pedazos de jabón menores se llamaban «conchas» y, a veces, se cocían en una olla de barro y se reducían a una especie de «gel», utilizado igualmente para el lavote de la ropa o el fregote de los cacharros.

Cuando las prendas estaban enjabonadas (que se iban metiendo «a remojo» en el caldero o barreño), entonces venía el «restregado» y «golpeado», hasta que los pulpejos de las manos se ponían rojos y a punto de sangrar. Seguidamente, la ropa blanca, se «metía en polvos»; como por entonces no se usaba la lejía, se utilizaba como blanqueante un producto que vendían a granel en las tiendas, compuesto esencialmente de percarbonato de sodio («Nena, anda, échame un otavo de polvos de la ropa» —pedían las mujeres—, y la tendera hacía una doblez con papel de estraza y metía dentro unos terrones). Después de permanecer la ropa blanca «en polvos», también se metía en «azulete» (otro producto que también vendían a granel y se trataba de un polvo azul añil).

Tras todo lo anterior, tocaba la fase del «aclarado»: las prendas, ya limpias, se pasaban por agua clara. En el lavadero de la Fuente había una pila para ese menester llamada «el aclarador». Y después de aclarar venía el escurrido; muchas mujeres llamaban a esta fase «torcer», pues la forma más eficaz era retorciendo las prendas, que cuando se trataba de sábanas tenían que ayudarse y hacerlo entre dos mujeres. Una vez escurrida al máximo la ropa había que tenderla. Allí mismo, junto a la Fuente existía una extensa superficie «alaerada» de piedra (la ladera pétrea que subía hacia Los Casones), que llamaban «el losao», y las mujeres, conforme iban haciendo la colada, iban extendiendo la ropa en el losao, poniendo en las esquinas de las prendas unas piedrecitas para que no las llevara el viento. Finalizada la tarea, se metía la ropa lavada en los calderos y barreños, y, con ellos en los brazos o en la cabeza, vuelta a casa. ¡Inolvidable, aquél olor tan especial a jabón casero y a polvos de la ropa!

©Joaquín Gómez Carrillo

 

2 comentarios:

  1. Un relato muy interesante y explícito en detalles. Yo recuerdo, caminando con mi padre hasta allí, que él me contaba cómo su madre lavaba la ropa y como él siendo un niño la acompañaba y la ayudada. Siempre que me hablaba de este tema, su rostro era de pura emoción y de gratitud hacia su querida madre.
    Duros y difíciles tiempos, narraciones como las tuyas nos recuerdan que siempre hubo un tiempo diferente.
    Muchas gracias por este bonito artículo-
    un saludo.

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  2. Muchas gracia a ti, Luna, por tu entrañable comentario.

    ResponderEliminar

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Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"