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Albaida florida entre una mancha de albardín, gramínea parecida al esparto utilizada para hacer albardas
Dicen que nunca llueve a gusto de todos, ni tampoco nunca llueve lo suficiente para que se llenen los pantanos de las cabeceras de las cuencas (a nosotros nos interesa mucho que llueva en la cuenca del Segura y en la del Tajo, ¡que rebosen por los aliviaderos los embalses de Entrepeñas y Buendía) y se recarguen los acuíferos como dios manda. Pero bueno, al menos ha llovido algo por aquí, y así podremos quejarnos, ya que es nuestra naturaleza el no estar conformes con nada.
Miren, cuando Antonio Machado estuvo de profesor en Baeza (Jaén), escribió hermosas poesías, y uno de aquellos poemas, que él lo tituló «Poema de un día», debió escribirlo de corrido durante una noche lluviosa; ya me lo imagino: oyendo el chapechape constante de las canaleras, que hacen hoyitos en el suelo de tierra al caer o son recogidas en algún recipiente para aprovechar el agua del cielo y llenar alguna tinaja; debió meditar escuchando esa música divina, que es el roce de la lluvia en las tejas de los tejados, de esa lluvia bien caída, «recalaera», como dice por aquí la gente del campo; agua de la que no hace daño, aunque siempre tendremos alguna pega que ponerle. Escribe el bueno de Machado —decía yo— en estos bonitos y frescos versos, en los que otorga a la lluvia rango de ley «…en los campos que ara el buey y en los palacios del rey», que con esta agua del cielo (aquella machadiana de Baeza) «van los habares que es un primor, para marzo en flor». Pero luego, en dicho poema —y es a lo que iba yo—, a través de unos personajes que platican en el «fondo de una botica», se plantea esa disconformidad permanente sobre las veleidades del atmosféricas: «—En otro tiempo llovía… —También cuando Dios quería».
En nuestra región murciana, por lo general llueve poco y demasiadas veces llueve mal (recuerden la famosa «dana» que hizo saltar el río sobre el Puente de Alambre). El Segura antes, en cuyo lecho se veían las piedras y se podía cruzar de parte a parte sólo remangándose los pantalones, traía de vez en cuando enormes riadas que se metían por la huerta como si fuera el Nilo de los faraones. Claro que hace bastantes décadas, los huertanos tenían la precaución de situar sus casas en una cota superior a las acequias, donde no podían llegar las aguas turbulentas, cosa que ahora la gente hace chavolas, casicas y casonas, en cualquier parte de la huerta (ilegales, da igual, pagan la multa y en paz). Por entonces, cuando aún no habían construido la presa de la Rambla del Judío, hubo ocasiones de juntarse las dos ramblas, que ya es decir: la mentada del Judío y la del Agua Amarga; ambas unidas tenían el poder de un brazo de mar. Ahora sólo queda a su albedrío la segunda, la del Agua Amarga, que cuando dice aquí estoy yo, se lleva por delante cualquier cosa (en la última dana, un camión cargado de hierro, como si fuera una pluma).
Pero es verdad que llovía «cuando dios quería». Ahora muchos quieren ver las consecuencias del cambio climático de una manera patente, inmediata, espectacular, ya mismo; pero los cambios climáticos, que se vienen sucediendo en la Tierra desde que el mundo es mundo —aunque es verdad que en la actualidad los humanos estamos arruinando el planeta con nuestras basuras nocivas, con nuestros plásticos en los océanos, con nuestros gases de efecto invernadero en la atmósfera y con la explotación y tala abusiva de los bosques en muchos lugares—, son más lentos; los cambios climáticos y sus repercusiones en la meteorología se dan de forma paulatina, muy poco a poco, y se irán percibiendo mediante observaciones científicas en el transcurso de décadas, no en un lustro ni de un invierno para otro. No tenemos poder los humanos para intervenir de una forma sustancial, en un sentido o en otro, sobre los cambios climáticos terrestres; somos unos piojillos ajenos al rodar del universo. Pero sí debemos ser más conservadores de nuestra «nave planetaria» y, en la medida de lo posible, evitar el calentamiento de nuestra atmósfera para no acelerar el inevitable cambio climático, que seguirá su curso, con nosotros o sin nosotros, como lo viene haciendo de forma natural (imaginen que hace millones de años había ríos y bosques en el desierto del Sahara). Riadas han venido de toda la vida, sequías las ha habido horribles en la memoria de los más viejos, olas de frío gélido, hasta helarse balsas y acequias; y calor tórrido, ni les cuento, hasta fundirse el asfalto en las calles y pegarse en las suelas de los zapatos.
El otro día hablo con un amigo sobre el tiempo: que si llueve, que si no llueve (lo de Antonio Machado), va y me asegura convencido que es el cambio climático. Hombre, yo he conocido mayores sequías y mayores temporales de lluvias cuando aún no habían levantado nadie la liebre del cambio climático; no existía esta teoría, ni habían comprobado, o hecha pública, esta evidencia. He conocido primaveras secas, en las que no había ni flores en los campos; estíos inmisericordes en los que salía fuego de la tierra; inviernos duros en que la escarcha perpetua formaba una corteza bajo el suelo y daba la sensación de ir pisando cascarones de huevos al caminar. He conocido las sementeras raquíticas, que no se podía segar la mies y había que arrancarla con la mano. He conocido los montes arruinados por sequías de años, en los que no tenían nada para comer los ganados y las ovejas parían los corderillos y seguían caminando (es un instinto animal: si el año es muy malo, no aceptan a sus crías; paren el hijo y se van sin volver la cabeza). Todo eso ocurría porque los cambios climáticos no los hemos inventado ahora, ya existían; y existían y existen los ciclos atmosféricos naturales (¿recuerdan el sueño del faraón: siete vacas gordas y siete flacas?).
No obstante, la Tierra es redonda y con nuestros modos de vida irrespetuosos hacia el medio ambiente estamos acelerando el ahora famoso cambio climático, que seguirá fundiendo la banquisa, acortando los glaciares y hundiendo Venecia, pero que no es el causante directo, por ahora, de si tenemos danas en Murcia, meses de sequía, febreros locos o veranos tórridos.