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Vestigio de parte de lo que fueran las «terreras» de los Sánchez, en las Lomas del Madroñal, próximo a las cuales se sitúa el manantial de la antiquísima Balsa de San Pedro
Esta vez quiero comentarles a ustedes la existencia de dos pequeños nacimientos de agua, con bastante antigüedad, que se sitúan en el paraje de las «Lomas del Madroñal», y que continúan manando después de muchos años, cuya agua, entre otros usos, es aprovechada para la agricultura.
Pero miren, antes que nada les hablaré del «Cabezo Blanco», que está en el límite del mentado paraje y el de La Herrada, el cual constituye una rareza geológica, pues en mitad de un amplio paisaje más o menos uniforme en cuanto al color del suelo se refiere, aparece esta elevación totalmente blanca. El Cabezo Blanco, que no tendrá más de 500 metros de largo por unos ciento y pico metros de anchura en su base, está formado en realidad por dos montículos con un pequeño collado en medio. Esta tierra extraña, plagada de fósiles, emergió hace dios sabe los millones de años desde el fondo marino. Antes que yo descubriera este yacimiento paleontológico, allá a finales de los años sesenta, los lugareños habían pasado siempre por allí y no daban importancia a aquellas extrañas «piedras». Miren, los erizos casi se podían coger con pala; y yo los regalaba a los amigos, y los llevaba al instituto (entonces llamado «Instituto Laboral») o a la OJE, que estaba donde ahora la Biblioteca Municipal. ¡Era una misma emoción, el hallarlos y el regalarlos! Pero ahora no corran a buscar fósiles al Cabezo Blanco, que en casi sesenta años han esquilmado el yacimiento y no queda ni uno.
Pues en el lado del saliente del citado monte blanco, junto a una antigua casa, hoy demolida porque estaba para caerse y pillar a alguien dentro (mi abuela decía: «…¡Ese, o esa, tienen más mala idea que una casa que se va a hundir!»), junto al tronco de una vieja higuera llena de pollizos —que yo no sé si aún existirá— había una pequeña galería medio replanada que se adentraba en el subsuelo del Cabezo Blanco, por la cual manaba un chorrico de agua. Y a la salida de la bocamina había una balsica —creo que esta sí permanece todavía—, con la cual se regaba una pequeña huerta.
A dicho manantial se le ha llamado desde antiguo «de la Tejera», pues cosa de doscientos metros más abajo existía una industria de fabricar tejas y ladrillos, con su secadero y su horno. Esta tejera perteneció a la familia Sánchez, conocidos tejeros de Cieza («los Sánchez de la Tejera», que siempre diremos), y el último que allí trabajó y habitó, antes de emigrar con su familia a Francia, fue Antonio Sánchez («Antoñín el Tejero»).
Pero volviendo al pequeño manantial y su balsica, siempre llena de ovas flotando en mi memoria de niño, ésta era punto de encuentro de vecinas del paraje, que iban allí a hacer su colada. En el borde de la balsa había unas piedras, pulidas de tanto restregar durante décadas, ante las cuales las mujeres se arrodillaban en el suelo como en acto de contrición, y, con gran penosidad, lavaban la ropa sucia de la familia como Jesús lavara nuestro pecados. Y cuando en el crudo mes de enero, la fuente del Madroñal, umbrosa y territorio invernal de escarchas perpetuas, se helaba por completo y bajo el caño nacían lirios de cristal, mi madre debía desplazarse a este otro manantial de la Tejera para hacer su colada en la mentada balsica. Luego había que cargar con los calderos llenos de ropa mojada y regresar cuesta arriba por un carril pedregoso, bajo cualquier inclemencia invernal.
Muchas balsas, por otra parte, estaban marcadas por el signo de la desgracia, y esta que les cito no era una excepción: en los tiempos de la Guerra, mientras dos de los hijos mayores de la humilde familia que allí moraba se habían emboscado en la Sierra del Oro para no ir al frente a pegar tiros, una niña de corta edad cayó, «sin el ángel de la guarda», dentro de la balsa y la sacaron ahogadica.
Pasando ya a otro manantial, no lejos del primero, les citaré el conocido por «la Balsa de San Pedro» (la antigua, no la de cocer esparto que luego existiera cerca de allí y que hoy en día ha desaparecido). Esta surgencia de agua, cuya existencia data de muchísimos años atrás a juzgar por los restos de la vieja balsa, estaba muy cercana a las canteras de tierra, o «terreras», de la empresa «Sánchez», cuya importante fábrica de tejas y ladrillos estaba al final de la Gran Vía desde antes que la Gran Vía existiera. (En tiempos de la Guerra, cuando trasladaron una industria bélica desde el Puerto de Sagunto a Cieza, la Subsecretaría de Armamento incautó la mentada fábrica de los Sánchez de la Tejera y las citadas «terreras» de las Lomas del Madroñal, con el fin de aprovisionar de ladrillos la construcción de grandes naves, con su horno de fundición y todo, en Ascoy; y mi abuelo, Joaquín del Madroñal, movilizado en la «Quinta del Saco», estuvo picando arcilla en estas canteras y cargándola en los camiones rusos «Tres Hermanos Comunistas» del ejército de la República.)
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