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Casa solariega en mitad del Cajitán de Cieza
Aquella tarde, el hombre que vendía las radios por los campos fue ya a tiro fijo. Pues unos días antes había hablado con los niños cuando iban camino de la escuela rural y el menorcico de la casa se lo había revelado: «Mi papa ha puesto ya el palo pa la antena del arradio en el tejao». Era cierto; el padre, tras obtener el consentimiento de su esposa («…ya verás como la pagamos poco a poco», le había asegurado ella por la noche, cuando se quedaron solos en el rincón de la cocina), tomó un poco de yeso en un capacico de pleita, llenó medio caldero de agua y trepó al tejado poniendo contra el alero el perigallo grande de coger los albaricoques moniquises. Una vez arriba, amasó el yeso en un lebrillo de barro lañado por el lañador e hincó en lo más alto de la casa un gobén viejo del carro, como Cristóbal Colón clavase el pendón de la Reina Católica en un mundo nuevo por conquistar.
Francisco Losa, el hombre que se dedicaba a «predicar» por los campos la buena nueva de las radios a pilas —bien es cierto que a veces ante las miradas incrédulas o escépticas de las personas—, llegó a esa hora dulce de la sobre mesa, pues debía coger en casa a todos los miembros de la familia, como había hecho las veces anteriores (su trabajo, hay que reconocerlo, no era coser y cantar). Arribó con su motillo a pedales a la placeta de la casa, sombreada por una gran parra, y, aunque su trato era siempre afable, aquel día se le notaba además triunfante.
Mientras soltaba las cajas del portaequipajes, canturreaba con gracia aquellos versos de la zarzuela «La del Soto del Parral», que decían: «Ya estoy aquí, no te amohínes mujer…». Luego puso tres radios maravillosas sobre la mesa grande para que eligiesen con cuál de ellas preferían quedarse. Francisco Losa las encendía mediante un clic de botón y no hacía falta esperar, como con las radios a lámparas que había en muchas casas del pueblo. Después recorría el dial despacio y se detenía en las distintas estaciones que se podían sintonizar a esa hora. La que mejor se oía era la emisora local, donde ejercía como locutor un jovencísimo Juan Sánchez Salmerón; y entonces Paco se complacía dando volumen si estaban poniendo una canción bonita.
Luego caminó cual un funambulista sobre la lomera del tejado de la casa y, mediante unos aisladores «de nuez», de china, colocó tenso el hilo de la antena con que enhebrar las ondas hertzianas que venían volando en el éter. Después, acabada la instalación, echó mano a una carpeta y extrajo un formulario de contrato, que rellenó sobre la mesa, e hizo firmar al padre varias letras de cambio (era la manera usual de financiar las compras, pues la vida estaba entonces muy cara; el precio de un simple aparato de radio superaba en mucho el salario de un mes entero de un trabajador).
Sin embargo, a partir de ese día, la radio sería el objeto mágico que abriría una ventana a lo desconocido. Por las noches, tras cerrar la puerta de la casa (con la aldaba, la tranca y la cadena), exenta de luz eléctrica en aquellos años, y reunirse la familia en torno al fuego del hogar, ya podían defenderse de la opresión del silencio poniendo en marcha la radio. Tan solo girando el botón que hacía moverse la aguja del dial, descubrían otros mundos que estaban en éste y ellos aún no lo sabían. Allí mismo, en el aire invisible de la casa —nunca lo habrían podido imaginar— tenían cabida distintas frecuencias de emisoras de lugares lejanos. Una de las más exitosas era Radio Nacional de España en Barcelona, que emitía todas las noches su programa de discos dedicados «De España para los españoles»; la simpatiquísima locutora María Matilde Almendros iba nombrando los deseos y las peticiones, plenos de nostalgia, de nuestros emigrantes forzosos en Francia, Alemania u otros países europeos, y cuyas divisas que traían los pobres, ahorradas franco a franco o marco a marco, remediaban el déficit de la balanza de pagos nacional; ni que decir tiene que casi todas las noches repetía, a petición de los oyentes, la emblemática canción del «Emigrante», de Juanito Valderrama.
Otra de aquellas emisoras nocturnas, con discos dedicados, era «Radio Intercontinental», de Madrid. Solían dramatizar también un cuento para niños y, un tal Ernesto Lacalle, que llegaba siempre a bordo de su caballo Felipe, contaba un chiste para todos los públicos.
A las diez de la noche (siempre en el reloj de la Puerta del Sol de Madrid) y a toque de cornetín militar de órdenes, «¡tararí, tararí, tararíii, ti!», cual si España fuera un cuartel, daban el parte; y entonces el padre mandaba silencio. A veces ponían cortes de discursos triunfales de Franco acompañados de una cerrada ovación, pero el padre desconfiaba y decía que las palmas quizá fueran grabadas en las corridas de toros del Cordobés («Eso es el disco de las palmas del Cordobés…» —aseguraba). Mas había que tener cuidado con los chistes, pues no todo el humor era bien admitido y las paredes oían. Un vecino que se aventuraba a escuchar los discursos encendidos de la Pasionaria en la «Pirenaica», lo hacía a muy bajo volumen y metiéndose él con la radio bajo una manta, pues estaba prohibido sintonizar Radio España Independiente y se le podía caer el pelo a alguien.
Con el tiempo descubrirían Radio Andorra. En la cual ponían también discos dedicados y daban noticias chocantes, por lo desconocidas, sobre nuestro país. Al Generalísimo y Caudillo de España —«…por la gracia de Dios», como figuraba en el anverso de las monedas—, le llamaban «el general Franco», sin más.
Por último, también causaba cierto interés escuchar la emisión nocturna en lengua española de «Radio París», que entre las noticias sobre lo que pasaba en España y no nos lo contaban los medios de aquí, emitían —para no variar— discos dedicados, y casi todas las noches, complaciendo las nostálgicas peticiones de los exiliados políticos, ponían la Internacional.
Durante unos cuantos años, o décadas, en que los campos seguían sin electrificar, funcionaban aquellos aparatos de radio a transistores, y pilas, al mismo tiempo que se mantenían en uso los de lámparas (o «peras»), mediante corriente alterna, en las casas del pueblo. Luego, poco a poco, se iría generalizando el interés por la televisión y desplazando la exclusividad que tenía la radio.
©Joaquín Gómez Carrillo
Estimado Joaquín, genial artículo, con el que nos has trasladado un montón de décadas atrás.
ResponderEliminarAún siendo de origen urbano, recuerdo aquél mágico aparato, como llamas, que nos descubría el mundo.
Gracias por tus magníficos relatos. Un abrazo.
Muchas gracias, estimado amigo Luis Roldán. Me alegro que te haya gustado el artículo. Otro abrazo para ti.
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