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En
el artículo anterior, y ya para terminar esta serie, nos quedamos en la visita
que hicimos Mari, mi joven y bella esposa, Ana Sofía, nuestra hija —casi bebé—
y yo, a la bonita localidad de Ronda (año 1983).
Habiendo dejado atrás ya su casco histórico, cruzamos el famoso «Puente Nuevo», que con una altura de casi 100 metros salva el profundo «Tajo de Ronda», por cuyo fondo discurren las aguas del Guadalevín. Y justo donde ahora se levanta el Parador de Turismo de Ronda, asomado al borde del alto precipicio tallado durante millones de años por el mentado río Guadalevín, existía un solarón con restos visibles de un remoto incendio (allí había estado el viejo mercado de abastos); tal solar servía de desahogo para aparcar vehículos, así que dejamos allí el R-5 y nos fuimos a tomar algo a una cafetería.
El rondeño me chocó, era un acento como más andaluz, pero fino, bien hablado; con una pronunciación perfecta de las vocales y las consonantes, y entonando las frases con agradable y pegadiza musicalidad; vamos, que estabas allí una semana y venías diciendo «quillo», con un deje como si hubieras vivido toda la vida.
¿Qué cosa es típica de ver en Ronda? Su plaza de toros, sin duda; pues nos fuimos a verla. Construida en el siglo XVIII por el arquitecto Martín de Aldehuela —el mismo que hizo el famoso «Puente Nuevo» mentado arriba, y por donde dicen que se suicidó arrojándose al vacío—, dicha plaza taurina es propiedad de la «Real Maestranza de Caballería de Ronda», mandada fundar por el rey Felipe II en 1572. En Ronda se venera la memoria del torero rondeño Pedro Romero, como figura cumbre de la tauromaquia. Éste, retratado por Goya, se habría retirado del oficio sin recibir jamás un rasguño (no sabemos si recibió alguna corná del hambre) y tras haber estoqueado 5.600 toros, ¡que ya es matar!
El coso taurino de Ronda es un monumento arquitectónico, recomendable visitar a quienes no lo hayan visto. Es de sillería de piedra con dos pisos de columnas toscanas, también de piedra (136 columnas), y cuyo ruedo se considera de los más grandes del mundo. Yo, en realidad, admiro estas construcciones desde el punto de vista arquitectónico e histórico, nada más; pues en cuanto al espectáculo sangriento del toreo, por mí pueden dejar abiertas todas las puertas de las plazas. Aunque para no mentir diré lo que me pasó años después en Sevilla: era la Feria de Abril y había corrida en la Maestranza; pasamos por la puerta (ya éramos cinco: mi mujer, mis tres hijas y yo), y pregunté a aquellos señores uniformados de gala que estaban de porteros si, por favor, podía asomarme un poquito a la plaza. «No zeñó» —me respondió muy amable uno de ellos, que ceceaba como buen sevillano. «Nada más que asomarme» —porfié yo, que no me importaba en absoluto el espectáculo y solo quería tener la emoción de ver la famosa plaza, cuyo redondel es imperfecto como una patata. Recuerdo que la escalinata accedía directamente a un vomitorio del tendido y era de suponer que la plaza estaría «abarrotá», pero no se oía una mosca; allí arriba se sentía un silencio devoto, ¡más que en un partido de tenis de Nadal con Féderer! «No pue entrá, zeñó, porqu’está toreando er Maestro» —me explicó el hombre con paciencia. El Maestro era Curro Romero, que temía más al toro que a una nube de piedra, y como viera un gato negro, no toreaba ese día.
En Ronda nos fuimos después a dar una vuelta por la Calle Carrera de Espinel, peatonal y plagada de comercios, y le compramos a mi hija un sombrerico de tela rosa que ella había señalado con su dedo en un escaparate. Ya no se lo quiso quitar en todo el día, y, cuando nos fuimos al bonito parque Blas Infante, donde está la estatua del poeta Rilke, con vistas sobre el alto acantilado por la parte Oeste de la ciudad, subimos a la niña en un tiovivo muy bonito y le hice fotos con la Nikon mientras giraba montada en un caballito de cartón; ella, ¡una preciosidad de niña, siembre risueña y dicharachera, con su sombrerito rosa!
Cuando uno se va de Ronda, se dice por dentro: ‘aquí tengo que volver’; eso pensamos mi mujer y yo aquella tarde al salir por la puerta de la muralla, más hay muchas cosas en la vida que se quedan sin realizar.
En el camping de Marbella, la cría tuvo que dormirse con su sombrerico puesto, mientras yo invité a Mohamed (nuestro amigo moro) a un último vino tinto y nos intercambiamos las señas. Pues creo que al otro día iniciamos el viaje de vuelta, cuya etapa fue hasta Granada, pasando por Fuente Vaqueros, el pueblo natal de aquel señorito andaluz que tocaba el piano, dibujaba, se rodeaba de mujeres y escribía los versos más hermosos y audaces de la lengua castellana, al cual le darían el infame «paseo» los rebeldes en la Guerra «…cuando la luz asomaba. Y el pelotón de verdugos no osó mirarle a la cara».
En Granada nos quedamos un par de días, en un camping que había muy cerca del Estadio de fútbol de los Cármenes; estábamos a un paso de la ciudad y salíamos y volvíamos andando. A la mañana siguiente visitamos la Alhambra. Siempre que he ido a Granada he subido a la Alhambra. Entonces todo era más sencillo y podías recorrer los jardines del Generalife por libre y sentir esa música de los chorros del agua golpeando, mientras columbrabas, allá a lo lejos, coronada de blanco su cima, Sierra Nevada. La niña quería beber en todas las fuentes de la Alhambra, por lo que a mitad de ver el Palacio de Carlos V, tuvimos que salir a cumplir una necesidad suya.
Antes habíamos tomado churros con chocolate en la Plaza de Bib Rambla, donde reza el cartel: «Dale una limosna mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada», o eso habíamos pensado, pero unas gitanillas, casi lorquianas, nos rodearon: «¡Dam’un shurro!, ¡dam’un shurro…!», con sus ropitas astrosas y los tufos a la cara.
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