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Valle de Ricote. El pastor con su rebaño
Este domingo por la noche se cumple ya un
añico desde que el gobierno de la nación decretó por primera vez el estado de alarma
por causa del coronavirus. Se criticó y se dijo entonces hasta la saciedad que
lo hizo tarde, que esperó demasiado para confinar a la población en su casa;
pero bueno, a estas alturas da igual, porque no solo fue tarde, sino que muchas
cosas, durante las primeras semanas y meses, se hicieron a salto de mata, con
ocultación y embuste; y no había nada previsto para afrontar la que se nos
venía encima: ni mascarillas, ni guantes, ni trajes de protección para los
sanitarios, ni respiradores para las UCI, ni camas suficientes en algunos
hospitales, ni atención médica para salvar a los ancianos y en las residencias.
¡Un desastre! Por no haber, no hubo siquiera una manera fiable de contar los
finados, y nadie sabe en realidad cuántos se han ido al otro barrio por esta
pandemia que no cesa. Sí hubo, hay y habrá, porque este país es así, mucho
politiqueo inútil, mucha desunión entre las fuerzas políticas y mucha
estulticia para reconocer que el enemigo es uno: el coronavirus. Y aún hoy,
cuando les escribo, andan a la greña sin centrarse en lo principal, que es
salvar vidas.
Fue la noche del 14 de marzo de 2020, y al día
siguiente, por la mañana, estaba el pueblo desierto, como nunca lo habíamos
visto, con los bares y cafeterías cerrados. Luego vendría la canción «Resistiré»,
del Dúo Dinámico, casi un himno para la ocasión, y los aplausos al aire, por las
ventanas, en homenaje a los sanitarios, que se hallaban en la trinchera y sin
armas para luchar y defenderse; y, por si faltaba algo, las sirenas de los
coches de la policía, «apatrullando» para hacerse notar y, de paso, recoger
algo de ovación del respetable público. Toda una experiencia, que ojalá no
tenga que repetirse (me refiero sólo a lo del encierro).
Hasta finales
de febrero, mi hija Victoria y yo viajábamos a Valencia todas las semanas, y,
mientras ella acudía a clase, yo me iba a leer a la Biblioteca Pública del
«Hospital de los Pobres Inocentes» (se llama así porque ese era el uso del gran
edificio renacentista del siglo XV, con planta de cruz griega, con columnas
clásicas de piedra y claraboya central, magníficamente restaurado); estaba
leyendo entonces el libro del cura José Antonio Fernández Martínez «Memorias de
un misionero enamorado». Luego me iba siempre a la misma cafetería a tomarme un
té, y, como por aquellos días, en valencia se palpaba ya el ambiente fallero,
este agradable local de la calle San Vicente Mártir estaba engalanado, ¿saben
ustedes con qué?, con petardos, con «bombas colgantes» de las mascletás
(supongo que serían de pego). Pues en realiadad a nadie de la ciudad del Turia
le entraba entonces en la cabeza que pudieran suspenderse las fallas de San
José. ¡Cómo nos cambió la vida! Ni fallas de Valencia, ni procesiones en
Sevilla (ni en Cieza, claro); ni Feria de San Bartolomé, ni romería a la
Atalaya, ni nada que supusiera aglomeraciones de gente.
Pero nos lo tuvimos que creer, que esto iba en serio,
que no era solo cosa de los chinos allá en Wuham, tan lejos; ni de los
italianos, que empezaban a caer como moscas a primeros de marzo, cuando aquí
estaban las fronteras abiertas y no había medidas de control y la gente seguía
acudiendo a actos públicos autorizados. Hasta que el gobierno cayó de la burra,
como Pablo de Tarso del caballo, y nos mandó meternos en casa y cerrar
comercios, salvo los servicios esenciales (mi aplauso también para las cajeras
y demás dependientes del súper, que tuvieron que seguir trabajando, en
principio sin pantallas de protección y todo el mundo sin mascarillas, porque
ni las había en las farmacias ni, por tanto, era obligatorio el llevarlas
puestas).
Ha habido olas; no sé si dos, tres o cuatro. Porque
cada vez que se suavizan las restricciones, la gente se echa a la calle a
festejar que está viva, al menos; a reunirse en locales y en familia, y
entonces, vuelta la burra al trigo: suben los contagios, suben las ocupaciones
de los hospitales, las UCI, y los muertos. Pero eso no nos causa espanto,
porque nos lo tomamos como cosa normal. Solo son conscientes, ¡ay!, quienes han
sufrido en sus carnes la pandemia y quienes han perdido seres queridos.
Tenemos una esperanza: la ciencia. Toda mi vida llevo
oyendo decir que en España no se investiga (cosa que no es cierta; sí se
investiga, pero nuestros científicos pasan hambre, o si son docentes de las
universidades, no cobran las horas ante los tubos de ensayo). Se critica
siempre que no se destina suficiente presupuesto para la investigación, para la
ciencia, para la I+D+I. Pues ahora, desde hace un año para acá, es el momento:
¡ahora o nunca, señores gobernantes! Mucho están tardando ustedes para nutrir
económicamente a nuestros investigadores científicos, a los laboratorios
españoles. ¿No creen que ya podríamos tener nuestras vacunas, que en nuestro
país hay capacidad para eso y para más? Pero no, seguimos a piñón fijo de toda
la vida, a esperar que nos las traigan de fuera (a cuentagotas).
Mientras tanto, llevemos mucho cuidado con las
reuniones, ya sean familiares, ya de amigos; ya sean en domicilios, ya en
locales de ocio. Mucha precaución, porque para la inmunidad colectiva todavía
falta bastante. Y, aunque no sabemos cuándo podremos volver a la vida de hace más
de un año, aprovechen todos los momentos de felicidad del aquí y el ahora, del
día a día; no se quiten la mascarilla y sonrían, a pesar de que su sonrisa
quede oculta.
©Joaquín Gómez Carrillo
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