INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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14/3/21

La sonrisa oculta

 .

Valle de Ricote. El pastor con su rebaño

Este domingo por la noche se cumple ya un añico desde que el gobierno de la nación decretó por primera vez el estado de alarma por causa del coronavirus. Se criticó y se dijo entonces hasta la saciedad que lo hizo tarde, que esperó demasiado para confinar a la población en su casa; pero bueno, a estas alturas da igual, porque no solo fue tarde, sino que muchas cosas, durante las primeras semanas y meses, se hicieron a salto de mata, con ocultación y embuste; y no había nada previsto para afrontar la que se nos venía encima: ni mascarillas, ni guantes, ni trajes de protección para los sanitarios, ni respiradores para las UCI, ni camas suficientes en algunos hospitales, ni atención médica para salvar a los ancianos y en las residencias. ¡Un desastre! Por no haber, no hubo siquiera una manera fiable de contar los finados, y nadie sabe en realidad cuántos se han ido al otro barrio por esta pandemia que no cesa. Sí hubo, hay y habrá, porque este país es así, mucho politiqueo inútil, mucha desunión entre las fuerzas políticas y mucha estulticia para reconocer que el enemigo es uno: el coronavirus. Y aún hoy, cuando les escribo, andan a la greña sin centrarse en lo principal, que es salvar vidas.

Fue la noche del 14 de marzo de 2020, y al día siguiente, por la mañana, estaba el pueblo desierto, como nunca lo habíamos visto, con los bares y cafeterías cerrados. Luego vendría la canción «Resistiré», del Dúo Dinámico, casi un himno para la ocasión, y los aplausos al aire, por las ventanas, en homenaje a los sanitarios, que se hallaban en la trinchera y sin armas para luchar y defenderse; y, por si faltaba algo, las sirenas de los coches de la policía, «apatrullando» para hacerse notar y, de paso, recoger algo de ovación del respetable público. Toda una experiencia, que ojalá no tenga que repetirse (me refiero sólo a lo del encierro).
 
Hasta finales de febrero, mi hija Victoria y yo viajábamos a Valencia todas las semanas, y, mientras ella acudía a clase, yo me iba a leer a la Biblioteca Pública del «Hospital de los Pobres Inocentes» (se llama así porque ese era el uso del gran edificio renacentista del siglo XV, con planta de cruz griega, con columnas clásicas de piedra y claraboya central, magníficamente restaurado); estaba leyendo entonces el libro del cura José Antonio Fernández Martínez «Memorias de un misionero enamorado». Luego me iba siempre a la misma cafetería a tomarme un té, y, como por aquellos días, en valencia se palpaba ya el ambiente fallero, este agradable local de la calle San Vicente Mártir estaba engalanado, ¿saben ustedes con qué?, con petardos, con «bombas colgantes» de las mascletás (supongo que serían de pego). Pues en realiadad a nadie de la ciudad del Turia le entraba entonces en la cabeza que pudieran suspenderse las fallas de San José. ¡Cómo nos cambió la vida! Ni fallas de Valencia, ni procesiones en Sevilla (ni en Cieza, claro); ni Feria de San Bartolomé, ni romería a la Atalaya, ni nada que supusiera aglomeraciones de gente.
 
Pero nos lo tuvimos que creer, que esto iba en serio, que no era solo cosa de los chinos allá en Wuham, tan lejos; ni de los italianos, que empezaban a caer como moscas a primeros de marzo, cuando aquí estaban las fronteras abiertas y no había medidas de control y la gente seguía acudiendo a actos públicos autorizados. Hasta que el gobierno cayó de la burra, como Pablo de Tarso del caballo, y nos mandó meternos en casa y cerrar comercios, salvo los servicios esenciales (mi aplauso también para las cajeras y demás dependientes del súper, que tuvieron que seguir trabajando, en principio sin pantallas de protección y todo el mundo sin mascarillas, porque ni las había en las farmacias ni, por tanto, era obligatorio el llevarlas puestas).
 
Ha habido olas; no sé si dos, tres o cuatro. Porque cada vez que se suavizan las restricciones, la gente se echa a la calle a festejar que está viva, al menos; a reunirse en locales y en familia, y entonces, vuelta la burra al trigo: suben los contagios, suben las ocupaciones de los hospitales, las UCI, y los muertos. Pero eso no nos causa espanto, porque nos lo tomamos como cosa normal. Solo son conscientes, ¡ay!, quienes han sufrido en sus carnes la pandemia y quienes han perdido seres queridos.
 
Tenemos una esperanza: la ciencia. Toda mi vida llevo oyendo decir que en España no se investiga (cosa que no es cierta; sí se investiga, pero nuestros científicos pasan hambre, o si son docentes de las universidades, no cobran las horas ante los tubos de ensayo). Se critica siempre que no se destina suficiente presupuesto para la investigación, para la ciencia, para la I+D+I. Pues ahora, desde hace un año para acá, es el momento: ¡ahora o nunca, señores gobernantes! Mucho están tardando ustedes para nutrir económicamente a nuestros investigadores científicos, a los laboratorios españoles. ¿No creen que ya podríamos tener nuestras vacunas, que en nuestro país hay capacidad para eso y para más? Pero no, seguimos a piñón fijo de toda la vida, a esperar que nos las traigan de fuera (a cuentagotas).
 
Mientras tanto, llevemos mucho cuidado con las reuniones, ya sean familiares, ya de amigos; ya sean en domicilios, ya en locales de ocio. Mucha precaución, porque para la inmunidad colectiva todavía falta bastante. Y, aunque no sabemos cuándo podremos volver a la vida de hace más de un año, aprovechen todos los momentos de felicidad del aquí y el ahora, del día a día; no se quiten la mascarilla y sonrían, a pesar de que su sonrisa quede oculta.
©Joaquín Gómez Carrillo

 

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"