Hace poco más de diez años, en Valencia. Aún pensábamos envejecer juntos
Ellas me enseñaron a vivir, a ser hombre y a conocer los misterios de la noche en las estrellas; ellas me desvelaron la ciencia de las tradiciones y el realismo mágico de los cuentos; ellas me introdujeron en la religión de la honradez y en la fe de los buenos principios; ellas me llevaron de la mano por la senda tenue de la niñez, me acompañaron en la tormenta de la adolescencia y nunca me abandonaron en los naufragios del amor; ellas me ofrecieron agua en los desiertos de la incertidumbre, me dieron pan en los desmayos y calor en los hielos del corazón. Ellas me revelaron muchas veces el camino del cielo y una sola vez la frontera de la nada.
Mi abuela Teresa, humilde entre los humildes, era analfabeta por condición social, pues a los hombres, mal que bien, se les enseñaba a medio escribir y las cuatro reglas (había maestros pobres que andaban los campos impartiendo lección a cambio de algo para sustentarse); mientras que a las hijas de entonces solo se las formaba para ser «mujeres de su casa», esto es, a ser esposas sumisas, madres con dedicación exclusiva, dispuestas para llevar una casa adelante y siempre atentas para ayudar al marido en cualquier tarea. En el medio rural (hablo de hace muchos años), la carga de la mujer era superior a la de los hombres: ellas, muchas veces, trabajaban codo con codo con ellos en las faenas de la siembra y recogida de las cosechas o en el cuidado de los animales; cuando regresaban a la casa, el marido se relajaba en su merecido descanso; ellas en cambio debían disponerse a ordenar las tareas hogareñas, preocuparse por los hijos y llevar los alimentos a la mesa.
Fue hace más de cien años: tan pobres eran mis abuelos maternos, que cuando contrajeron matrimonio, se metieron a vivir en un casón (una cueva excavada a pico en el testero de un barranco), y, cuando se les murió la primera hija (casi un bebé todavía), del temido «garrotillo», ella cavó un hoyito en el fondo oscuro de la cueva y le dio sepultura cual si enterrara un ramito de margaritas blancas. Pues él le había dicho que no hacía falta otra cosa, ya que como era hembra no la habían inscrito en el registro civil.
Mi madre, Paca del Madroñal, cargaba con la ropa sucia de todos y subía a la fuente por un pedregoso sendero. Cuando llegaba el duro invierno y en el caño del agua se formaban carámbanos y lirios de cristal, ella tenía que romper el hielo con una piedra para hacer la colada; entonces, con sus manos rojas, comidas de sabañones, se quejaba de que el jabón no hacía «ojos». Por lo que debía desplazarse hasta otro manantial de la vecindad, más lejano todavía, y, arrodillada sobre unas piedras como en acto de contrición, restregaba, enjabonaba, golpeaba y aclaraba las prendas, que las iba metiendo en un caldero grande de cinc, con el que yo le ayudaba en su regreso por las empinadas cuestas del camino.
Mis tres tía-abuelas, Isabel, Manuela y Soledad, quedaron sin alfabetizar. Aunque a sus dos hermanos varones, mi bisabuelo sí se preocupó de mandarlos a desasnar a un maestro de pago en clases nocturnas. Mis dos abuelas eran analfabetas profundas, aunque sabias por la universidad de la experiencia, y muy válidas para defender del hambre a los suyos en los peores tiempos. Mis tía-abuelas también supieron desenvolverse en el curso de sus vidas y fueron mujeres dispuestas en las responsabilidades de sus familias; regentaron negocios y no se les escapaba una. (Mi «chacha Isabel», tan querida por todos nosotros, despachaba en su tienda de comestibles y ultramarinos, y decían que apuntaba el fiote de la parroquia en un papel de estraza, haciendo cruces para las pesetas y redondeles para los duros).
Mi esposa, Mari, conducía siempre el coche en los viajes, hasta el día en que se detuvo poco antes de llegar a Valencia y me dijo que ya no podía más. Era la persona que más me aportó en cuarenta años de amor y convivencia, y la perdí un día como se pierden las gemas preciosas. Tenía la capacidad de llevar adelante nuestra familia, de dar educación y cariño a nuestras hijas, y de realizar su trabajo con éxito.
A mi madre la conocí joven, cuando aún cantaba la canción de la Tabernera del Puerto: «En un país fábula», mientras amasaba el pan en la artesa y lo cocía en el horno. Recuerdo que el último de los panes de la tabla, lo aplanaba con sus manos enharinadas y lo convertía en una torta pinchada; luego, cuando la casa entera olía a pan casero recién hecho, ponía la torta en la mesa, caliente y exquisita, la partía y nos la daba a comer con la misma unción que Jesús a sus discípulos.
Por mis hijas, Ana Sofía, Verónica del Alba y Victoria Elena, aprendí el más difícil de los oficios: ser padre. Ellas han estudiado y se han formado en las carreras universitarias de su elección. Son muy competentes en sus profesiones y no necesitan de la «ayuda» masculina para ser valoradas en su trabajo y responder por quienes son.
Mi abuela Josefica, capaz de tomar un tren y hacer el estraperlo en la posguerra del hambre, me ponía un platico de comida en la mesa todos los días, cuando empecé a estudiar el bachillerato en el Instituto Laboral.
Mi madre, primeriza, encinta de ocho meses, contaba que tuvo un accidente doméstico y dejó de notar viva la criatura en su vientre (era verano y dormían en una barraca de cañas bajo el quijero de la acequia de los Charcos). Luego, al cabo de tres días y tres noches sintió que había vuelto a latir el ser que llevaba sus entrañas. Por lo que nací con una cicatriz en la cabeza que me duró hasta después de cumplir los veinte años.
Mi mujer, que me había hecho partícipe de la intensidad de la vida y llegaría mostrarme el abismo de la muerte, me dijo con naturalidad el día antes de partir, cuando ya se negó a tomar el alimento que yo le daba por mano: «¿…no ves que me estoy muriendo?».
Emotivo y magnífico relato. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarEstoy disfrutando mucho con tus escritos, cuántos recuerdos de infancia y adolescencia me traen! Pero éste es especialmente bonito por lo emotivo y el reconocimiento que haces a tus mujeres. Enhorabuena Joaquín
EliminarMuchas gracias Ana por tu comentario. Celebro que disfrutes con su lectura.
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