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Cueva del Arco (un importante yacimiento arqueológico), en el paraje Los Losares (Cieza), no lejos de la Cueva de La Serreta y el Cañón de los Almadenes, por donde discurre el río Segura
Queridos niños, aquí en España costó mucho traer esta democracia que ahora disfrutamos. Hubo que esperar casi cuarenta años (los mismos que vagó el pueblo hebreo por el desierto tras la huída de Egipto), hasta que el general Franco hincó el pico en una cama de hospital. Y, aunque dejó muchas cosas «bien atadas», el gallego sabía que todo iba a cambiar en cuanto él se fuera a criar malvas. Al entonces príncipe Juan Carlos (un producto de Franco, muy a pesar de su padre del muchacho, que cogía unos cabreos de miedo en su Villa Giralda de Portugal), se le ocurrió un día pedirle asistir a un consejo de ministros en el Pardo. «Excelencia, ¿no cree que sería conveniente que yo le acompañara…?, para ir tomando nota, ya sab’usté.» «De eso nada, alteza; usted tendrá que gobernar de otra manera», cuenta el Borbón que le respondió el viejo.
De forma que, una vez el muerto al hoyo y el vivo al bollo, empezaron a fraguarse los cimientos para la nueva democracia. El rey, más solo que una, con unas Cortes Generales hasta arriba de uniformes llenos de estrellas y medallas, y un presidente de gobierno («el Carnicerito de Málaga», le apodaban por su aplicada represión en la Guerra Civil) llorando a moco tendido. El panorama, ¡para no arrendar a nadie la ganancia, vamos! Sin embargo, se apareció la Virgen, pues dicen que Dios aprieta pero no ahoga. Y a algunos, como a un tal Fraga, joven y sobradamente preparado, se les ocurrió algo inverosímil, algo que dejó estupefactos a muchos políticos extranjeros: el pasar de un «sistema legal» a otro «sistema legal», con referéndum incluido (era el tercer referéndum tras la ruptura democrática de la II República, pues Franco había convocado dos: uno en 1947 y otro en 1966, que los ganó por abrumadora mayoría: «si votabas SÍ, para que siguiera; si votabas NO, para que no se fuera», decían con sorna muy por lo bajini).
Había muchas ganas de libertad en el pueblo, en la gente, en la calle, y muchas ganas de pasar página y de dejar a un lado los rencores y los odios de las dos Españas. Y el joven rey, con el marronazo de tener que mandarle el motorista al presidente del gobierno. (Lo del «motorista» era típico en los tiempos anteriores para destituir a alguien y enviarlo a los infiernos; el motorista salía del Pardo portando la misiva con la tinta fresca, llegaba al correspondiente ministerio y todos se santiguaban al verlo entrar; ¡más famoso que el cobrador del frac!)
Pero el rey Juanca, queridos niños, tenía junto a él a una gran mujer, que era Sofía de Grecia. Entonces se jugó la partida y la ganó. ¿Quién mejor que un falangista, amamantado a las ubres del régimen, para echar de las Cortes Generales a tanto rancio militar?, pensó. «Adolfo, esto hay que sacarlo p’alante», le diría el Campechano. Y salió para adelante; y había una cosa muy gorda, muy gorda, que hacer; algo impensable; un sapo, que increíblemente tragaron los militares viejos; y se hizo. Fue en Sábado Santo del año 1977. «…Mira Santiago, tú me aceptas la monarquía y la bandera rojigualda de todos los españoles, y a ti no te abrimos proceso como criminal de guerra» (digo yo que le dirían en petit comité). Y el asturiano, que afirmaba no creer en Dios, «gracias a dios», respondió sí. (¡Ah, pos no sé!, ya tenía él ganas de volver a esta España suya, a esta España nuestra, después de peregrinar tantos años en el paraíso de más allá del telón de acero). Así que Ana Belén y Víctor Manuel, con el Partido Comunista de España ya legalizado, cantaban a pleno pulmón «¡Amnistía y libertad!».
Todo eso, queridos niños, costó mucho. Aunque ahora hay demasiados indocumentados que no lo valoran. Pero eran años difíciles, muy difíciles, porque la banda criminal de la ETA asesinaba a diario, ¡todos los días! La banda criminal, con el magnicidio del presidente del gobierno Carrero Blanco, hizo creer a algunos ilusos que luchaba contra el franquismo, pero no era así; la banda terrorista pretendía otra cosa: separar el País Vasco de España e implantar allí un régimen de «terror rojo» a la estaliniana. Y la joven democracia se veía impotente, pues nada es más fácil que asesinar en un régimen de libertades, ¡facilísimo! Entonces unos militares rancios pensaron que podían meter en cintura a España de nuevo y prepararon un golpe de estado. Ocurrió el 23 de febrero de 1981, hace la friolera de cuarenta años. Entraron al Congreso y, por la fuerza de las armas, secuestraron al gobierno y a los diputados.
¡Vaya marrón, majestad! Otra vez más solo que la una. Y otra vez se nos apareció la Virgen a todos los españoles. ¿Cómo? Muy sencillo: los capitanes generales, franquistas apurados, miraban solo al rey, sin pestañear, y el rey miraba a los capitanes generales: fue el juego del ratón y el gato (el que primero se moviera, perdía la partida). Solo uno sacó los pies del tiesto, el más exaltado, el de Valencia, con los carros de combate amedrentando la ciudad. Pero el que daba más acojono era el generalazo que mandaba la Acorazada Brunte, una inmensa concentración de tropas y medios bélicos que podía atenazar Madrid en unas horas; más, qué queréis que os diga, para este hombre, Franco era dios y el rey, su representante en la Tierra, de modo que no se movió ni un milímetro. «…Majestad, si me ordena que tome Madrid, lo tomo; si me ordena que me quede en el cuartel, me quedo» (es una forma de hablar mía).
Y el loco de Tejero, mientras tanto, esperando con la pistola en la mano. (El golpe de estado tenía tres vertientes, o tres chapuceros golpes: el plan de un ambicioso, la acción de un loco, y la arrancá de un exaltado.) Al general Armada, fiel juancarlista, no lo dejan ir a la Zarzuela (cuando el rey habla con él por teléfono, parece que no le llega a decirle ni sí, ni no, ni todo lo contrario, más como el general Sabino estaba delante y le señalaba al rey con el dedico que no, ¡que no, que no!, el monarca le pasó el teléfono: «toma, entiéndete tú»). El general Sabino, secretario del rey, le dice entonces a Armada que ni hablar del peluquín, «que aquí no vengas, macho». «¿Y si voy al Congreso y me brindo para presidir un “gobierno de salvación”?», porfía el otro, ambicioso de poder. «Si quieres ir, ve —le responde Sabino—, pero a título personal; al rey no le mezcles en eso» (ahí, sin el apoyo de Zarzuela, se congela el golpe de Armada).
El Armada entonces va al Congreso; lleva una lista de ministrables para formar un «gobierno de salvación»; el teniente coronel Tejero, con la pistola en la mano, la quiere ver, «¡o me enseña vuestra excelencia la lista o no pasa!». Y cuando la ve, no lo deja entrar, ¡ni muerto ni vivo! —dice (¡en la lista iba Felipe González!). Ahí se congela el golpe de Tejero (él lo inicia y él lo para; nadie le apresará codo con codo: se entregará al día siguiente, tan campante, fumándose un cigarro y charlando con los fracasados).
El Milán del Bosch, desesperado, llama a la Zarzuela. «¿No está ahí Armada?» Sabino se pone al teléfono: «no», le responde, seco, cortante, frío. «¿Pero ahí no se le espera?», porfía el de Valencia. «Ni está ni se le espera», responde el sabio Sabino, y el golpe brabucón de Milán se congeló también en ese instante.
Ahora es el momento majestad, aconseja su fiel secretario. Y el rey, queridos niños, salió entonces por la tele y paró el golpe parado.
©Joaquín Gómez Carrillo
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