Qué
les iba a decir, el otro día estuve por la parte esa de Los Losares; orilleamos
un gran barranco y ascendimos hasta dar vista al Pantano de Alfonso XIII y la Solana
de la Palera, dejando a un costado el fabuloso cañón del río Quípar; con un
viento feroz, capaz de tumbar un caballo. Todo era subir monte través («no hay
camino ni se hace este al andar»), tropezándonos aquí y allá con los esqueletos,
aún en pie, de las viejas sabinas que perecieron calcinadas en el incendio de hará
como diez años o por ahí.
Dejamos los coches en el Salto, en la parte de arriba, donde está el partidor, ¿saben dónde les digo? Donde el agua sale del túnel y se remansa en un gran estanque para ir cayendo hacia las turbinas y producir un chorro de kilovatios gratis (la central se construyó en 1925, fíjense si ya estará amortizada), que la compañía nos cobra por un ojo de la cara. Un agente forestal, equipado al estilo de los «rangers» de Yellowstone, nos dio algún consejo oportuno, y la advertencia de no sobrepasar el Mirador del Cañón de los Almadenes. Y ya tomamos camino arriba, pasando junto a los pozos de sequía, que son esos que cuando la cosa pinta mal y, por culpa de la puñetera política, nos escatiman los hectómetros de agua del trasvase Tajo-Segura, la CHS no tiene más remedio que «abrirlos» y empezar a bombear agua a toa pastilla desde la profunda capa freática para echarla al río; entonces es cuando muchas personas disfrutan de esos baños tan peculiares, que son las llamadas «pozas»: pequeños remansos que se originan en los barranquetes con el agua recién extraída de las entrañas de la tierra y que corre para caer al río por el borde del Cañón.
La pista, en bastante mal estado, atraviesa unas finquitas de olivos y pasa cercana a lo que fue la «Caseta de Los Losares», donde vivió con su familia Juan Turpín, el guardalíneas que, en un principio, tenía a su cargo la vigilancia y mantenimiento del tendido eléctrico de postes de madera que conectaba la central de Cañaverosa (Calasparra) con la del Solvente (Ojós). Imaginen las enormes pasadas de andar que se daba el hombre por barrancos y puntales, que incluso debía cruzar el Cañón de Almadenes (supongo que lo haría por la «cuna del Salto», o por la presa de «La Mulata» (la línea lo hacía por algo más arriba de la Cueva de la Serreta). Aunque luego, en 1944, cuando la demanda de fluido eléctrico de Cieza ya era bastante considerable y no bastaba la producción del Menjú y la de la empresa «Santo Cristo» (en el Cauce), decidieron «pinchar» esta línea Cañaverosa-Solvente a la altura del Madroñal y sacar un ramal de alta tensión que llegaba al pueblo por el Puente de Hierro y subía por la calle del Cuartel hasta la Gran Vía, donde instalaron el transformador central. Así que a partir de ese año 1944, otro guardalíneas: Antonio Sánchez, que con su familia (allí crió cuatro hijos: Antonio, José, Francisco y Dolores) se mudó a la recién construida caseta del Madroñal, se encargaba ya del tramo Madroñal-Solvente y del tramo que bajaba al pueblo.
Nosotros, a la altura de la cantera abandonada, echamos para el monte. El terreno es puro calizo, horadado de simas y cavernas en el subsuelo; en la superficie se ven los losados de piedra, cubiertos por una ligera capa de suelo arenoso con chinarro, donde se agarran las atochas, los jaguarzos, las sabinas, los acebuches y algún que otro pinato. Por allí apenas queda rastro de un carril, en su día de carros, que llegaba hasta la casa del coto, pues todos esos montes de Los Losares eran (o son) de aprovechamiento privado: la caza y, en otra época, el esparto, o incluso leña para carbón. De la casa ya quedan tan solo las ruinas, y siempre que subo por allí me gusta observar los detalles de su interior e imaginar cómo sería la vida de una familia en aquel lugar: la chimenea, el horno moruno, la cuadrica de la burra o las mulas, los dormitorios y el espacio donde pasar la vida: descansar, comer, calentarse en la lumbre y hacer guita por las noches a la luz del candil.
Entre los escombros puedo ver algunos elementos para la reflexión. En primer lugar, el agua. Allí no hay agua; ¿de dónde, pues, se la proveían? Quizá de algún manantial del paraje, o lo más seguro del Salto de Almadenes, del río; ya saben que el agua del Segura es bebible y, hasta no hace muchas décadas, los huertanos la cogían para llenar sus tinajas y sus cántaras (bien es verdad que entonces imperaba un ecologismo práctico y las aguas del río y las acequias estaban limpias en incontaminadas). De modo que irían con la burrica, aparejada mediante las aguaderas de pleita y sus cuatro cántaros de barro, a traer el agua para la casa; ¿cómo lo sé? Por la cantarera de obra que hay al entrar a la izquierda, con sus cuatro huecos para los cántaros. El agua tenían que economizarla al máximo: el aseo personal era mínimo (entonces no era costumbre lavarse mucho más que la cara y las manos), y el fregote lo haría la pobre mujer con una chispica de agua en un lebrillo. En cuanto al lavote, está claro que se desplazaba al río, al Salto de Almadenes. Cuando se mudaran el hato sucio una vez a la semana o cada quince días, ella haría un lío con una sábana y se lo echaría a la cabeza. En el río, o en la acequia (la de «Don Gonzalo» nace junto a la «sala de máquinas» de la central), mientras lavaba, arrodillada en la orilla, iría poniendo a orear su colada, de modo que a la vuelta no le pesara demasiado. Es más, cuando bajara el río turbio, cruzaría este por la «cuna» (artilugio que pendía de dos cable de acero) y lavaría en el Borbotón; las mujeres del campo de entonces eran muy dispuestas, y hasta intrépidas: podían con todo y nada les arredraba.
Bonito relato. Toda una experiencia llegar hasta allí y disfrutar.
ResponderEliminarUn saludo
Muchas gracias por comentar. Un saludo.
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