Qué
les iba a decir, toda mi vida he oído la palabra «jeringa» en forma de
exclamación despectiva: «¡…una jeringa pa ti!»; incluso con carga adicional:
«¡…una jeringa fresca!». Por ejemplo, para decir que algunas cosas son una puñetera
m., de forma fina diríamos que son «jeringas», o con más énfasis: «jeringas
frescas». Indudablemente es una palabra comodín que sirve de apoyo en muchas
expresiones: «…el protocolo de vacunación es una jeringa», pues se lo están
saltando algunos políticos como les da la gana. «¡Vaya una jeringa!, ahora
dicen que no hay jeringuillas pa vacunar». «Con la jeringa de los intereses de
los laboratorios, la vacunas llegan a cuenta gotas a los países»; o también: «dicen
los sabios que si tardamos mucho en vacunarnos, el virus va a mutar lo que le
dé la gana y al final todo van a ser jeringas frescas».
Fíjense que, aunque por aquí no se diga, existe el verbo «jeringar» con el significado de fastidiar. A mí, de chiquitico (andaría entonces por los cuatro añicos), me jeringaba mucho, en el sentido literal, Pepico el Practicante (la gente decía «el platicante», y la verdad es que este era cordial y platicaba algo con los pacientes). Recuerdo que el hombre se desplazaba en Vespa y yo, en cuanto escuchaba el ruido de la moto a dos manzanas me echaba a llorar (antes había mucho silencio en el pueblo: solo se oía de vez en cuando el cascabeleo de los caballos de los carros: el de Lucas, el del Parralo, el del Chusco…). Pepico dejaba la Vespa en la puerta de la casa de mi abuela y entraba con una cartera negra, que a mí me parecía que contuviese todos los demonios. ¿Qué llevaba allí metido? ¡Una jeringa! No una jeringuilla cualquiera, no: un pedazo de jeringa de cristal que causaba espanto (yo, niño, así lo sentía). También llevaba una cajita de acero inoxidable con agujas (que a mí me parecían leznas de zapatero). Mi madre ya había puesto agua a calentar en la lumbre, pues el practicante requería la mayor asepsia de sus útiles: lavaba la jeringa con agua hirviendo y metía las agujas en un baño de alcohol.
Por entonces los médicos lo curaban todo con tarros de penicilina o supositorios, no sabría decir cuál de las dos cosas me jeringaba más. También el galeno de la iguala de mi familia, para que yo pudiera echar fuera la robinera, me mandaba inyecciones de aceite de hígado de bacalao (una de las veces en número de cuarenta). Pepico ya no sabía que parte del culo asaetearme con su aguja, pero siempre encontraba un centímetro cuadrado de nalga para poner la «banderilla». Entonces se hincaba primero la aguja, recién sacada de la cajita del baño de alcohol, y después se acoplaba la jeringa para el gran jeringazo, y el aceite de hígado de bacalao (un pringue oscuro de mil demonios) entraba en la carne jeringando lo que no está escrito. (Recuerdo que el hombre, con boina y una técnica exquisita, primero me palmeaba dos o tres veces la nalga, maltrecha ya y con torteros, y en una de aquellas palmadas, ¡zas!, ¡el puyazo!).
Y todo funcionaba así: casi nada era desechable; todo de lavaba, se desinfectaba y no había problema. Incluso ya en la mili (con Franco aún vivo), nos vacunaban en fila india: con el torso desnudo pasábamos por entre dos sanitarios, o lo que fuesen, y ambos nos clavaban dos agujas, una en cada brazo; más adelante, otros dos fulanos, con sus jeringas en la mano, nos inyectaban un cóctel de vacunas o lo que diablos fuera aquel líquido, y otros sacaban las gujas y las echaban a un cubo con desinfectante para volver al inicio de la cadena. ¡Nos jeringaban bien!, aunque yo creo que toda aquella parafernalia de las vacunas militares eran jeringas frescas.
Pero el mundo cambió con los productos desechables; es difícil imaginar cuánto se arroja al cubo de deshechos en una clínica, en un centro de salud o en un hospital, ¡madre mía! Ahora todo es desechable, todo tiene un solo uso, aunque sea por unos segundos nada más, se tira; y el coste de todo ese material es altísimo; imaginen en una sesión de diálisis: elementos muy caros se arrojan a la basura, pues no valen para la siguiente persona; ¡cientos de miles de euros se desechan diariamente en un gran hospital!, generando toneladas de residuos especiales; imaginen solo los millones de mascarillas que tiramos diariamente a la basura, y más grave todavía: un buen número de ellas son arrojadas en cualquier parte sin miramiento alguno. ¡Ay!, cuando era un crío, el médico me miraba la garganta con el rabo de una cuchara (¡menudas arcadas producía el frío metal de alpaca en la cepa de la lengua!); luego se utilizaba ya un palito (menos mal), que al menos se lo daban a la criatura para que tuviese algún consuelo.
Ahora dicen (en el momento en que les escribo el artículo) que faltan jeringuillas para vacunar, ¡hay que jeringarse! Si levantara la cabeza Pepico el Practicante y viera tanto derroche, cuando él con su jeringa de cristal, que llevaba metida en su estuche, pinchaba todos los culos del pueblo. Y no solo los practicantes eran diestros en inyectar tarros de penicilina, sino que había personas que habían adquirido esa habilidad y la practicaban entre familiares, amigos y conocidos. Años después de ser paciente de Pepico y de Manolo (se acuerdan, aquel bajico, ¡qué bueno era Manolo el Practicante!), también me puso inyecciones uno de estos hombres polifacéticos: igual capaba marranos que desorejaba perros o que pinchaba culos. Este, recuerdo, también tenía su jeringa graduada y sus agujas de distinto grosor, y, supongo, que usaba parecidos métodos de esterilización (no nos moríamos porque Dios era bueno). Pero no había desarrollado la técnica del «engaño» con el palmeo de nalga, de forma que ya tenías por fijo que era bajada de pantalón y banderillazo al canto. Y si no querías penicilina, ya sabías: supositorios (¿quién los inventaría?, ¡ay, ay, ay!).
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