INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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31/1/21

Jeringas y jeringuillas

 

 
«Parque de Sempione», en Milán (Italia), anexo al «Castillo de los Sforza», gobernantes del Ducado de Milán desde finales del siglo XIV (el emperador Carlos V se lo anexionaría por las bravas al Sacro Imperio y se lo adjudicaría a su hijo Felipe II, perteneciendo a España el Milanesado durante 150 años).

 
Qué les iba a decir, toda mi vida he oído la palabra «jeringa» en forma de exclamación despectiva: «¡…una jeringa pa ti!»; incluso con carga adicional: «¡…una jeringa fresca!». Por ejemplo, para decir que algunas cosas son una puñetera m., de forma fina diríamos que son «jeringas», o con más énfasis: «jeringas frescas». Indudablemente es una palabra comodín que sirve de apoyo en muchas expresiones: «…el protocolo de vacunación es una jeringa», pues se lo están saltando algunos políticos como les da la gana. «¡Vaya una jeringa!, ahora dicen que no hay jeringuillas pa vacunar». «Con la jeringa de los intereses de los laboratorios, la vacunas llegan a cuenta gotas a los países»; o también: «dicen los sabios que si tardamos mucho en vacunarnos, el virus va a mutar lo que le dé la gana y al final todo van a ser jeringas frescas».

Fíjense que, aunque por aquí no se diga, existe el verbo «jeringar» con el significado de fastidiar. A mí, de chiquitico (andaría entonces por los cuatro añicos), me jeringaba mucho, en el sentido literal, Pepico el Practicante (la gente decía «el platicante», y la verdad es que este era cordial y platicaba algo con los pacientes). Recuerdo que el hombre se desplazaba en Vespa y yo, en cuanto escuchaba el ruido de la moto a dos manzanas me echaba a llorar (antes había mucho silencio en el pueblo: solo se oía de vez en cuando el cascabeleo de los caballos de los carros: el de Lucas, el del Parralo, el del Chusco…). Pepico dejaba la Vespa en la puerta de la casa de mi abuela y entraba con una cartera negra, que a mí me parecía que contuviese todos los demonios. ¿Qué llevaba allí metido? ¡Una jeringa! No una jeringuilla cualquiera, no: un pedazo de jeringa de cristal que causaba espanto (yo, niño, así lo sentía). También llevaba una cajita de acero inoxidable con agujas (que a mí me parecían leznas de zapatero). Mi madre ya había puesto agua a calentar en la lumbre, pues el practicante requería la mayor asepsia de sus útiles: lavaba la jeringa con agua hirviendo y metía las agujas en un baño de alcohol.

Por entonces los médicos lo curaban todo con tarros de penicilina o supositorios, no sabría decir cuál de las dos cosas me jeringaba más. También el galeno de la iguala de mi familia, para que yo pudiera echar fuera la robinera, me mandaba inyecciones de aceite de hígado de bacalao (una de las veces en número de cuarenta). Pepico ya no sabía que parte del culo asaetearme con su aguja, pero siempre encontraba un centímetro cuadrado de nalga para poner la «banderilla». Entonces se hincaba primero la aguja, recién sacada de la cajita del baño de alcohol, y después se acoplaba la jeringa para el gran jeringazo, y el aceite de hígado de bacalao (un pringue oscuro de mil demonios) entraba en la carne jeringando lo que no está escrito. (Recuerdo que el hombre, con boina y una técnica exquisita, primero me palmeaba dos o tres veces la nalga, maltrecha ya y con torteros, y en una de aquellas palmadas, ¡zas!, ¡el puyazo!).

Y todo funcionaba así: casi nada era desechable; todo de lavaba, se desinfectaba y no había problema. Incluso ya en la mili (con Franco aún vivo), nos vacunaban en fila india: con el torso desnudo pasábamos por entre dos sanitarios, o lo que fuesen, y ambos nos clavaban dos agujas, una en cada brazo; más adelante, otros dos fulanos, con sus jeringas en la mano,  nos inyectaban un cóctel de vacunas o lo que diablos fuera aquel líquido, y otros sacaban las gujas y las echaban a un cubo con desinfectante para volver al inicio de la cadena. ¡Nos jeringaban bien!, aunque yo creo que toda aquella parafernalia de las vacunas militares eran jeringas frescas.

Pero el mundo cambió con los productos desechables; es difícil imaginar cuánto se arroja al cubo de deshechos en una clínica, en un centro de salud o en un hospital, ¡madre mía! Ahora todo es desechable, todo tiene un solo uso, aunque sea por unos segundos nada más, se tira; y el coste de todo ese material es altísimo; imaginen en una sesión de diálisis: elementos muy caros se arrojan a la basura, pues no valen para la siguiente persona; ¡cientos de miles de euros se desechan diariamente en un gran hospital!, generando toneladas de residuos especiales; imaginen solo los millones de mascarillas que tiramos diariamente a la basura, y más grave todavía: un buen número de ellas son arrojadas en cualquier parte sin miramiento alguno. ¡Ay!, cuando era un crío, el médico me miraba la garganta con el rabo de una cuchara (¡menudas arcadas producía el frío metal de alpaca en la cepa de la lengua!); luego se utilizaba ya un palito (menos mal), que al menos se lo daban a la criatura para que tuviese algún consuelo.

Ahora dicen (en el momento en que les escribo el artículo) que faltan jeringuillas para vacunar, ¡hay que jeringarse! Si levantara la cabeza Pepico el Practicante y viera tanto derroche, cuando él con su jeringa de cristal, que llevaba metida en su estuche, pinchaba todos los culos del pueblo. Y no solo los practicantes eran diestros en inyectar tarros de penicilina, sino que había personas que habían adquirido esa habilidad y la practicaban entre familiares, amigos y conocidos. Años después de ser paciente de Pepico y de Manolo (se acuerdan, aquel bajico, ¡qué bueno era Manolo el Practicante!), también me puso inyecciones uno de estos hombres polifacéticos: igual capaba marranos que desorejaba perros o que pinchaba culos. Este, recuerdo, también tenía su jeringa graduada y sus agujas de distinto grosor, y, supongo, que usaba parecidos métodos de esterilización (no nos moríamos porque Dios era bueno). Pero no había desarrollado la técnica del «engaño» con el palmeo de nalga, de forma que ya tenías por fijo que era bajada de pantalón y banderillazo al canto. Y si no querías penicilina, ya sabías: supositorios (¿quién los inventaría?, ¡ay, ay, ay!).

Esperemos que se pongan de acuerdo los fabricantes de jeringuillas desechables con los de las vacunas; de lo contrario, nos van a dar las uvas y no hemos logrado la tan ansiada inmunidad colectiva, aunque el ministro Illa (con o sin jeringuillas), ha dejado dicho (él se va para su tierra, en busca del voto y en mitad de esta tormenta), que tendremos inmunidad de rebaño este próximo verano. Así sea; que no nos jeringe más el virus, y que se vaya a hacer jeringas frescas.
©Joaquín Gómez Carrillo 

 

23/1/21

Disección de una factura

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La cascada «esmeralda», en Molinicos (Albacete)

Como ya saben que le han pegado un arreón al precio de la electricidad, pa empezar el año, se me ocurre que podríamos comentar un poquico los intríngulis del famoso recibo de la luz (que ya ha llovido, ¡madre mía!, desde aquellos recibicos de la empresa «Santo Cristo», la que producía corriente con un pequeño salto en el Cauce, donde el «Molino del Lavero»; claro que entonces en las casas, no había más que una «perica» de 125 voltios en el comedor y otra en la cuadra, colgadas del techo con un cordón de forro textil, lleno de cagadas de moscas, y las «llaves» eran de china, ¿se acuerdan?).

Bueno, pues les tengo que decir que la factura actual de la electricidad es un alarde matemático, pero muy bien explicada, eso sí; incluso, su lectura es entretenida; casi que se la recomiendo para leer un ratico después de la comida; para llevársela de lectura a la cama, no; para eso, mejor el Conde de Montecristo, o la Biblia, que nunca está de más que el Señor nos pille confesaos.

La factura se divide principalmente en dos tajadas, o mejor dicho, en tres; sí, ¡en tres tajadas! (y la empresa, además, lo esquematiza con un gráfico de «tarta» en colores —¡si es que está en to!—, pa que no nos quejemos): la tajada mayor es la que regula el gobierno, o el ministro de energía, o el consejo de ministros, o quien demonios sea que tenga la competencia en la administración general del estado para darle gusto a las eléctricas. La segunda tajada, ¡ay, qué dolor!, es la no regulada, la que corresponde al consumo (y ríanse: no existen aparatos que gasten poco y calienten mucho; de eso nada: si quieren calentarse, tendrán que enchufar la placa, el radiador o el brasero eléctrico, y gastar kilovatios a chorro). Y ya, la tercera parte de la tarta es la tajada de los impuestos (en plural, ¡eh!, porque esa es una singularidad: la factura de la luz está gravada con dos impuestos: el de «la electricidad» y el del «valor añadido» o IVA). Los impuestos los pone el gobierno, ¡mira tú!; no va a dejar que se forren las eléctricas y la hacienda pública esté mirando, de eso nada: ¡aquí, o jugamos todos o se pincha la pelota! Aún así, la factura de la luz no me parece del todo mala; piensen que las hay peores: en La China, cuando fusilan (cosa que hacen a menudo y en grupos para no estar echando viajes y gastando gasolina), le facturan la bala a la familia: tanto del plomo, tanto de la pólvora, tanto del desgaste del fusil… Lo que no sé es si desglosarán la mano de obra; creo que no, porque en La China no hay trasparencia ni se le espera.

Vale, pero en España hay mucha trasparencia y la compañía eléctrica, aunque nos fría vivos, nos presenta un documento pródigo en desgloses, detalles y explicaciones; cuanto más pequeña es la letra, más gusto da leerla, y al final uno queda satisfecho; le cuesta un riñón la factura, pero sabe bien de qué va.

Ah, miren, antes de seguir, les voy a contar una anécdota: Resulta que tengo un contrato de la luz del año de la polca, y lleva un precio fijo del kilovatio que es como tres o cuatro veces menos que el que se paga de forma general. ¡No les digo la de veces que han intentado cambiarme el contrato!, pero yo me resisto. Primero enviaban a unos chicos simpatiquísimos y con mucho don de gentes, dándome la enhorabuena por mi fidelidad y no sé cuántas cosas más, y que el objeto de su visita era hacerme unos descuentos maravillosos (yo les decía que bueno, que me hicieran los descuentos; pero ahí estaba la madre del cordero: debía firmar papeles); y yo, ¡que nanay del Paraguay! Luego vinieron unas señoritas fetén de atractivas, con el mismo rollo en versión fémina, y yo, ¡que si quieres a Ros, Catalina! Y por último mandaron a un señor calvo, entrado en carnes, que sudaba como un toro (recuerdo que era verano, hora de la siesta, con una calor pegajosa como para asfixiarse lo pájaros); de modo que, miren lo que les digo, hice una obra de caridad: le firmé los papeles. El hombre se fue satisfecho de su trabajo y yo, al día siguiente fui a Correos y envié a la sede central de la empresa mi desistimiento, sellado y con acuse de recibo. ¡Una m., me van a cambiar el contrato…! 
 
Bueno, antes de seguir con el estudio de la factura, les tengo que decir que la compañía de la luz más implantada en nuestra región, hace años se «desdobló» en varias empresas (formó un grupo: todas son lo mismo, pero a efectos fiscales son distintas: la una produce energía y la subasta, la otra puja y la compra, la otra la transporta, la otra la vende «al por menor», etc.). Y ahí entra el gobierno y fija, no se lo pierdan: «el peaje de acceso a la potencia contratada», ¿ustedes se han enterado?, yo tampoco; «la comercialización» (como en Italia, que te cobran la sopa y el uso de la cuchara pa comerte la sopa); y «el peaje de acceso a la energía» (vamos, que aunque sea mala comparación con La China, algo así como «la potencia de la bala», «el acceso de la baja al cogote del reo» y «el retroceso del fusil que dispara»). Esa, como les digo, es la parte de la tarta «regulada» y la que dicen que por ahora no la va a subir el gobierno.
 
La otra tajada de la factura que sí va a subir como la espuma es el precio del kilovatio; ahí el gobierno se hace el sueco: ni entra ni sale. Y ya, la tercera porción de la tarta, como les explicaba, son los impuestos: un 5 y pico por ciento el de «la electricidad», más un 21% de IVA. ¿Alguien da más? (no sé ustedes, pero yo aún me acuerdo de cuando las facturas empezaron a gravarse con un tímido ITE, «Impuesto del Tráfico de Empresas», ¡del 1’5%! Eran otros tiempos, qué duda cabe…).
©Joaquín Gómez Carrillo

 

16/1/21

La sociedad jubilada

 .

Puente colgante sobre el río Segura en el estrecho del Solvente (Valle de Ricote)


Hace algún tiempo que me viene rondando por la cabeza este tema y he decidido abordarlo por fin como dios me encamine. Miren, nuestra sociedad derrocha recursos, de todo tipo; derrocha energía, alimentos, agua, partidas económicas, etc. Solo hay que parar un poco y darse cuenta de cómo en nuestra forma de vida (hablo de España, aunque otros países ricos no le irán mucho a la zaga) se tira, se desaprovecha y se desprecia un montón de cosas necesarias y buenas. Y, ojo, esto no quiere decir que nademos en la abundancia, no; lo que pasa es que mientras hay sectores de población que sufren carencias de lo más básico para vivir, otros, incluidas las administraciones públicas, malgastan a troche y moche.

Pero a lo que voy es que, entre tanta cantidad desaprovechada de recursos en esta sociedad consumista, insolidaria y derrochadora, hay uno fundamental que muy pocas personas se detienen a pensarlo; se trata de las altas capacidades que poseen, en todos los ámbitos, las personas jubiladas; máxime cuando hay enorme cantidad de ellas que pasa a depender del sistema nacional de pensiones a edades relativamente tempranas, es decir ¡por debajo de los sesenta! ¿Cómo no va a preocupar la gran carga económica que soporta el sistema de pensiones? Mientras que por «un saco roto» se está dejando perder una inmensa cantidad de talento humano.

Miren, una de las características de nuestra cultura occidental es que entendemos el trabajo como una carga («…es una lata el trabajar», decía Luis Aguilé); necesario para vivir, pero una obligación, casi bíblica, de «ganar el pan con el sudor de la frente». Y derivado de este sentir general, se contempla el paso a la jubilación como una «liberación». Se concibe esa etapa de la vida como de merecido descanso y disfrute de «todo» el tiempo libre, y como una posibilidad de materializar proyectos o llevar a cabo ilusiones que, en edad laboral, había sido imposible por la sujeción de horarios o escaso tiempo disponible.

Pero a fin de cuentas, te jubilas y dices «¡ya está!, y ahora qué». «¿Tengo ocupaciones para llenar el tiempo libre?» Porque lo que más cansa es no hacer nada. «¿Tengo hobbies, algo que realizar…?» A lo mejor no hay billetes para estar viajando en exceso, o para darse a la vida regalada de forma continua; oye, que hay pensiones, pensioncillas y pensiones de hambre. Algunas personas han tenido que ir al psicólogo por el trauma «posjubilación», o sea, que el retiro les ha «costado una enfermedad». Yo conozco algunos que los han tenido que «echar» del puesto de trabajo por sobrepasar en exceso la edad de jubilación. Los hay que tienen miedo a no hacer nada; horror al vacío.

Pero de una forma o de otra, tanto los que les agobia el cese de su actividad laboral, como los que se jubilan jóvenes todavía (hechos unos pimpollos, ¡madre mía!), son mujeres y hombres muy válidos socialmente; cada cual en los suyo, cada cual con sus capacidades y sus habilidades. Pero a pesar de ello, la sociedad los «aparca», los deja en «vía muerta» y ya no cuenta con ellos, con su valía, con su formación, con su experiencia con su talento. Es un derroche social; ¿no les parece?

Visto desde el lado opuesto, habrá quien diga que se merece el «no hacer nada», el vivir el resto de su vida a cargo de la sociedad sin dar más de sí que lo que aportó en toda su vida laboral. Muy bien; es un punto de vista admisible, respetable y que las leyes contemplan. Otros piensan que la pensión vitalicia de jubilación es la «devolución» de todo lo que habían cotizado en sus años de trabajo. Eso es solo relativamente cierto. El sistema de pensiones en España es solidario, es decir, uno no acumula lo cotizado para luego cobrarlo, no (eso funciona así con los planes privados de jubilación nada más); en realidad, uno cotiza para mantener el sistema y luego cobra de este cuando ya son otros los que lo mantienen. A veces pasa que, tras cuarenta años cotizando, uno se muere y no «recobra» nada de su aportación. Otros, llegan a hacerse muy viejos y obtienen del sistema mucho más de lo que aportaran. Eso es el sistema solidario de pensiones.

Mas la idea que subyace en todo esto es simple: la sociedad mantiene de forma solidaria un ingente número de pensionistas que no aporta nada; solo devengan de las arcas públicas ¿Oiga, pero es que ya aportamos cuando estábamos currando? Muy bien, pero ahora ustedes, jóvenes, sanos, bien formados, con capacidad y experiencia, están cobrando (algunos suculentas pensiones, ¡eh!) y no contribuyen, aunque sea en pequeña medida, a la mejora social. Hablo, si no me han entendido ya lo que pretendo decir, de hacer voluntariados. Nada de obligaciones, nada de madrugones, de esfuerzo penoso, de responsabilidad estresante. No, nada de eso. Pero sí un poquito de colaboración; que uno pueda sentir que sigue siendo útil a los demás, que la sociedad no le ha vuelto la espalda («toma, cobra tu pensión, que ya no vales para otra cosa»).

¿Quién tiene que fomentar este pensamiento, esta posibilidad de aprovechar valiosos recursos personales de sabiduría, experiencia y talento entre las personas jubiladas? Las administraciones públicas. Las concejalías de Personas Mayores, sin ir más lejos; los políticos, que cobran por pensar. Tienen que incentivar, motivar y ofrecer la oportunidad de realizar provechosas actividades de forma voluntaria. Quien quiera disfrutar de vida tranquila, hedonista o sin «complicaciones», que disfrute. Pero a muchos otros jubilados les encantaría ser útiles y tener una «segunda» oportunidad para rendir una pequeña parte de su capacidad y experiencia en beneficio social. Les encantaría  «ganarse» un poquito su pensión solidaria a fin de mes; se lo aseguro.
©Joaquín Gómez Carrillo

 

9/1/21

La OJE y los Reyes Magos

 

Palmeras en el Valle de Ricote

Es víspera de Reyes cuando les escribo este artículo; y esta será una rara noche de «Reyes Magos», sin la célebre cabalgata. Pues una de las cosas que nos está quitando este maldito virus, aparte de los abrazos y los besos, cuando no la felicidad y la vida, es la celebración de nuestras fiestas.

En Cieza, desde hace muchos años, los «Reyes Magos» venían del Maripinar; se divisaban con su rumor de tambores por la curva de los olmos, cruzaban los puentes de los Nueve Ojos y de Hierro, para entrar al pueblo subiendo la cuesta del Muro; después, pasando por la puerta de la tienda de Ricardo, llegaban al Rincón de los Pinos y enfilaban la Calle Larga. Y todo gracias a la OJE, que por tradición ha sido siempre la organizadora de este bonito evento (¡madre mía, el frío que pasábamos bajo el eucalipto del puente cuando mis hijas eran pequeñas! Siempre recuerdo esta noche del día cinco de enero como la más fría del invierno). 

Luego, y durante unos años, al final del recorrido, llegaba la cabalgata a la Plaza de España para escenificar el «Auto de los Reyes Magos», una pieza de teatro medieval basada en estos personajes «medio evangélicos» (Mateo, el evangelista, solo habla de «…unos magos que venían de oriente», sin decir ni siquiera cuántos eran, ni otra condición social; y ya es en el siglo III después de Cristo cuando se les asigna la categoría de «reyes» y se determina su número; hasta hoy en día que «sabemos», o nos hemos inventado, sus nombres y su pintoresca composición multirracial). Un año, siendo alcalde Paco López, como era tan campechano, participó estoicamente, con un frío glacial que hacía en la Plaza de España aquella noche, en los diálogos de esta peculiar pieza dramática. En fin, cosas de nuestro pueblo…

Si no recuerdo mal, en 1972, me metieron en la cabalgata, ¡de negro y con la cara llena de betún! No de «rey», cabalgando hermoso corcel, ojo, sino de esclavo de a pie, con unos leotardos con «patatas», unas sandalias como las de los «armaos» y una antorcha encendida en la mano. Y les diré por qué fue: Resulta que en otoño del año anterior me había decidido a desarrollar mi vocación espeleológica, o sea, a meterme en las cuevas. Para ello, y haciendo las cosas como dios mandaba, debía pertenecer al grupo GECA de la OJE, por tanto era necesario que me afiliase a dicha organización (la OJE entonces aún conservaba reminiscencias políticas falangistas, cuyos uniformes incluían signos de viejos imperios, como el «yugo y las flechas» de los Reyes Católicos, o la «cruz de Jerusalén con el león rampante»; y, por supuesto, se cantaba el «Cara al sol» y se homenajeaba la figura del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera). Yo quería hacer espeleología; por eso había ido al local, o «Club del guía», que estaba en la Esquina del Convento, cuyo conserje era mi apreciado pariente Antonio Carrillo, y había pedido mi afiliación.

El grupo GECA de entonces lo componían espeleólogos tan carismáticos, como mis amigos Pascual Yuste, Manolo Dato, Salvador Susarte, Antonio Salmerón, Joaquín Parra, Juan S. Llamas, Juan Luis Sandoval, Pepe Hurtado, Paco Cano o Eduardo López Pacual…, y otros que me dejo. Estos establecieron un severo protocolo para el acceso de los «neófitos» al grupo, que lo éramos Pacual Lucas, Pascual Salmerón, Natalio Rubio y un servidor. Debíamos superar un cursillo de varias semanas, compuesto de teoría y de práctica, y que acababa con un examen en toda regla. Sin embargo, ya aprobados y a punto de sentir el orgullo de ser espeleólogos del GECA, aún nos sometieron a otra prueba, ajena al montañismo, la cual era condición sine qua non: salir en la cabalgata de los Reyes Magos. Yo, todo hay que decirlo, tuve el honor de que me «maquillara» el rostro un artista plástico, y actual escultor famoso: Salvador Susarte. Ignoro qué mejunjes llevaba aquella pintura, que luego en las duchas del Instituto, por más que me restregara con jabón y estropajo, no se me quitaba ni pa dios, y volví a mi casa con la cara algo cetrina y con olor a brea por detrás de las orejas.

Por entonces se unía a la mentada cabalgata, creo que cerrando la misma, un camión de Transportes Ciezanos, agencia que tenía su sede en los bajos de la Torre de la Plaza de España: era el camión de los regalos, que repartían a algunos niños en la Esquina del Convento (si no me equivoco, alguna vez hacía esto el propio Ignacio Balsalobre, concejal del ayuntamiento y trabajador como el primero en su propia empresa de transportes, que era la citada). Ni que decir tiene que después fui uno más entre los míticos espeleólogos del GECA y llegué a ser jefe de grupo y continuar los trabajos de exploración, estudio y cartografía, entre otras, de la Cueva del Puerto, ahora «echada a perder» por el afán político de meter gente en una caverna que por sus dimensiones, dificultad y naturaleza «solo es apta para espeleólogos», un crimen contra una joya de la geología, descubierta y dada a conocer en revistas científicas, hace más de cincuenta años, por el grupo GECA de la OJE de Cieza. Las cosas de la vida…

Este año, sin embargo, tras tantos realizándose exitosamente por la OJE, no hay cabalgata de Reyes. Y lo que es menester es que escapemos medio bien de esta amenaza de enfermedad y muerte, para lo cual, hago como siempre desde mis artículos una llamada al sentido común y a la lógica. ¡Basta de reuniones y de comidas familiares o de amigos sin tomar estrictamente todas las medidas de protección! Esto es serio. Imaginen que hubiese una manada de leones sueltos por el pueblo, ¿tomarían precauciones…? Pues el coronavirus, aunque no se ve, es peor que las fieras.
©Joaquín Gómez Carrillo

 

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LOS DIEZ ARTÍCULOS MÁS LEÍDOS EN LOS ÚLTIMOS TREINTA DÍAS

Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"