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Guillermo del Madroñal en una fotografía de Fernando Galindo
En el año 1969, Guillermo del Madroñal había cosechado trigo de la mejor calidad: de la variedad «senatore». El otoño antes lo había sembrado con las lluvias del mes de «todos los santos» en un terreno fértil que le arrendó su amigo Diego Lucas, en la Herrada; pues los secanos del Madroñal eran más bien de tierra alacranera donde solo medraban a duras penas las cebadas, las jejas o los centenos.
El conjunto de bancales estaba situado en una amplia cañada que vertía aguas a la Rambla del Cárcabo (hoy, las colas del pantano del mismo nombre). El terreno estaba yermo desde hacía algunos años, pues Diego ya cumplía una edad y solo se dedicaba a pastorear un pequeño rebaño de cabras y ovejas, y a cuidar un poco del averío de la casa familiar (la conocida «Casa de la Blasa»), donde él por aquellos años vivía solo. De modo que por falta de cultivo, dichos bancales se habían poblado de bojas, cardos, ontinas y matujas de toda clase. Es por lo que Guillermo y un vecino e íntimo amigo, Pascual Miñano, con el que había acordado un «cooperativismo espontáneo» para sacar pan de aquella tierra, tuvieron que trabajar duro con sus yuntas de mulas: arar el campo y retirar la maleza de los surcos, hasta convertir en barbecho lo que en principio tenía el aspecto desalentador de un erial.
El año no fue malo y las sementeras crecieron bien con las lluvias primaverales. El trigo, que Guillermo había sembrado a mano, al voleo: «paso y puñado al aire en forma de abanico», creció y encanutó a la perfección entre los meses de marzo y abril, convirtiéndose en mayo en un mar de espigas que se movía con el viento en forma de oleaje.
Por el mes de San Juan era la siega de los trigos, algo más atrasados siempre que las cebadas, que empiezan a pajicear ya a primeros de mayo. En la década de los sesenta, el campo aún no estaba del todo maquinizado, aunque es cierto que empezábamos a ver aquellas enormes y aparatosas cosechadoras transitar Gran Vía arriba o Gran Vía abajo (aún no habían construido la circunvalación por los losados de los Casones y la carretera «nacional 301» pasaba por mitad del pueblo). De todas maneras, los mencionados bancales de la Herrada, donde se había crecido y granado el trigo de forma exuberante, no tenían acceso adecuado para el uso de gran maquinaria.
No obstante, tampoco era cuestión de ponerse a segar a mano tan ingente cantidad de mies, pensaron Guillermo y su amigo Pascual; por lo que este último desplazó hasta allí un rudimento de segadora tirado por mulas, con aspecto de invento decimonónico para segar campos de algodón en los estados sureños de USA tras de «lo que el viento se llevó». El artilugio tenía unos peines giratorios de madera, que iban sujetando las cañas del cereal mientras eran segadas por unas cuchillas metálicas, las cuales funcionaban por el mismo sistema que aquellas maquinillas antiguas de cortar el pelo que los barberos avezados no dejaban de mover, «¡tris-tris-tris!», en todo el tiempo. El problema era que enmarañaba mucho; la mies segada iba quedando en montones de cualquier manera, y, lo peor: mezclados con el trigo había cardos «abremanos»; sin embargo fue necesario atar los haces con los vencejos de esparto, ¡y entonces no se usaban guantes ni otras protecciones!
La mies, atada en haces, hubo de ser transportada luego a la era de la Casa del Madroñal en el remolque de un tractor contratado. El trigo senatore tenía unas espigas grandes de granos apretados que cabeceaban por su peso y los haces no eran nada livianos, los cuales había que elevar por encima de nuestras cabezas para echarlos al colmo de la carga. El instrumento para tal menester era como un tenedor de hierro enorme con largo rabo de madera; primero se pinchaba el haz en el suelo por su centro de gravedad y se hacía palanca con el mango en tierra hasta ponerlo vertical, después, a pulso y riñón, se elevaba hasta lo que daban los brazos (con catorce años, recuerdo, las fuerzas no se acaban y el cansancio se recuperaba pronto: era la ventaja de la mano de obra adolescente utilizada por las familias en los campos).
Una vez, trillado, aventado, traspaleado y cribado, el montón de grano de bastantes fanegas era la representación de la abundancia. Y días después había que entregar forzosamente esta cosecha al «Servicio Nacional del Trigo», al precio puesto por el gobierno, cuyo almacén estaba situado en Ascoy, en una de las naves, entonces abandonadas, de la «Industria de Armamento» de cuando la Guerra Civil. Los sacos iban llenos, con fanega o fanega y media cada uno (entre alrededor de 40 y 50 y pico de kilos), y había que entrarlos a cuestas hasta la báscula, que estaba allí en el medio, y luego vaciarlos en el montón. Éste estaba al fondo de la nave y era como escalar una montaña dorada de trigo. Los hombres habían puesto una serie de tableros con barrotes para subir a la cima llevando el saco a la espalda; arriba, uno entonces se doblaba hacia adelante y la cascada de grano caía por encima del hombro hasta vaciar. Eso, una y otra vez, ¡una y otra vez! Los hombres que había por allí decían a las criaturas: «¡…no valéis pa ná!», mientras ellos retenían el paso, pues sabían que en la adolescencia no se agotan nunca las energías.
He querido relatar, resumiendo mucho, este asunto de la cosecha de trigo de aquel año ya lejano, como dedicatoria a mi padre, Guillermo del Madroñal, en su nonagésimo séptimo cumpleaños (97º), que es este domingo, día 11 de octubre de 2020.
¡Felicidades, papá!, ¡ya falta menos para los cien!
©Joaquín Gómez Carrillo
Buen articulo y un bonito homenaje a tu padre. Es un hombre bueno, al igual que tú. En el artículo dejas visible toda su trayectoria de una vida llena de experiencias y de legado para todas las personas que lo conocen.
ResponderEliminarLe deseo muchas felicidades y que cumpla muchísimos más.
Un abrazo de una persona que siempre va a desear que seáis felices y que la paz os acompañe siempre.
Muchas gracias por el amable comentario, en nombre de mi padre y del mío propio.
ResponderEliminarUn abrazo también.