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Higos verdales. Pintura acrílica sobre madera de Pascual Lucas Motellón
Dice un refrán, originario de otra época más deprimida
donde reinaba el hambre, que «En el tiempo de los higos no hay amigos», sin
duda por el atractivo que tiene una higuera cargada de higos maduros, lo que
hace que personas ajenas se presenten quizás al dueño de esta alegando amistad
de toda la vida con el fin de «visitarla» y alcanzar de sus ramas el dulce néctar
(bueno, antes de seguir sepan que el higo no es una fruta, sino una flor: es la
flor de la higuera; qué curioso, ¿no?).
También cuentan los evangelios que Jesús iba por un
camino, en compañía de sus apóstoles y demás seguidores (pienso yo), y en
viendo una higuera se fueron derechicos a «visitarla». A lo peor llevaban
hambre y se les hizo la boca agua tan solo con divisar el árbol de lejos (además,
el pasaje ocurriría por este tiempo, si no, no tiene sentido); lo que ignoramos
es qué clase de higuera sería. Más está escrito (no cito, sino que refiero de
memoria) que en llegándose a ella, no encontraron ningún higo. Seguramente ya
le habían dado varios repasos otras gentes en días anteriores hasta dejarla más
pelá que mano de mondongo, o que el árbol sencillamente, no había echado, cosa
que ocurre a veces, que los árboles también descansan, algunos más que otros y
entonces se dice que son «añeros». Pero en el caso bíblico, Jesús, que según
afirma Mateo, llevaba algo de gazuza, se mosqueó un poco y la maldijo; maldijo
la higuera. ¿Qué culpa tendría la pobre higuera…? Más eso es lo que hizo el de
Nazaret. «¡Nunca vuelvas a dar fruto!», le espetó. Y a la higuera se le
empezaron a arrugar las hojicas y a los pocos días se secó. Eso relata la
Biblia, en relación con el hambre (del Maestro) y las ganas de comer (higos).
Por otra parte, y abundando en lo literario,
al burro de Juan Ramón Jiménez, según cuenta el de Moguer, le gustaban, no solo
«las naranjas mandarinas» y «las uvas moscateles, todas de ámbar», sino también
«los higos morados, con su cristalina gotita de miel» (Platero era burro, pero
no tonto). Al respecto, yo no sé qué clase de higos serían los «morados» a los
que se refiere el poeta. Pues conozco los «verdales», de un color verde claro y
llenos de rajaditas cuando están diciendo ¡comedme!, los cuales se suelen
consumir frescos; y si son recién tomados de la rama de la higuera y por la
mañana temprano, mucho mejor. Luego están los de «piel de toro», que es un higo
dulcísimo, de color negro; es más bien pequeño y con un pellejo resistente;
cuando están maduros les sale la mentada gotita de miel (pero estos no pueden
ser los descritos en «Platero y yo», pues el color no coincide). Los higos de
piel de toro se pueden consumir frescos o secos. Estas dos clases de higueras,
las «verdales» y las de «piel de toro», echan solo higos, que se recolectan por
ahora, a finales de verano y principios de otoño. Pero otras higueras, como las
«negras» o las «orales», aparte de ofrecernos higos en estas fechas, también
dan brevas en junio (la breva es un manjar que se come a llenaboca); de modo
que se puede decir que tienen dos cosechas: la suculenta breva, que tanto gusta
a las oropéndolas (a estas preciosas aves también se les conoce por estos
andurriales como «pájaros picabrevas»), y los higos, muy buenos para secar.
En aquellos años de mi niñez, acudíamos a las higueras
con cestos y columpios a recoger los higos caídos al suelo, era la forma más
sencilla de asegurarse la maduración total de estos: cuando sus pezones se
desprendían de las ramas de manera natural. Luego los poníamos a secar al sol
en zarzos de cañas, estos eran unos soportes hechos con cañas liceras unidas
con una guita de esparto, los cuales se hallaban elevados del suelo mediante
unas «patas» de madera bien firmes. Así pasaban varios días, hasta que se
volvían a recoger y empezaba el proceso de maceración y conservación de los
higos secos, cosa que me place detallar:
Por una de aquellas razones de la sabiduría de los
viejos, quizá un tanto esotéricas y misteriosas, había que trastear los higos
en viernes: nueve viernes seguidos, ya que el número nueve también tenía su
importancia (ya saben: los novenarios, o las novenas). Los higos se guardaban en
capazos de pleita grandes, de los llamados «de pasas» (su utilidad era adecuada
al nombre, o viceversa). En una olla grande de barro de mi abuela se hacía un
cocimiento de hinojo y, con esa agua y un poco de harina se iban untando los
higos. Previamente, se habían repasado sobre un garbillo para quitar posibles
restos de tierra, piedrecillas, briznas de hierbas o aquellos que tuvieran mal
aspecto. Una vez impregnados con un chispeo de agua de hinojo y un espolvoreo
de harina, se apelmazaban pisándolos dentro del capazo, forrado este por dentro
con una tela limpia, que los cubría para efectuar el pisado.
Como había muchas
higueras, negras, orales, de piel de toro, en el Madroñal, y también «pajareras»,
cuyos higos de estas últimas constituían un exquisito manjar (los higuicos
pajareros eran más pequeños, pero doblemente dulces y tiernos), pues llenábamos
varios capazos, que eran la reserva y el avío para todo el invierno. Muchas
veces la tarea de los viernes y los higos había que hacerla de noche, a la luz
del candil (en relación con los trabajos del campo mi abuela decía que «entre
el día y la noche no había pared»). Pero era de vital importancia que se
realizara durante nueve semanas consecutivas para tener éxito. Siempre lo
mismo: repaso en el garbillo o la criba de los cereales, mojado de agua de
hinojo, espolvoreo de harina de trigo y pisado en el capazo. Tras dicho proceso
se dejaban bien envueltos en los propios capazos hasta consumirlos por completo. «¡Todo
tiene su fin, hasta los higos del cofín!»
©Joaquín Gómez Carrillo
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