Casas de las Maridías y Cerro de las Beatas (foto de archivo) |
Menos mal que ya salen los niños pequeños a la calle, acompañados, y pueden pasear y disfrutar de esta primavera que está pasando de puntillas frente a nuestras ventanas. Y menos mal que también los mayores podremos salir a hacer deporte, caminar o tomar el sol de mayo y respirar la libertad bajo el vuelo, siempre alegre, de las golondrinas.
Sobre mi ventanal de la fachada, hace tiempo que construyeron nidos las golondrinas; cinco o seis nidos de barro, pegados al saliente del edificio, los cuales ellas reparan o rehacen todos los años para realizar sus puestas de huevos, incubar y criar sus hijitos (las golondrinas son monógamas y forman parejas fieles de por vida, de manera que, lo mismo que hacen las palomas, se turnan en la incubación y alimentan sus retoños al alimón, tanto la hembra como el macho; un ejemplo natural de compartir tareas dentro de una relación de pareja exenta de machismo, ¿qué les parece?).
Esta primavera, enfrascados como estamos en este confinamiento y con estas preocupaciones por lo que está ocurriendo, casi no nos dimos cuenta cuando llegaron las golondrinas. Dicen que vienen del África tropical, donde pasan los inviernos, pero a mediados de febrero se ponen en camino, mejor dicho, en vuelo, y regresa a sus lugares de origen, que son los nuestros: ellas son nuestras golondrinas, golondrinas ciezanas, y emigran como lo hacían aquellos emigrantes de otra época, que se iban a deslomarse a trabajar en Francia o Alemania, pero siempre les podía la añoranza por volver al pueblo con su puñaíco de francos o de marcos, bien amarrados en un bolsillo interior. Cada pareja de golondrinas vuelve siempre a su pueblo y a su hogar. Estas mías, con sus nidos sobre mi ventana, dios sabe qué países habrán recorrido en los meses invernales, qué avatares les habrá ocurrido, cómo habrán cruzado el desierto del Sahara, volando en etapas de más de 100 kilómetros diarios, que penalidades habrán sufrido, qué peligros habrán sorteado, y todo para regresar un año más a mi ventana. Yo miro los nidos y veo algunos con desperfectos; será porque a sus «propietarias» les habrá ocurrido algo: las habrán cazado los depredadores, habrán sucumbido al abrasor del Sahara cayendo exhaustas sobre las dunas de arena, o se habrán hecho viejas y sus mermadas fuerzas no les habrán permitido realizar la inmensa travesía de más de tres mil kilómetros para llegar a su pueblo, que es el mío.
Cuando yo era niño y vivía en una gran casa de campo, todos los años, a principio de la primavera, dejábamos abiertos los ventanales de las cámaras altas, donde estaban las trojes del grano, las zafras del aceite, y donde se hallaban colgadas las rastras de cebollas o de panochas de maíz; entonces llegaban las golondrinas y, tras declararse su amor fiel en los alféizares de las ventanas, reconocían y se instalaban en sus nidos de barro que tenían adosados a las colañas del techo. En las tradiciones antiguas del campo, y a pesar de las costumbres depredatorias de supervivencia de «¡ave que vuela, a la cazuela!», había dos especies de pájaros intocables, a las que se respetaba casi con veneración religiosa: las pajaricas de las nieves (lavanderas) y las golondrinas. Nadie podía hacer daño a las golondrinas; mi abuela decía que eran «del Señor», pues había una bonita leyenda sobre ellas: «le habían quitado la corona de espinas a Jesús cuando pereció en la cruz».
Mis golondrinas me ven y me observan a través de los cristales mientras hacen piruetas en el aire, pero una vez que han realizado la puesta o están en la incubación o criando a sus polluelos, no me dejan asomarme a la ventana, me rechazan con insistencia (recuerdo que a mi mujer le hacía mucha gracia el que estas avecillas intentaran echarla volando frontalmente hasta 50 centímetros de su cara, como diciéndole «no salgas a la ventana», «no invadas nuestro espacio vital». Yo ahora siempre me acuerdo de aquello y también me hacen gracia estas golondrinas).
En cuanto a las pajaricas de las nieves, en el campo les colgábamos cántaras de barro en las higueras del ejido de la casa para que hicieran sus nidos dentro. Estas simpáticas aves, que por el suelo se desplazan a pasos (distinto al gorrión que lo hace a saltos), acompañaban en bandadas a los labradores cuando araban los bancales, a la búsqueda de diminutos insectos en la tierra que removía el arado al abrir el surco. Sin embargo, en modo alguno suscitaban el mismo respeto y admiración los gorriones; estos son ladronzuelos natos: picaban los frutos de la huerta: las cerezas, los nísperos, los albaricoques, los higos; rompían las espigas del trigo para comer sus granos o robaban el pienso de las palomas en los palomares. Los agricultores se la tenían jurada a los gorriones. Sin embargo ocurrió un hecho cierto, que traigo a colación: por el sesenta y tres sería cuando cayó un gran nevazo en nuestro término. La Sierra del Oro se convirtió en postal de Navidad y en los campos, cubiertos de nieve durante varios días, los animales silvestres no encontraban con qué alimentarse. Entonces mi padre «hizo un armisticio temporal de paz» con los gorriones y mandó que les echáramos de comer puñados de grano; así que estos perdieron, primero el miedo y después la vergüenza, y se metían a la casa demandando su derecho a ser alimentados como criaturas de Dios.
Ahora, en esta primavera de confinamiento domiciliario, que ya parece que empezamos a barruntar a lo lejos la libertad, me agrada mucho ver volar a mis golondrinas, cazando al vuelo los mosquitos y marcándome una raya invisible de prohibido asomarme a la ventana.
©Joaquín Gómez Carrillo
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