Detalle de algunas rocas de Los Paredones. Allá al frente, Abarán. |
Fue el Día de la Región del año 2011, cuando subí a Los Paredones con mi cámara de fotos y la curiosidad de otear el paisaje desde sus cumbres. Había dejado el coche en la cantera «de arriba» (ya saben que hay tres enormes canteras detrás de la Atalaya que llevan veinte años cerradas, sin actividad, pero sin haber remediado el desastre medioambiental), y había seguido una trocha en dirección al extremo oeste de dicha formación rocosa.
Siempre que subo por «las canteras» se me cae el alma al suelo. ¿Cómo es posible que ocurran esas cosas? Me acuerdo del día en que vinieron los políticos de la Comunidad Autónoma a «cerrarlas». En realidad, fue un asunto mal llevado por parte de las administraciones, un asunto que anduvo mal durante años y mal acabó. Las empresas extraían piedra día y noche; habían instalado molinos, líneas eléctricas, transformador en su caseta de obra y otras infraestructuras. Con potentes focos alumbraban la zona de extracción cuando caía la oscuridad y las máquinas continuaban trabajando. En las tardes de tórrido verano, una nube de polvo se extendía en la dirección del viento. Era un gran negocio; un negocio redondo; demoler los montes públicos y vender la arena, pero las administraciones no obligaron a las empresas a cumplir con un plan progresivo de regeneración de la capa vegetal. Era un brutal atentado ecológico a cielo abierto y, durante años, se dejó hacer. Hasta el día en que vinieron los políticos («pachín-pachán») con sus Audis oficiales y sus chóferes (gobernaba aquí el alcalde Paco López). Entonces subieron con cadenas y candados, se echaron la foto y se fueron a comer tan ricamente. Las empresas no pudieron retirar los cientos de metros cúbicos de arena elaborada, ni se les obligó a desmantelar por completo todas las infraestructuras, demolerlas, retirar los escombros, llevarse sus desechos y dejar limpios los lugares. No señor; allí quedó todo. Y ahora, ¡veinte años después!, todavía se ven esturreados los neumáticos de los tractores y los bidones de plástico de aceites o combustible. ¡Qué desidia! ¿Dónde está la protección especial del monte de la Atalaya? ¿Cómo se entiende la severidad de Medio Ambiente, que por coger unos tallicos de ajedrea para echar oliva te pueden poner una sanción? Ya ven ustedes: así es cómo funcionan algunas cosas en este país.
Los Paredones, les iba diciendo, tienen un atractivo especial. Y yo aquella mañana de junio me había planteado recorrerlos de punta a punta por encima de sus crestas. En su extremo oeste, donde se izan las primeras rocas, vi hincada en el suelo una viga de cemento. Quizá cuando pasen muchos años, otras personas que asciendan algún día a ese lugar, un collaíco desde el cual se da vista al valle del otro lado, puede que se pregunten por la existencia de este vestigio (arqueológico con el paso de los siglos). Pero no es, ni más ni menos, que el resto de un poste de una línea telefónica que cruzaba la «mini cordillera» de Los Paredones por ese exacto lugar. ¿Y qué hacía esa línea de teléfono por allí? Sencillamente era la conexión que mandara construir Joaquín Payá entre las centrales hidroeléctricas de Cañaverosa (en Calasparra) y la del Menjú (en Cieza), de las cuales era dueño. Mientras que una línea de alta tensión con postes de madera iba desde dicha central de Cañaverosa hasta la Central del Solvente (también de Joaquín Payá), este otro tendido de teléfono, igualmente con postes de madera, que venía paralelo al de la electricidad, cruzando ambos el Cañón de Almadenes un poco más arriba de la Cueva de la Serreta, se desviaba antes de llegar a la Casa del Malojo y saltaba Los Paredones para caer al Menjú. Tengo que recordarles en este punto que hubo un tiempo en que existió el oficio de «guardalíneas»: se trataba de hombres que recorrían a diario, por montes y barrancos, los tendidos eléctricos, como lo fuera Juan Turpín, desde su Caseta de Los Losares, o Antonio Sánchez desde la del Madroñal. De forma que, pensé aquel día, más de una vez tendrían estos que ascender hasta aquel punto en sus caminatas por terreno agreste.
Los Paredones están formados por estratos de roca sedimentaria, plagada de conchas marinas que aún conservan su nácar brillando al sol, que una vez, hace millones de años, durmieron en el fondo de los mares, y que luego, durante las eras geológicas del mundo, los movimientos de las capas terrestres han venido a dejar ahí a la vista de todos, casi verticales, como altos muros, como recias paredes, o «paredones», junto a las dañosas canteras, que nadie ha remediado ni remediará.
Nada me produjo más ilusión que subirme a aquella cresta y empezar a caminar sobre unas rocas tan extrañas que parecían pertenecer a otro planeta. Iba disparando la Canon a placer, a las florecillas de alguna matuja que malvivía en las rendijas de las piedras, a los tomillos de «farolillos» que medraban a duras penas, a la lagartija que recibía vida del sol o a la roca que desafiaba la gravedad en un imposible equilibrio. A un lado de la «cresta de iguana» de Los Paredones veía Cieza, al otro los bancales bien labrados de la finca del Malojo y, allá a mi frente, Abarán. ¡Ay!, pensé, cuánto tiempo ha pasado de la picadura del alacrán en aquellos mismos bancales. (Entonces era yo un adolescente, cuando recogía montones de trigo segado el día anterior con mis manos desnudas y tuve la mala fortuna de tropezar con el bicho). La sangre se mueve muy rápida por el cuerpo, y eso lo sentí de forma desesperada cuando el veneno ascendió de mi dedo al corazón como una flecha ardiendo.
Cuando llegué al extremo oriental de Los Paredones, el tuerto se había vuelto despiadado, por lo que me descolgué hasta una pista forestal y regresé a la desangelada cantera.
©Joaquín Gómez Carrillo
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